Si no me volví loca fue porque siempre conservé el humor.
Me reía de mis faldas, de mis pantalones cilíndricos, de mis medias rayadas, de mis calcetines blancos, de mi corte de pelo Príncipe Valiente, cada día menos rubio y más blanco, de mis ojos que escrutaban la noche del DF, de mis orejas rosadas que escuchaban las historias de la Universidad, los ascensos y los descensos, los ninguneos, postergaciones, lambisconeos, adulaciones, méritos falsos, temblorosas camas que se desmontaban y se volvían a montar bajo el cielo estremecido del DF, ese cielo que yo conocía tan bien, ese cielo revuelto e inalcanzable como una marmita azteca bajo el cual yo me movía feliz de la vida, con todos los poetas de México y con Arturito Belano que tenía diecisiete años, dieciocho años, y que iba creciendo mientras yo lo miraba. ¡Todos iban creciendo amparados por mi mirada! Es decir: todos iban creciendo en la intemperie mexicana, en la intemperie latinoamericana, que es la intemperie más grande porque es la más escindida y la más desesperada. Y mi mirada rielaba como la luna por aquella intemperie y se detenía en las estatuas, en las figuras sobrecogidas, en los corrillos de sombras, en las siluetas que nada tenían excepto la utopía de la palabra, una palabra, por otra parte, bastante miserable. ¿Miserable? Sí, admitámoslo, bastante miserable.
Y yo estaba allí con ellos porque yo tampoco tenía nada, excepto mi memoria.
Yo tenía recuerdos. Yo vivía encerrada en el lavabo de mujeres de la Facultad, vivía empotrada en el mes de septiembre del año 1968 y podía, por tanto, verlos sin pasión, aunque a veces, afortunadamente, jugaba con la pasión y con el amor. Porque no todos mis amantes fueron platónicos. Yo me acosté con los poetas. No con muchos, pero con algunos me acosté. Yo era, pese a las apariencias, una mujer y no una santa. Y ciertamente me acosté con más de uno.
La mayoría fueron amores de una sola noche, jóvenes borrachos a quienes arrastré hacia una cama o hacia el sillón de una habitación apartada mientras en la habitación vecina resonaba una música bárbara que ahora prefiero no evocar. Otros, los menos, fueron amores desgraciados que se prolongaron más allá de una noche y más allá de un fin de semana, y en los que mi papel fue más el de una psicoterapeuta que el de una amante. Por lo demás, no me quejo. Con la pérdida de mis dientes yo tenía reparos en dar o recibir besos, ¿y qué amor puede sostenerse mucho tiempo si a una no la besan en la boca? Pero aun así me acosté e hice el amor con ganas. La palabra es ganas. Hay que tener ganas para hacer el amor. Hay que tener también una oportunidad, pero sobre todo hay que tener ganas.
Al respecto hay una historia de aquellos años que tal vez no fuera ocioso contar. Yo conocí a una muchacha en la Facultad. Fue en la época en que me dio por el teatro. Era una muchacha encantadora. Había terminado Filosofía. Era muy culta y muy elegante. Yo estaba dormida en una butaca del teatro de la Facultad (un teatro prácticamente inexistente) y soñaba con mi infancia o con extraterrestres. Ella se sentó a mi lado. El teatro, por supuesto, estaba vacío: en el escenario un grupo lamentable ensayaba una obra de García Lorca. No sé en qué momento me desperté. Ella entonces me dijo: ¿tú eres Auxilio Lacouture, verdad?, y me lo dijo con tanta calidez que a mí en el acto me resultó simpática. Tenía la voz un poco ronca, el pelo negro, peinado hacia atrás, no muy largo. Después dijo algo divertido o fui yo la que dijo algo divertido y nos pusimos a reír, bajito, para que no nos oyera el director, un tipo que había sido amigo mío en el 68 pero que ahora se había convertido en un mal director de teatro y eso él lo sabía y lo hacía estar resentido con todo el mundo. Después nos fuimos juntas a las calles de México.
