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Pero entonces Arturo empezó a hablar de otras cosas. Habló del muchacho enfermo que temblaba en la cama del fondo y dijo que él también se iba a venir con nosotros y habló de la muerte y habló del muchacho que temblaba (aunque ya no temblaba) y cuyo rostro se asomaba ahora recogiendo las puntas de la manta y mirándonos, y habló de la muerte, y se repitió una y otra vez y siempre regresaba a la muerte, como si le dijera al rey de los putos de la colonia Guerrero que sobre el tema de la muerte no tenía ninguna competencia, y en ese momento yo pensé: está haciendo literatura, está haciendo cuento, todo es falso, y entonces, como si Arturito Belano me hubiera leído el pensamiento, se volvió un poco, apenas un movimiento de hombros, y me dijo: dámela, y extendió la palma de su mano derecha.

Y yo puse sobre la palma de su mano derecha mi navaja abierta y él dijo gracias y volvió a darme la espalda. Y entonces el Rey le preguntó si estaba pedernal. No, dijo Arturo, o puede que sí, pero no mucho. Y entonces el Rey le preguntó si Ernesto era su cuaderno. Y Arturo dijo que sí, lo que demostraba claramente que de pedernal nada y de literatura mucho. Y entonces el Rey se quiso levantar, tal vez para darnos las buenas noches y acompañarnos hasta la puerta, pero Arturo dijo no te muevas pinche cabrón, que no se mueva nadie, las putas manos quietas y sobre la mesa, y sorprendentemente el Rey y el contralor le obedecieron. Yo creo que en ese momento Arturo se dio cuenta de que había ganado o que al menos había ganado la mitad de la pelea o el primer round y también se debió de dar cuenta de que si el conflicto se dilataba todavía podía perder. Es decir, que si la pelea era a dos rounds sus posibilidades eran enormes, pero que si la pelea era a diez rounds, o a doce, o a quince, sus posibilidades se perdían en la inmensidad del reino. Así que siguió adelante y le dijo a Ernesto que fuera a ver al muchacho del fondo de la habitación. Y Ernesto lo miró como diciéndole no vayas demasiado lejos, amigo mío, pero dado que las cosas no estaban como para discutir, pues lo obedeció. Y desde el fondo de la habitación Ernesto dijo que el chavo aquel estaba más para allá que para acá. Yo lo vi a Ernesto. Yo lo vi avanzar trazando un semicírculo por la cámara real hasta llegar al lecho y ya allí destapar al joven esclavo y tocarlo o tal vez darle un pellizco en un brazo y susurrarle palabras en el oído y acercar su oreja a los labios del muchacho y luego tragar saliva (yo lo vi tragar saliva reclinado sobre aquella cama que poseía las características de un pantano y de un desierto al mismo tiempo) y luego decir que estaba más para allá que para acá. Como se nos muera este chavo vuelvo y te mato, dijo Arturo. Entonces yo abrí la boca por primera vez aquella noche: ¿nos lo vamos a llevar?, pregunté. Se viene con nosotros, dijo Arturo. Y Ernesto, que seguía en el fondo de la habitación, se sentó en la cama, como si de pronto se sintiera terriblemente desanimado y dijo: ven a verlo tú mismo, Arturo. Y yo vi que Arturo movía la cabeza negativamente varias veces. No quería verlo. Y entonces miré a Ernesto y me pareció por un momento que el fondo de la habitación, con la cama como vela arrasada, se despegaba del resto de la habitación, se alejaba del edificio del hotel Trébol navegando por un lago que a su vez navegaba por un cielo clarísimo, uno de los cielos del valle de México pintado por el Dr. Atl. La visión fue tan clara que sólo faltó que Arturo y yo nos pusiéramos de pie y les dijéramos adiós con las manos. Y nunca como entonces me pareció Ernesto tan valiente. Y a su manera, también el muchacho enfermo.

