Литмир - Электронная Библиотека
A
A

Luego volví a la sala y ahí seguía Coffeen, de pie, mirando un punto en el vacío, y aunque cuando me oyó salir del pasillo (como quien sale de una nave espacial) giró la cabeza y me miró, yo supe en el acto que no me miraba a mí, su visitante inesperada, sino a la vida exterior, la vida a la que le había dado la espalda y que, por otra parte, se lo estaba comiendo vivo aunque él fingiera un soberano desinterés. Y entonces yo quemé, más por voluntarismo que por deseo, mis últimas naves y me senté, sin que nadie me invitara, en el sofá desportillado y repetí las palabras de Lilian, que esa noche no iba a llegar, que no se preocupara, que a primera hora del día siguiente volvería a casa, y añadí algunas otras de cosecha propia que no venían al caso, observaciones banales sobre el hogar de la poeta y del pintor, un sitio encantador, cerca del centro pero en una calle tranquila y silenciosa, y de paso no me pareció mal hacerle partícipe del interés que su obra despertaba en algunas personas, dije que sus dibujos, los que conocía gracias a su madre, me parecían interesantes, que es un adjetivo que no parece adjetivo y que sirve tanto para describir una película que no queremos admitir que nos ha aburrido como para señalar el embarazo de una mujer. Pero interesante también es o puede ser sinónimo de misterio. Y yo hablaba del misterio. En el fondo era de eso de lo que yo hablaba. Creo que Coffeen lo entendió, pues tras volver a mirarme con sus ojos de desterrado cogió una silla (por un momento pensé que me la iba a arrojar a la cabeza) y se sentó al revés, a horcajadas, las manos agarradas a los barrotes del respaldo, como un prisionero minimalista.

Recuerdo que a partir de ese momento, como si hubiera escuchado a lo lejos el disparo que ponía fin a la veda, hablé de todo lo que se me ocurrió. Hasta que se me acabaron las palabras. A ratos Coffeen parecía a punto de quedarse dormido y a ratos sus nudillos se tensaban como si fueran a reventar o como si el respaldo de la silla que lo separaba de mí fuera a salir despedido, pulverizado, desintegrado. Pero en un momento dado, como ya he dicho, se me acabaron las palabras.

Creo que no faltaba mucho para que empezara a amanecer.

Entonces Coffeen habló. Me preguntó si conocía la historia de Erígone. ¿Erígone? No, no la conozco, pero me suena, mentí, temerosa de estar metiendo la pata. Por un segundo pensé, desconsolada, que me iba a hablar de un antiguo amor. Todos tenemos un antiguo amor del que hablar cuando ya nada se puede decir y está amaneciendo. Pero resultó que Erígone no era un antiguo amor de Coffeen sino una figura de la mitología griega, la hija de Egisto y Clitemestra. Esa historia sí que me la sé. Sí que me la sabía. Agamenón se va a Troya y Clitemestra se hace amante de Egisto. Cuando Agamenón regresa de Troya Egisto y Clitemestra lo asesinan y luego se casan. Los hijos de Agamenón y Clitemestra, Electra y Orestes, deciden vengar a su padre y recuperar el reino. Esto los lleva a asesinar a Egisto y a su propia madre. El horror. Hasta allí llegaba yo. Coffeen Serpas llegaba más lejos. Habló de la hija de Clitemestra y Egisto, Erígone, hermanastra de Orestes, y dijo que era la mujer más hermosa de Grecia, no por nada su madre era hermana de la bella Helena. Habló de la venganza de Orestes. Una hecatombe espiritual, dijo. ¿Sabes lo que significa una hecatombe? Yo identificaba esa palabra con una guerra nuclear, así que preferí no decir nada. Pero Coffeen insistió. Un desastre, dije, una catástrofe. No, dijo Coffeen, una hecatombe era el sacrificio simultáneo de cien bueyes. Viene del griego hekatón, que significa cien, y de bus, que significa buey. Aunque en la antigüedad están registradas algunas hecatombes de quinientos bueyes. ¿Te lo puedes imaginar?, dijo. Sí, yo me puedo imaginar lo que sea, le contesté. Cien bueyes sacrificados, quinientos bueyes sacrificados, el humo de la sangre se debía de oler a distancia. Los participantes se mareaban en medio de tanta muerte. Sí, me lo imagino, dije. Pues la venganza de Orestes es algo similar, dijo Coffeen, el terror del parricida, dijo, la vergüenza y el pánico, lo irremediable del parricida, dijo. Y en medio de ese terror está Erígone, la hija adolescente de Clitemestra y Egisto, bellísima, inmaculada, que contempla a la intelectual Electra y al héroe epónimo Orestes.

¿La intelectual Electra, el héroe epónimo Orestes? Por un momento creí que Coffeen estaba tomándome el pelo.

