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Cuando Arturo regresó a México, en enero de 1974, ya era otro. Allende había caído y el había cumplido con su deber, eso me lo contó su hermana, Arturito había cumplido y su conciencia, su terrible conciencia de machito latinoamericano, en teoría no tenía nada de que reprocharse.

Cuando Arturo regresó a México para todos sus antiguos amigos era ya un desconocido, menos para mí. Porque yo nunca dejé de aparecer por su casa para enterarme de noticias suyas. Yo siempre estuve allí. Discretamente. Ya no me quedaba a alojar en su casa, sólo pasaba, me estaba un ratito de plática con su madre o con su hermana (con su padre no porque no me quería) y luego me iba y no volvía hasta al cabo de un mes. Así supe de sus aventuras en Guatemala, en El Salvador (en donde se quedó bastante tiempo en casa de su amigo Manuel Sorto, que también había sido amigo mío), en Nicaragua, en Costa Rica, en Panamá. En Panamá se había peleado con un negro panameño por un quítame allá esta verja. Ay, ¡cómo nos reímos con su hermana tras esta carta! El negro, según Arturo, medía 1, 90 y debía de pesar cien kilos y él medía 1, 76 y no pasaba de los sesenta y cinco kilos. Después tomó un barco en Cristóbal y el barco lo llevó por el océano Pacífico hasta Colombia, Ecuador, Perú y finalmente Chile.

Me encontré a su hermana y a su madre en la primera manifestación que se hizo en México tras el golpe. Por entonces no sabían nada de Arturo y todas nos temíamos lo peor. Recuerdo esa manifestación, puede que fuera la primera que se hizo en Latinoamérica por la caída de Allende. Allí vi algunas caras conocidas del 68 y vi a algunos irreductibles de la Facultad y sobre todo vi a jóvenes mexicanos generosos. Pero también vi algo más: vi un espejo y yo metí la cabeza dentro del espejo y vi un valle enorme y deshabitado y la visión del valle me llenó los ojos de lágrimas, entre otras razones porque por aquellos días no paraba de llorar por las cuestiones más nimias. El valle que vi, sin embargo, no era una cuestión nimia. No sé si era el valle de la felicidad o el valle de la desdicha. Pero lo vi y entonces me vi a mí misma encerrada en el lavabo de mujeres y recordé que allí había soñado con el mismo valle y que al despertar de ese sueño o pesadilla me había puesto a llorar o tal vez fueron las lágrimas las que me despertaron. Y en ese septiembre de 1973 aparecía el sueño de septiembre de 1968 y eso seguro que quería decir algo, estas cosas no pasan por casualidad, nadie sale indemne de las concatenaciones o permutaciones o disposiciones del azar, tal vez Arturito ya esté muerto, pensé, tal vez este valle solitario sea la figuración del valle de la muerte, porque la muerte es el báculo de Latinoamérica y Latinoamérica no puede caminar sin su báculo. Pero entonces la madre de Arturo me tomó del brazo (yo estaba como traspuesta) y avanzamos todas juntas gritando el pueblo unido, jamás será vencido, ay, de recordarlo se me caen las lágrimas otra vez.

Dos semanas después hablé con su hermana por teléfono y me dijo que Arturo estaba vivo. Respiré. Qué alivio. Pero debía seguir. Yo era la madre caminante. La transeúnte. La vida me embarcó en otras historias.

Una noche, mientras observaba acodada en un mar de tequila cómo un grupo de amigos intentaba romper una piñata en un jardín de una casa de la colonia Anzures, se me ocurrió que aquellas fechas eran las más idóneas para volverlos a llamar. Me contestó su hermana con una voz adormilada. Feliz navidad, le dije. Feliz navidad, me dijo ella. Luego me preguntó dónde estaba. Con gente amiga, dije. ¿Y Arturo? Volverá a México el mes que viene, me dijo. ¿Qué día?, dije yo. No lo sabemos, dijo ella. Me gustaría ir al aeropuerto, dije yo. Luego nos quedamos las dos calladas escuchando el ruido de fiesta que venía del patio de la casa en donde yo estaba. ¿Te encuentras bien?, dijo su hermana. Me encuentro rara, dije yo. Bueno, eso en ti es normal, dijo ella. Tan normal no, dije yo, la mayoría de las veces me encuentro de lo más bien. La hermana de Arturo se quedó un rato en silencio y luego dijo que en realidad la que se sentía rara era ella. ¿Y eso por qué?, dije yo. La pregunta era pura retórica. La verdad es que ambas teníamos motivos más que suficientes para sentirnos raras. No recuerdo su respuesta. Nos volvimos a desear una feliz navidad y luego colgamos.

Pocos días después, en enero de 1974, llegó Arturito de Chile y ya era otro.

Quiero decir: era el mismo de siempre pero en el fondo algo había cambiado o había crecido o había cambiado y crecido al mismo tiempo. Quiero decir: la gente, sus amigos, lo empezaron a mirar como si fuera otro aunque él fuera el mismo de siempre. Quiero decir: todos esperaban de alguna manera que él abriera la boca y contara las últimas noticias del Horror, pero él se mantenía en silencio como si lo que esperaban los demás se hubiera transmutado en un lenguaje incomprensible o le importara un carajo.