Se llamaba Elena y me invitó a un café. Dijo que tenía muchas cosas que decirme. Dijo que desde hacía mucho tiempo tenía ganas de conocerme. Al salir de la Facultad me di cuenta de que era coja. No muy coja, pero evidentemente era coja. Elena la filósofa. Tenía un Volkswagen y me llevó a una cafetería de Insurgentes Sur. Yo nunca había estado allí antes. Era un sitio encantador y muy caro, pero Elena tenía dinero y tenía muchas ganas de hablar conmigo, aunque al final yo fui la única que habló. Ella escuchaba y se reía y parecía feliz de la vida, pero no habló mucho. Cuando nos separamos, pensé: ¿qué era lo que tenía que decirme?, ¿de qué quería hablar conmigo?
A partir de entonces nos solíamos encontrar cada cierto tiempo, en el teatro o en los pasillos de la Facultad, casi siempre al atardecer, cuando empieza a caer la noche sobre la Universidad y algunas personas no saben adonde ir ni qué hacer con sus vidas. Yo encontraba a Elena y Elena me invitaba a tomar algo o a comer en algún restaurante de Insurgentes Sur. Una vez me invitó a su casa, en Coyoacán, una casa preciosa, chiquitita pero preciosa, muy femenina y muy intelectual, llena de libros de filosofía y de teatro, porque Elena pensaba que la filosofía y el teatro estaban muy relacionados. Una vez me habló de eso, aunque yo apenas le entendí una palabra. Para mí el teatro estaba relacionado con la poesía, para ella con la filosofía, cada loco con su tema. Hasta que de repente la dejé de ver. No sé cuánto tiempo pasó. Meses, tal vez. Por supuesto, yo pregunté a algunas secretarias de la Facultad qué había sido de Elena, si estaba enferma o de viaje, si sabían algo de ella, y nadie supo darme una respuesta convincente. Una tarde decidí ir a su casa pero me perdí. ¡Era la primera vez que me pasaba una cosa semejante! ¡Desde septiembre de 1968 yo no me había perdido ni una sola vez en el laberinto del DF! Antes sí, antes solía perderme, no muy a menudo, pero solía perderme. Después ya no. Y ahora estaba allí, buscando su casa y no la encontraba y entonces me dije aquí pasa algo raro, Auxilio, nena, abre los ojos y fíjate en los detalles, no sea que se te pase por alto lo más importante de esta historia. Y eso fue lo que hice. Abrí los ojos y vagué por Coyoacán hasta las once y media de la noche, cada vez más perdida, cada vez más ciega, como si la pobre Elena se hubiera muerto o nunca hubiera existido.
Así pasó un tiempo. Yo dejé mi puesto de achichincle teatral. Yo volví con los poetas y mi vida tomó un rumbo que para qué explicarlo. Lo único cierto es que yo dejé de ayudar a ese director veterano del 68, no porque la puesta en escena me pareciera mala, que lo era, sino por hastío, porque necesitaba respirar y vagabundear, porque mi espíritu me pedía otro tipo de desazón.
Y un día, cuando menos lo esperaba, volví a encontrar a Elena. Fue en la cafetería de la Facultad. Yo estaba allí, improvisando una encuesta sobre la belleza de los estudiantes, y de golpe la vi, en una mesa apartada, en un rincón, y aunque al principio me pareció la misma de siempre, conforme me fui acercando, un acercamiento que no sé por qué dilaté deteniéndome en cada mesa y manteniendo conversaciones cortas y más bien bochornosas, noté que algo en ella había cambiado aunque en ese momento no pude precisar qué era lo que había cambiado. Cuando me vio, eso lo puedo asegurar, me saludó con el mismo cariño y la simpatía de siempre. Estaba… no sé cómo decirlo. Tal vez más delgada, pero en realidad no estaba más delgada. Tal vez más demacrada, aunque en realidad no estaba más demacrada. Tal vez más callada, pero me bastaron tres minutos para darme cuenta de que tampoco estaba más callada. Puede que tuviera los párpados hinchados. Puede que tuviera la cara entera un poco más hinchada, como si estuviera tomando cortisona. Pero no. Mis ojos no me podían engañar: era la misma de siempre.