Pero de eso nada. En realidad Coffeen hablaba como si yo no estuviera allí: a cada palabra que salía de su boca yo me alejaba cada vez más de la casa de la calle República de El Salvador. Aunque al mismo tiempo, por paradójico que resulte, me hacía más presente, como si la ausencia reafirmara mi presencia o como si los rasgos de la inmaculada Erígone estuvieran usurpando mis rasgos invisibles, o ajados por la realidad, de tal manera que por una parte yo podía estar desapareciendo, pero por otra parte, al tiempo que desaparecía, mi sombra se metamorfoseaba con los rasgos de Erígone y Erígone sí que estaba allí, en la maltrecha sala de la casa de Lilian, atraída por las palabras que Coffeen iba desgranando con gesto gárrulo o fodolí (como habría dicho Julio Torri, al que sin duda estas historias habrían gustado), ajeno a mi mirada de preocupación, pues si bien no quería dejar aquella noche a Coffeen, también me daba cuenta de que el derrotero por el que se estaba internando tal vez sólo fuera el preámbulo de una crisis nerviosa agudizada por la ausencia de su mamá, ay, o por mi presencia inesperada que no suplía aquella ausencia.

Pero Coffeen siguió con la historia.

Y así supe que tras el asesinato de Egisto, Orestes se proclamó rey y los seguidores de Egisto tuvieron que exiliarse. Erígone, sin embargo, permaneció en el reino. Erígone, la inmóvil, dijo Coffeen. Inmóvil ante la mirada vacía de Orestes. Sólo su extrema belleza consigue aplacar por un instante el furor homicida de su hermanastro. Una noche, perdido, Orestes se mete en su cama y la viola.

Con las primeras luces del día siguiente Orestes despierta y se acerca a la ventana: el paisaje lunar de Argos le confirma lo que ya presentía. Se ha enamorado de Erígone. Pero quien ha matado a su madre no puede amar a nadie, dijo Coffeen mirándome a los ojos con una sonrisa calcinada, y Orestes sabe que Erígone es veneno para él, además de llevar en sus venas la sangre de Egisto, indicios suficientes para conducirla a la inmolación. Durante días, los seguidores de Orestes se dedican a perseguir y a eliminar a los seguidores de Egisto. Por las noches, como un drogadicto o como un teporocho (los símiles son de Coffeen), Orestes acude a la recámara de Erígone y se aman. Finalmente Erígone queda embarazada. Avisada Electra, se presenta ante su hermano y le hace ver los inconvenientes de tal situación. Erígone, dice Electra, dará a luz a un nieto de Egisto. En Argos ya no queda varón ninguno que lleve la sangre del usurpador, ¿ha de permitir Orestes que surja, por su debilidad, un nuevo brote del árbol que él mismo se encargó de talar? Pero también es mi hijo, dice Orestes. Es el nieto de Egisto, insiste Electra. Así que Orestes acepta los consejos de su hermana y decide matar a Erígone.

Sin embargo aún desea acostarse con ella una última vez y aquella noche va a visitarla. Erígone no sospecha nada y se entrega a Orestes sin miedo. Aunque es joven, no le ha costado mucho aprender cómo debe tratar la locura del nuevo rey. Lo llama hermano, mi hermano, le suplica, por momentos finge verlo y por momentos finge sólo ver una silueta oscura y solitaria refugiada en un rincón de su recámara. (¿Así era como Coffeen interpretaba un deliquio amoroso?) Un Orestes embrutecido, antes de que amanezca, le confiesa su plan. Le propone una alternativa. Erígone debe abandonar Argos esa misma noche. Orestes le proporcionará un guía que la sacará de la ciudad y la llevará lejos. Erígone, horrorizada, lo contempla en la oscuridad (ambos están sentados en cada extremo del lecho) y piensa que en las palabras de Orestes se esconde su sentencia de muerte: el mismo guía que su hermano dice estar dispuesto a proporcionarle será quien ejecute la sentencia.

El miedo la hace decir que prefiere permanecer en la ciudad, cerca de él.

Orestes se impacienta. Si te quedas aquí te mataré, dice. Los dioses me han trastornado. Habla de su crimen, una vez más, y habla de las Erinias y de la vida que pretende llevar cuando todo se aclare en su cabeza e incluso antes de que todo se aclare en su cabeza: vivir errantes, él y su amigo Pílades, recorriendo Grecia y convirtiéndose en leyenda. Ser beatniks, no estar atados a ningún lugar, hacer de nuestras vidas un arte. Pero Erígone no entiende las palabras de Orestes y teme que todo obedezca a un plan sugerido por la cerebral Electra, una forma de eutanasia, una salida hacia la noche que no manche de sangre las manos del joven rey.

21
{"b":"87579","o":1}