Como les iba diciendo, yo frecuentaba a León Felipe y a Pedro Garfias sin deslealtades ni pausas, sin agobiarlos mostrándoles mis poemas ni contándoles mis penas, y sí tratando de ser útil, pero también hacía otras cosas.
Yo tenía mi vida privada. Tenía otra vida aparte de buscar el calor de esos prohombres de las letras castellanas. Tenía otras necesidades. Hacía trabajos. Trataba de hacer trabajos. Me movía y me desesperaba. Porque vivir en el DF es fácil, como todo el mundo sabe o cree o se imagina, pero es fácil sólo si tienes algo de dinero o una beca o una familia o por lo menos un raquítico laburo ocasional y yo no tenía nada, el largo viaje hasta llegar a la región más transparente me había vaciado de muchas cosas, entre ellas de la energía necesaria para trabajar en según qué cosas. Así que lo que hacía era dar vueltas por la Universidad, más concretamente por la Facultad de Filosofía y Letras, haciendo trabajos voluntarios, podríamos decir, un día ayudaba a pasar a máquina los cursos del profesor García Liscano, otro día traducía textos del francés en el Departamento de Francés, en donde había muy pocos que dominaran de verdad la lengua de Moliere, y yo no es que quiera decir que mi francés es óptimo, pero es que al lado del que manejaban los del departamento resultaba buenísimo, y otro día me pegaba como una lapa a un grupo que hacía teatro y me pasaba ocho horas, sin exagerar, mirando los ensayos que se repetían hasta la eternidad, yendo a buscar tortas, manejando experimentalmente los focos, recitando los parlamentos de todos los actores con una voz casi inaudible que sólo yo oía y que sólo a mí me hacía feliz.
A veces, no muchas, conseguía un trabajo remunerado, un profesor me pagaba de su sueldo por hacerle, digamos, de ayudante, o los jefes de departamento conseguían que éstos o la Facultad me contrataran por quince días, por un mes, a veces por un mes y medio en cargos vaporosos y ambiguos, la mayoría inexistentes, o las secretarias, qué chicas más simpáticas, todas eran mis amigas, todas me contaban sus penas de amores y sus esperanzas, se las arreglaban para que sus jefes me fueran pasando chambitas que me permitían ganarme algunos pesos. Esto durante el día. Por las noches llevaba una vida más bien bohemia, con los poetas de México, lo que me resultaba altamente gratificante e incluso hasta conveniente pues por entonces el dinero escaseaba y no tenía ni para la pensión. Pero por regla general sí tenía. Yo no quiero exagerar. Yo tenía dinero para vivir y los poetas de México me prestaban libros de literatura mexicana, al principio sus propios poemarios, los poetas son así, luego los imprescindibles y los clásicos, y de esta manera mis gastos se reducían al mínimo.