Y entonces sus mejores amigos dejaron de ser los poetas jóvenes de México, todos mayores que él, y comenzó a salir con los poetas jovencísimos de México, todos menores que él, chavitos de dieciséis años, de diecisiete, chavitas de dieciocho, que parecían salidos del gran orfanato del metro del DF y no de la Facultad de Filosofía y Letras, seres de carne y hueso a los que yo veía a veces asomados a las ventanas de las cafeterías y bares de Bucareli y cuya sola visión me provocaba escalofríos, como si no fueran de carne y hueso, una generación salida directamente de la herida abierta de Tlatelolco, como hormigas o como cigarras o como pus, pero que no había estado en Tlatelolco ni en las luchas del 68, niños que cuando yo estaba encerrada en la Universidad en septiembre del 68 ni siquiera habían empezado a estudiar la prepa. Y ésos eran los nuevos amigos de Arturito. Y yo no fui inmune a su belleza. Yo no soy inmune a ningún tipo de belleza. Pero me di cuenta (al mismo tiempo que temblaba al verlos) de que su lenguaje era otro, distinto al mío, distinto al de los jóvenes poetas, lo que ellos decían, pobres pajaritos huérfanos, no lo podía entender José Agustín, el novelista de la onda, ni los jóvenes poetas que querían darle en la madre a José Emilio Pacheco, ni José Emilio, que soñaba con el encuentro imposible entre Darío y Huidobro, nadie podía entenderlos, sus voces que no oíamos decían: no somos de esta parte del DF, venimos del metro, de los subterráneos del DF, de la red de alcantarillas, vivimos en lo más oscuro y en lo más sucio, allí donde el más bragado de los jóvenes poetas no podría hacer otra cosa más que vomitar.

Bien pensado, fue normal que Arturo se uniera a ellos y se alejara paulatinamente de sus viejos amigos. Ellos eran los niños de la alcantarilla y Arturo siempre había sido un niño de la alcantarilla.

Uno de sus viejos amigos, sin embargo, no se alejó de él. Ernesto San Epifanio. Yo conocí primero a Arturo, luego conocí a Ernesto San Epifanio una noche radiante del año 1971. Por entonces Arturo era el más joven del grupo. Luego llegó Ernesto, que era un año o unos meses más joven que él, y Arturito perdió ese sitial equívoco y brillante. Pero entre ellos no hubo envidias de ninguna clase y cuando Arturo volvió de Chile, en enero de 1974, Ernesto San Epifanio siguió siendo su amigo.

Lo que pasó entre ellos es bien curioso. Y yo soy la única que puede contarlo. Ernesto San Epifanio por aquellos días andaba como si estuviera enfermo. Casi no comía y se estaba quedando en los huesos.

Por las noches, esas noches del DF cubiertas por sucesivas sábanas de lino, sólo bebía y apenas hablaba con nadie y cuando salíamos a la calle miraba para todos los lados como si tuviera miedo de algo. Pero cuando los amigos le preguntaban qué ocurría él no decía nada o contestaba con alguna cita de Oscar Wilde, uno de sus escritores favoritos, pero incluso en ese punto, en el de la ingeniosidad, su fuerza había languidecido y en sus labios una frase de Wilde más que hacer pensar concitaba un sentimiento de perplejidad y conmiseración. Una noche le di noticias de Arturo (yo había hablado con su madre y con su hermana) y él me escuchó como si vivir en el Chile de Pinochet no fuera, en el fondo, una mala idea.

Los primeros días, tras su regreso, Arturo se mantuvo encerrado en su casa, casi sin pisar la calle, y para todos, menos para mí, fue como si no hubiera vuelto de Chile. Pero yo fui a su casa y hablé con él y supe que había estado preso, ocho días, y que aunque no fue torturado se comportó como un valiente. Y se lo dije a sus amigos. Les dije: Arturito ha vuelto y orné su retorno con colores tomados de la paleta de la poesía épica. Y cuando Arturito, una noche, apareció finalmente por la cafetería Quito, en Bucareli, sus antiguos amigos, los poetas jóvenes, lo miraron con una mirada que ya no era la misma. ¿Por qué no era la misma? Pues porque para ellos Arturito ahora estaba instalado en la categoría de aquellos que han visto a la muerte de cerca, en la subcategoría de los tipos duros, y eso, en la jerarquía de los machitos desesperados de Latinoamérica, era un diploma, un jardín de medallas indesdeñable.

En el fondo, también se ha de decir, nadie se lo tomaba al pie de la letra. Es decir: la leyenda había partido de mis labios, mis labios ocultos por el dorso de mi mano, y aunque en esencia todo lo que yo había dicho de él cuando él permanecía encerrado en su casa era verdad, por venir de quien venía, de mí, no merecía una credibilidad excesiva. Así son las cosas en este continente. Yo era la madre y me creían, pero tampoco me creían demasiado. Ernesto San Epifanio, sin embargo, tomó mis palabras al pie de la letra. En los días previos a la reaparición pública de Arturo me hizo repetir sus aventuras en el otro extremo del mundo y a cada repetición su entusiasmo crecía. Es decir yo hablaba e inventaba aventuras y la languidez de Ernesto San Epifanio iba desapareciendo, iba desapareciendo su melancolía, o al menos languidez y melancolía se estremecían, se desempolvaban, respiraban. Así que cuando Arturo reapareció y todos quisieron estar con él, Ernesto San Epifanio también estuvo allí y participó con los demás, aunque manteniéndose en un discreto segundo plano, de la bienvenida que sus antiguos amigos le dieron y que consistió, si mal no recuerdo, en invitarlo a una cerveza y a unos chilaquiles en la cafetería Quito, ágape a todas luces modesto, pero que se correspondía con la economía general. Y cuando todos se fueron, Ernesto San Epifanio siguió allí, apoyado en la barra del Encrucijada Veracruzana, pues para entonces ya no estábamos en el Quito sino que nos habíamos trasladado al mentado bar, mientras Arturo, solo con sus fantasmas y sentado en una mesa, miraba su último tequila como si en el fondo del vaso se estuviera produciendo un naufragio de proporciones homéricas, algo impropio se viera como se viera en un muchacho que no había cumplido todavía los veintiún años.

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