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Junto al abuelo Román, el Nini aprendió a conocer las liebres; aprendió que la liebre levanta larga o se amona entre los terrones; que en los días de lluvia rehuye las cepas y los pimpollos; que si sopla norte, se acuesta al sur del monte o del majuelo y, si sur, al norte; que en las soleadas mañanas de noviembre busca la amorosa abrigada de las laderas. Aprendió a distinguir la liebre de los bajos -parda como la tierra de la cuenca-, de la del monte -roja como la tierra del monte-. Aprendió que la liebre ve lo mismo de día que de noche e, incluso cuando duerme; aprendió a distinguir el sabor de la liebre cazada a escopeta, del de la cazada a golpes y del de la cazada a galgo, un si es no es incisivo y ácido a causa de la carrera. Aprendió, en fin, a descubrirlas en la cama con la misma rotundidad que si se tratara de un cuervo, y a definir, en el espeso silencio de la noche, su llamada áspera y gutural.

Pero también aprendió el niño, junto al abuelo Román, a intuir la vida en torno. En el pueblo, las gentes maldecían de la soledad y ante los nublados, la sequía o la helada negra, blasfemaban y decían: «No se puede vivir en este desierto». El Nini, el chiquillo., sabía ahora que el pueblo no era un desierto y que en cada obrada de sembrado o de baldío alentaban un centenar de seres vivos. Le bastaba agacharse y observar para descubrirlos. Unas huellas, unos cortes, unos excrementos, una pluma en el suelo le sugerían, sin más, la presencia de los sisones, las comadrejas, el erizo o el alcaraván.

Pero una vez -para Santa Escolástica haría dos años-, el abuelo Román se rapó las barbas y enfermó. A la abuela Iluminada, que le velaba cada noche en la cueva, la encontraron tiesa un amanecer, sentada en el tajuelo, sin descomponer el gesto ni la figura, tal como dormida. La abuela Iluminada hacía cada año la matanza para los pudientes de los alrededores y ella se vanagloriaba de que ningún cerdo gruñía más de tres veces después de asestarle el golpe de gracia y de que nunca, en su larga vida, hizo mierda al sajar la membrana del animal.

Al llegar a la cueva el carro de la Simeona con el ataúd, el abuelo Román había muerto también y hubo necesidad de bajar por otro. El borrico de la Simeona arrastraba alegremente los dos féretros cárcava abajo, pero al llegar al puentecillo la rueda izquierda se hundió en una de las juntas y cayó al río. El ataúd de la abuela Iluminada se abrió entonces y ella apareció mirándoles tranquilamente, la boca abierta, como sorprendida, y las manos en el regazo. Pero allí, dentro del cajón, flotando en las sucias aguas, parecía una mujer en conserva. A la señora Clo, la del Estanco, al comentar la serena pasividad del cadáver, decía que a la Iluminada, hecha a vivir bajo tierra, la muerte no la espantaba.

Cuando el Nini y el tío Ratero regresaron del camposanto, el abuelo Abundio se había largado ya, nadie sabía dónde, con sus navajas y sus tijeras de podador.

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