A veces me podía pasar una semana entera sin gastar un peso. Yo era feliz. Los poetas mexicanos eran generosos y yo era feliz. En aquellos tiempos comencé a conocerlos a todos y ellos me conocieron a mí. Éramos inseparables. Yo por el día vivía en la Facultad, como una hormiguita o más propiamente como una cigarra, de un lado para otro, de un cubículo a otro cubículo, al tanto de todos los chismes, de todas las infidelidades y divorcios, al tanto de todas las tragedias. Como la del profesor Miguel López Azcárate, al que dejó su mujer, y Miguelito López no supo aguantar el dolor, yo estaba al tanto, me lo contaban las secretarias, una vez me detuve en un pasillo de la Facultad y me uní a un grupo que discutía no sé qué aspectos de la poesía de Ovidio, puede que allí estuviera el poeta Bonifaz Nuño, puede también que allí estuviera Monterroso y dos o tres poetas jóvenes. Y seguro que allí estaba el profesor López Azcárate, que no abrió la boca sino hasta el final (tratándose de poetas latinos la única autoridad reconocida era la de Bonifaz Nuño). ¿Y de qué hablamos, Virgen Santa, de qué hablamos? No lo recuerdo con exactitud. Sólo recuerdo que el tema era Ovidio y que Bonifaz Nuño peroraba, peroraba, peroraba. Probablemente se estaba cargando a un traductor novato de las Metamorfosis. Y Monterroso se sonreía y asentía en silencio. Y los poetas jóvenes (o tal vez sólo eran estudiantes, pobrecitos) hacían tres cuartos de lo mismo. Y yo también. Yo alargaba mi cuello y los contemplaba con fijeza. Y de vez en cuando lanzaba una exclamación por encima del hombro de los estudiantes, que era como añadir un poco de silencio al silencio. Y entonces (en algún momento de ese instante que existió, que no pude haberlo soñado) el profesor López Azcárate abrió la boca. Abrió la boca como si le faltara el aire, como si aquel pasillo de la Facultad hubiera entrado de golpe en la dimensión desconocida y dijo algo sobre el Arte de amar, de Ovidio, algo que tomó por sorpresa a Bonifaz Nuño y que pareció interesar sobremanera a Monterroso y que los jóvenes poetas o estudiantes no comprendieron, ni yo, y después se puso colorado, como si el ahogo ya resultara francamente insoportable, y unas lágrimas, no muchas, cuatro o seis, le rodaron por las mejillas hasta quedar enganchadas de su bigote, un bigote negro que empezaba a encanecer por las puntas y por el centro concediéndole un aire que a mí siempre me había parecido extrañísimo, como de cebra o algo parecido, un bigote negro, en todo caso, que no debía estar allí, que pedía a gritos una navaja o unas tijeras y que hacía que si una miraba a López Azcárate demasiado tiempo a la cara comprendiera sin la más mínima duda que se trataba de una anomalía y que con esa anomalía en la cara (con esa anomalía voluntaria en la cara) las cosas necesariamente iban a acabar mal.
Una semana después López Azcárate se colgó de un árbol y la noticia corrió por la Facultad como un animal aterrorizado y veloz. Una noticia que cuando llegó a mis oídos me dejó empequeñecida y tintando y al mismo tiempo maravillada, porque la noticia, sin duda, era mala, pésima, pero al mismo tiempo era fantástica, era como si la realidad te dijera al oído: aún soy capaz de grandes cosas, aún soy capaz de sorprenderte a ti, sonsa, y a todos, aún soy capaz de mover el cielo y la tierra por amor.
Por las noches, sin embargo, me expandía, volvía a crecer, me convertía en un murciélago, dejaba atrás la Facultad y vagaba por el DF como un duende (me gustaría decir como un hada, pero faltaría a la verdad), y bebía y discutía y participaba en tertulias (yo las conocí todas) y aconsejaba a los poetas jóvenes que ya desde entonces acudían a mí, aunque no tanto como después, y yo para todos tenía una palabra, ¡qué digo una palabra!, para todos tenía cien palabras o mil, todos me parecían nietos de López Velarde, bisnietos de Salvador Díaz Mirón, los jóvenes machitos atribulados, los jóvenes machitos mustios de las noches del DF, los jóvenes machitos que llegaban con sus folios doblados y sus libros sobados y sus cuadernos sucios y se sentaban en las cafeterías que nunca cierran o en los bares más deprimentes del mundo en donde yo era la única mujer, yo y a veces el fantasma de Lilian Serpas (pero de Lilian hablaré más adelante), y me los daban a leer, sus poemas, sus versos, sus ahogadas traducciones, y yo tomaba esos folios y los leía en silencio, de espaldas a la mesa en donde todos brindaban y trataban angustiosamente de ser ingeniosos o irónicos o cínicos, pobres ángeles míos, y me sumergía en esas palabras (me gustaría decir flujo verbal, pero faltaría a la verdad, allí no había flujo verbal sino balbuceos) hasta la médula, me quedaba por un instante sola con esas palabras entorpecidas por el brillo y la tristeza de la juventud, me quedaba por un instante sola con esos trozos de espejo trizados, y me miraba o mejor dicho me buscaba en el azogue de esa baratura, ¡y me encontraba!, allí estaba yo, Auxilio Lacouture, o fragmentos de Auxilio Lacouture, los ojos azules, el pelo rubio y canoso con un corte a lo Príncipe Valiente, la cara alargada y flaca, las arrugas en la frente, y mi mismidad me estremecía, me sumergía en un mar de dudas, me hacía sospechar del porvenir, de los días que se avecinaban con una velocidad de crucero, aunque por otra parte me confirmaba que vivía con mi tiempo, con el tiempo que yo había escogido y con el tiempo que me circundaba, tembloroso, cambiante, pletórico, feliz.