Me moví. Yo me moví. Primero mentalmente. Luego físicamente. El muchacho enfermo me miró a los ojos y se puso a llorar. En efecto, estaba muy mal, pero preferí no decírselo a Arturo. ¿Dónde están sus pantalones?, dijo Arturo. Por ahí, dijo el Rey. Busqué debajo de la cama. No había nada. Busqué a los lados. Miré a Arturo como diciéndole no los encuentro, ¿qué hacemos? Entonces a Ernesto se le ocurrió buscar entre las mantas y sacó unos pantalones medio mojados y unos tenis de marca. Déjame a mí, le dije. Senté al muchacho en el borde y le puse los bluejeans y lo calcé. Luego lo levanté para ver si podía caminar. Podía. Vamonos, dije. Arturo no se movió. Despierta, Arturo, pensé. Voy a contarle una última historia a su majestad, dijo. Ustedes vayan saliendo y espérenme en la puerta.

Entre Ernesto y yo bajamos al muchacho. Tomamos un taxi y esperamos en la entrada del hotel Trébol. Al poco rato apareció Arturo. En mis recuerdos aquella noche en la que no pasó nada y pudo pasar de todo se desdibuja como devorada por un animal gigantesco. A veces veo a lo lejos, por el norte, una gran tormenta eléctrica que avanzaba hacia el centro del DF, pero mi memoria me dice que no hubo ninguna tormenta eléctrica, el alto cielo mexicano bajó un poco, eso sí, por momentos costaba respirar, el aire era seco y hacía daño en la garganta, recuerdo la risa de Ernesto San Epifanio y la risa de Arturito Belano en el interior del taxi, una risa que los devolvía a la realidad o a lo que ellos preferían llamar realidad, y recuerdo el aire de la acera del hotel y del interior del taxi como compuesto de cactus, de toda la inabarcable variedad de cactus de este país, y recuerdo que yo dije cuesta respirar, y: devuélveme mi navaja, y: cuesta hablar, y: adonde vamos, y recuerdo que a cada una de mis palabras Ernesto y Arturo se echaban a reír y que yo también acabé por reírme, tanto o más que ellos, todos nos reíamos, menos el taxista, que en algún momento nos miró como si durante toda la noche no hubiera hecho otra cosa que acarrear gente como nosotros (lo que por otra parte, y tratándose del DF, resultaba perfectamente normal) y el muchacho enfermo, que se quedó dormido con la cabeza apoyada en mi hombro.

Y así fue como entramos y luego salimos del reino del rey de los putos, que estaba enclavado en el desierto de la colonia Guerrero, Ernesto San Epifanio, de veinte o diecinueve años, poeta homosexual nacido en México (y que fue, junto con Ulises Lima, a quien aún no conocíamos, el mejor poeta de su generación), Arturo Belano, de veinte años, poeta heterosexual nacido en Chile, Juan de Dios Montes (también llamado Juan de Dos Montes y Juan Dedos), de dieciocho años, aprendiz de panadero en una panificadora de la colonia Buenavista, parece que bisexual, y yo, Auxilio Lacouture, de edad definitivamente indefinida, lectora y madre nacida en Uruguay o República de los Orientales, y testigo de las reticulaciones de la sequedad.

Y como de Juan de Dos Montes ya no volveré a hablar, al menos puedo decirles que su pesadilla acabó bien.

Durante unos días vivió en la casa de los padres de Arturito y luego estuvo rolando en diferentes cuartos de azotea. Finalmente algunos amigos le buscamos una chamba en una panificadora de la colonia Roma y desapareció, al menos aparentemente, de nuestras vidas. Le gustaba drogarse inhalando cola. Era melancólico y tristón. Era estoico. Una vez me lo encontré de casualidad en el Parque Hundido. Le dije cómo estás Juan de Dios. Requetebién, me contestó. Meses más tarde, en la fiesta que dio Ernesto San Epifanio tras obtener la beca Salvador Novo (y a la que no fue Arturo, porque los poetas se pelean), le dije que aquella noche ya casi olvidada no era a él, como todos pensábamos, a quien iban a matar, sino a Juan de Dios. Sí, me dijo Ernesto, yo también he llegado a esa conclusión. Era Juan de Dios el que iba a morir.

Nuestro secreto designio fue evitar que lo mataran.

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