Esa noche no me separé de ella. Estuvimos un rato en la cafetería que poco a poco se fue vaciando de estudiantes y profesores y al final sólo quedamos las dos y la mujer de la limpieza y un hombre de mediana edad, un tipo muy simpático y muy triste que atendía la barra. Después nos levantamos (ella dijo que la cafetería a esa hora le parecía siniestra; yo me callé mi opinión, pero ahora no veo por qué no he de decirla: la cafetería a esa hora me parecía magnífica, usada y majestuosa, pobre y libérrima, penetrada por los últimos centelleos del sol del valle, una cafetería que me pedía con un susurro que me quedara allí hasta el final y leyera un poema de Rimbaud, una cafetería por la que valía la pena llorar) y nos metimos en su auto y ella dijo, cuando ya llevábamos un buen trecho recorrido, que me iba a presentar a un tipo extraordinario, eso dijo, extraordinario, Auxilio, dijo, quiero que lo conozcas y que luego me des tu opinión, aunque yo en el acto me di cuenta de que mi opinión no le interesaba en lo más mínimo. Y también dijo: después de que te lo presente, te vas, que necesito hablar con él a solas. Y yo dije claro, Elena, cómo no. Tú me lo presentas y luego yo me voy. A buen entendedor, pocas palabras. Además esta noche tengo que hacer. ¿Qué tienes que hacer?, dijo ella. Tengo que ver a los poetas de la calle Bucareli, dije yo. Y entonces nos reímos como tontas y casi estrellamos el coche, pero yo en mi fuero interno iba pensando y pensando y cada vez que pensaba veía que Elena no estaba bien, sin poder precisar qué era, objetivamente, lo que me hacía verla así.
Y en ésas llegamos a un local de la Zona Rosa, una especie de tasca cuyo nombre he olvidado pero que estaba en la calle Varsovia y que se especializaba en quesos y vinos, era la primera vez que yo iba a un sitio así, quiero decir a un sitio tan caro, y la verdad es que me entró de repente un apetito tremendo, porque yo soy flaca entre las flacas, pero cuando se trata de comer soy capaz de comportarme como la glotona irredenta del Cono Sur, como la Emily Dickinson de la bulimia, más todavía si te ponen sobre la mesa una variedad de quesos que es de no creerlo, y una variedad de vinos que te hacen temblar de los pies a la cabeza. No sé qué cara debí de poner, pero Elena se compadeció de mí y me dijo quédate a comer con nosotros, aunque por lo bajo me dio un codazo que significaba: quédate a comer con nosotros pero luego te vas con viento fresco. Y yo me quedé a comer con ellos y a beber con ellos y probé unos quince quesos diferentes y me bebí una botella de Rioja y conocí al hombre extraordinario, un italiano que estaba de paso por México y que en Italia era amigo, eso decía, de Giorgio Strehler, y al que le caí simpática o eso deduzco ahora, porque cuando dije que me tenía que ir por primera vez, él dijo quédate, Auxilio, qué prisa tienes, y cuando dije que me tenía que ir por segunda vez, él dijo no te vayas, mujer de conversación portentosa (lo dijo tal cual), la noche es joven, y cuando dije que me tenía que ir por tercera vez, él dijo basta ya de tantos remilgos, Auxilio, ¿acaso Elena y yo te hemos ofendido?, y entonces Elena me dio otro codazo, por debajo de la mesa, y su voz serenísima y bien timbrada dijo quédate, Auxilio, luego yo te doy un aventón a donde tengas que ir, y yo los miraba y asentía, extasiada de queso y vino, y ya no sabía qué hacer, si marcharme o no marcharme, si la promesa de Elena quería decir lo que quería decir o quería decir otra cosa. Y en ese dilema decidí que lo mejor que podía hacer era quedarme callada y escuchar. Y eso hice.