Y así llegué al año 1968. O el año 1968 llegó a mí. Yo ahora podría decir que lo presentí. Yo ahora podría decir que tuve una corazonada feroz y que no me pilló desprevenida. Lo auguré, lo intuí, lo sospeché, lo remusgué desde el primer minuto de enero; lo presagié y lo barrunté desde que se rompió la primera piñata (y la última) del inocente enero enfiestado. Y por si eso no fuera poco podría decir que sentí su olor en los bares y en los parques en febrero o en marzo del 68, sentí su quietud preternatural en las librerías y en los puestos de comida ambulante, mientras me comía un taco de carnita, de pie, en la calle San Ildefonso, contemplando la iglesia de Santa Catarina de Siena y el crepúsculo mexicano que se arremolinaba como un desvarío, antes de que el año 68 se convirtiera realmente en el año 68.
Ay, me da risa recordarlo. ¡Me dan ganas de llorar! ¿Estoy llorando? Yo lo vi todo y al mismo tiempo yo no vi nada. ¿Se entiende lo que quiero decir? Yo soy la madre de todos los poetas y no permití (o el destino no permitió) que la pesadilla me desmontara. Las lágrimas ahora corren por mis mejillas estragadas. Yo estaba en la Facultad aquel 18 de septiembre cuando el ejército violó la autonomía y entró en el campus a detener o a matar a todo el mundo. No. En la Universidad no hubo muchos muertos. Fue en Tlatelolco. ¡Ese nombre que quede en nuestra memoria para siempre! Pero yo estaba en la Facultad cuando el ejército y los granaderos entraron y arrearon con toda la gente. Cosa más increíble. Yo estaba en el baño, en los lavabos de una de las plantas de la Facultad, la cuarta, creo, no puedo precisarlo. Y estaba sentada en el water, con las polleras arremangadas, como dice el poema o la canción, leyendo esas poesías tan delicadas de Pedro Garfias, que ya llevaba un año muerto, don Pedro tan melancólico, tan triste de España y del mundo en general, qué se iba a imaginar que yo lo iba a estar leyendo en el baño justo en el momento en que los granaderos conchudos entraban en la Universidad. Yo creo, y permítaseme este inciso, que la vida está cargada de cosas enigmáticas, pequeños acontecimientos que sólo están esperando el contacto epidérmico, nuestra mirada, para desencadenarse en una serie de hechos causales que luego, vistos a través del prisma del tiempo, no pueden sino producirnos asombro o espanto. De hecho, gracias a Pedro Garfias, a los poemas de Pedro Garfias y a mi inveterado vicio de leer en el baño, yo fui la última en enterarse de que los granaderos habían entrado, de que el ejército había violado la autonomía universitaria, y de que mientras mis pupilas recorrían los versos de aquel español muerto en el exilio los soldados y los granaderos estaban deteniendo y cacheando y pegándole a todo el que encontraban delante sin que importara sexo o edad, condición civil o status adquirido (o regalado) en el intrincado mundo de las jerarquías universitarias.