– ¿Qué haces?
– Mira. Un ataúd.
El Nini volvió la cara sorprendido:
– ¿Hay un difunto? -dijo.
El Antoliano denegó sin cesar en su trabajo.
– No es de aquí -dijo-. De Torrecillórigo es. El
Ildefonso.
– ¿El Ildefonso?
– Ya estaba viejo. Cincuenta y siete años.
El Antoliano dejó la sierra sobre el banco y se limpió el sudor de la frente con el antebrazo. El cabello enmarañado blanqueaba de aserrín y todo él emanaba un suave y reconfortante aroma a madera virgen.
Dijo:
– En la capital llevan cada día más caro por esto.
Y tú ves lo que son: cuatro tablas.
Su mirada se ensombreció al añadir:
– Claro que nadie necesita más.
Se sentó a la puerta, en el poyo de piedra, junto al niño, y lió pausadamente un cigarrillo:
– Adolfo me trajo ayer la simiente. La bodega ya está lista -dijo, pasando cuidadosamente la punta de la lengua por el filete engomado.
– Ahora has de preparar una cama caliente -dijo el niño.
– ¿Caliente?
– Primero una capa de estiércol; luego otra de tierra bien cernida.
El Antoliano prendió el cigarrillo con un chisquero de mecha y agregó con los labios apretados: -¿Estiércol de vaca o de caballo?
– De caballo si la cama ha de ser caliente; después tendrás que regar:
– Bueno.
El Antoliano dio una larga chupada al cigarrillo, pensativo. Dijo, expeliendo el humo deleitosamente:
– Digo que si el champiñón ese se diera bien en la bodega, he de poner más en las cuevas de arriba.
– ¿En la de los abuelos?
– Y en la del Mudo y en la de la Gitana. En las tres. El chiquillo desaprobó con la mirada:
– No debes hacerlo dijo-. Esas cuevas se caen cualquier día.
El Antoliano hizo una mueca despectiva: -Hay que arriesgarse -dijo.
El gallo blanco se encaramó inopinadamente sobre las bardas del corral, rayano a la Sierra, ahuecó sus plumas al sol, estiró el pescuezo y emitió un ronco quiquiriquí. La Fa comenzó a brincar en el barro de la calle ladrándole furiosamente y entonces el gallo inclinó la cabeza y empezó a bufarla como un ganso. Dijo el Nini:
– Ese gallo se tira. Un día te da un disgusto.
El Antoliano se incorporó, arrojó la colilla al barro y la hundió de un pisotón. Dijo:
– Mira, alguien tiene que guardar la casa.
Ya iba a entrar en el taller cuando pareció recordar algo y volvió a salir.
– ¿Dices que la capa de tierra sobre la capa de porquería?
– Sí. Y bien cernida -respondió el niño.
El Antoliano ladeó un poco la cabeza y antes de entrar en el taller hizo un amistoso ademán con su mano gigantesca. El Nini silbó a la perra y se perdió calle abajo, camino del río.