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Después nos fuimos al centro, los tres juntos, y Julián Gómez y Arturito Belano seguían hablando de poesía, y en el Encrucijada Veracruzana se nos unieron dos o tres poetas más, o tal vez sólo periodistas o futuros maestros de prepa, y todos seguían hablando de poesía, de nueva poesía, pero yo no hablaba, yo escuchaba los latidos de mi corazón, impresionada por la sombra que había pasado a mi lado y de la que no había dicho ni una sola palabra, y no me di cuenta cuando el diálogo se trocó en discusión y la discusión en gritos e insultos. Después nos echaron del bar. Después nos pusimos a caminar por las calles vacías del DF de las cinco de la mañana y uno a uno nos fuimos desperdigando, cada uno a su casa, también yo, que por aquellas fechas tenía un cuarto de azotea en la colonia Roma Norte, en la calle Tabasco, y como Arturito Belano vivía en la colonia Juárez, en la calle Versalles, pues nos fuimos caminando juntos, aunque según el manual de los cortapalos él debía torcer al oeste, en dirección a la Glorieta de Insurgentes o la Zona Rosa, pues vivía justo en la esquina de Versalles con Berlín, mientras que yo debía seguir hacia el sur. Pero Arturito Belano prefirió desviarse un poco de su camino y hacerme compañía.

Y a esas horas de la noche pues la verdad es que ninguno de los dos estábamos muy dicharacheros, y pese a que ocasionalmente hablábamos de la bronca en el Encrucijada Veracruzana, más que nada caminábamos y respirábamos, como si con la madrugada el aire del DF se hubiera purificado, hasta que de pronto, con su voz más despreocupada, Arturito dijo que se había preocupado por mí en aquel tugurio de La Villa (ergo fue en La Villa), y entonces yo le pregunté por qué y él dijo que porque había visto, él también, angelito mío, la sombra que iba tras mi sombra, y yo muy suelta de cuerpo lo miré, me llevé una mano a la boca y le dije: era la sombra de la muerte. Entonces él se rió, porque no creía en la sombra de la muerte, pero su risa, aunque descreída, en modo alguno fue ofensiva. Su risa era como si dijera qué pasó, Auxilio, qué mala onda con la sombra esa. Y yo volví a llevarme la mano a la boca y me detuve y le dije: si no hubiera sido por Julián y por ti yo ahora estaría muerta. Y Arturito me escuchó y se puso a caminar. Y yo me puse a caminar a su lado. Así, sin darnos cuenta, deteniéndonos y hablando o caminando en silencio, llegamos hasta el portal del edificio en donde yo vivía. Y eso fue todo.

Después, en 1973, él decidió volver a su patria a hacer la revolución y yo fui la única, aparte de su familia, que lo fue a despedir a la estación de autobuses, pues Arturito Belano se marchó por tierra, un viaje largo, larguísimo, plagado de peligros, el viaje iniciático de todos los pobres muchachos latinoamericanos, recorrer este continente absurdo que entendemos mal o que de plano no entendemos. Y cuando Arturito se asomó a la ventanilla del autobús para hacernos adiós con la mano, no sólo su madre lloró, yo también lloré, inexplicablemente, se me llenaron los ojos de lágrimas, corno si ese muchacho también fuera hijo mío y temiera que aquélla fuera la última vez que lo iba a ver.

Esa noche dormí en casa de su familia, más que nada para hacerle compañía a su mamá, y recuerdo que estuvimos hablando hasta tarde de cosas de mujeres aunque mis temas de conversación no son propiamente los típicos de las mujeres; hablamos de los hijos que crecen y salen a jugar al ancho mundo, hablamos de la vida de los hijos que se separan de sus padres y salen en busca de lo desconocido al ancho mundo. Después hablamos del ancho mundo en su mismidad. Un ancho mundo que para nosotras no era, en realidad, tan ancho. Y después la mamá de Arturo me tiró los naipes del tarot y me los leyó y dijo que mi vida iba a cambiar y yo dije qué bueno, oye, no sabes lo bien que me vendría un cambio en este momento. Y después yo preparé café, no sé qué hora sería pero era muy tarde y las dos debíamos de estar cansadas aunque no lo dejáramos traslucir, y cuando volví a la sala me encontré a la madre de Arturo tirando las cartas ella sola, sobre una mesita enana que había en la sala, y sin decir nada me quedé un momento observándola, allí estaba ella, sentada en el sofá y con un gesto de concentración en la cara (aunque detrás de la concentración era dable ver también un poco de perplejidad), mientras sus manos pequeñas movían las cartas como si estuvieran desgajadas del cuerpo. Se estaba tirando el tarot a sí misma, de eso me di cuenta enseguida, y lo que salía en las cartas era terrible, pero eso no era lo importante. Lo importante era algo un poco más difícil de discernir. Lo importante era que ella estaba sola y que me aguardaba, lo importante era que no temía.

Aquella noche me hubiera gustado ser más inteligente de lo que soy. Me hubiera gustado ser capaz de consolarla. En cambio lo único que pude hacer fue llevarle el café y decirle que no se preocupara, que todo iba a ir bien.

A la mañana siguiente me fui, aunque por aquellas fechas no tenía adonde ir, salvo a la Facultad y a los bares y a las cafeterías y a las cantinas de siempre, pero igual me fui, no me gusta abusar.

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