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Últimamente a la muchacha le dio por presagiar su muerte y decía, retorciéndose las manos, que «la cosa iba a ser tan rápida que ni tiempo tendría para lavarse». Al Nini le hacía depositario de su última voluntad. «Atiende, Nini -decía-. Si yo muero quiero que el carro y el borrico sean para ti. El carro lo vendes y el importe me lo aplicas en misas. Del borrico, dispón. Lo puedes montar para salir al campo, pero cada vez que lo montes te acordarás de la Sime y me dirás una jaculatoria.» «¿Qué es eso, Sime?» -inquiría el niño. «¡Jesús! ¿Así andas? La jaculatoria es una pequeña oración. Tú dices: "Señor, perdona a la Simeona ". Nada más, ¿oyes? Pero cada vez que montes el borrico, ¿me entiendes?» «Sí, Sime, descuida» -asentía el niño. Ella se quedaba un momento pensativa. Luego agregaba: «O mejor todavía. Tú dirás cada vez que montes el burro: "Señor, perdona los pecados que la Sime cometiera con la cabeza, luego con las manos, luego con el pecho, luego con el vientre y así cada vez con una cosa hasta llegar a los pies". ¿Me entiendes, Nini?». El Nini la miraba serenamente. Al cabo dijo: «Sime, ¿es que con el vientre se pueden cometer pecados?». De pronto la Sime rompió a llorar. Tardó un rato en responderle. Al fin, dijo: «A ver, Nini, los más graves. El mío se llamaba Paquito y está en el camposanto junto a mi padre. ¿Es que no lo sabías?». «No, Sime», replicó el niño. Ella se echó el cabello para atrás en un ademán impaciente. Dijo: «Claro, eras muy crío entonces».

Pero por San Protasio y San Tribuno, la Sime enfermó de verdad y el Nini, al verla hundida en el jergón, recordó al Centenario muerto. Le dijo la muchacha:

– Óyeme, Nini. Si yo muero quiero que el carro y el borrico y el Duque sean para ti, ¿entiendes?

– Pero Sime… -apuntó el niño.

– Nada de Sime -cortó ella-. Si vo muriese el dote no lo voy a necesitar.

– Tú no vas a morirte, Sime. Ya se murió tu padre. -Calla la boca. Ningún padre se muere por uno, ¿oyes?

– Bueno, Sime -dijo el niño acobardado. Ella añadió:

– A cambio sólo te pido que no olvides lo que te dije, ¿recuerdas?

– Sí, Sime. Cada vez que suba al borrico le diré al Señor que perdone tus pecados empezando por la cabeza.

La Sime suspiró, aliviada:

– Está bien -dijo-. Ahora humíllame. No me queda mucho tiempo para lavarme. Tengo prisa. -¿Qué, Sime?

– ¡Escúpeme! -dijo ella.

– No, Sime.

Ella hizo unos rápidos visajes con la cara:

– ¿Es que no me oyes? ¡Escúpeme!

El niño reculaba hacia la puerta. En las afiladas facciones de la Simeona veía ahora al Centenario y a la abuela Iluminada muertos:

– Eso sí que no, Sime.

En este instante se filtró por las rendijas de la ventana un alarido agudo y quejumbroso. La Sime se quedó inmóvil, guiñando levemente los ojos en un nervioso parpadeo v de pronto, se cubrió el rostro con las manos y se arrancó a llorar histéricamente:

– Nini, ¿oíste? dijo entre dos sollozos-. Es el diablo.

El niño se aproximó.

– Es el búho, Sime, no te asustes. Caza ratones en el tejado.

Entonces ella se tumbó de espaldas, soltó una risotada y se puso a decir cosas incoherentes.

Por Santa Editruda y Santa Agripina, la Simeona se restableció. El Nini, el chiquillo, se la encontró en la Plaza, todavía pálida y vacilante, y por primera vez desde que se ofreció no le encareció que la humillara. El Nini le preguntó:

– ¿Estás bien, Sime? -Bien ¿por qué? -Por nada.

Se quedaron un rato frente a frente como observándose con reticencia.

Al fin, el Nini añadió:

– ¿No bajarás este año a cangrejos, Sime? -¡Huy, hijo! dijo ella-. Eso se acabó. Yo ya no

estoy para fiestas.

A partir de esa noche, los cangrejos empezaron a mostrarse esquivos con los reteles y las arañas del Nini. Era lo mismo que el tiempo se mantuviese que do o que soplara el sur o el noroeste. Al atardecer, los cangrejos abandonaban sus cuevas o sus cobijos bajo las berreras y merodeaban en torno a los reteles, pero sin decidirse a salvar el aro. El Nini, por más que se esforzaba, apenas conseguía atrapar más allá de una docena. Al llegar a la cueva le decía al tío Ratero:

– La Sime me echó mal de ojo.

El Ratero se rascaba insistentemente el cráneo bajo la boina:

– ¿Nada? -inquiría.

– Nada.

– Habrá que bajar entonces.

Mas el Nini, antes de destruir las camadas de primavera, prefirió volver a los lecherines y los lagartos. Hizo un esfuerzo por ampliar su clientela ofreciendo los lecherines de puerta en puerta. Una tarde se llegó donde el Furtivo, a pesar de que su sonrisa carnicera le aterraba.

– Matías -le dijo-. ¿No necesitarás tú lecherines para los conejos?

– ¿Lecherines? ¡Estás tú bueno, bergante! ¿Es que no sabes que largué los conejos de que empezó la peste?

El Nini parpadeaba desconcertado y, de repente, el Furtivo le agarró por el pescuezo y añadió, entornando los ojos como si le molestase la luz:

– A propósito, ¿no sabes tú quién fue el bergante que soltó el aguilucho del nido de la junquera?

– ¿Un aguilucho en la junquera? -inquirió el niño-. Las águilas no anidan en la junquera, Matías, tú lo sabes.

– Pues esta vez anidó, ya ves; y un hijo de perra cortó el alambre con que amarré la cría, ¿qué te parece?

El Nini alzó los hombros y sus pupilas resplandecieron de inocencia. Agregó Matías Celemín, soltándole y cruzando solemnemente los brazos sobre el pecho:

– Oye una sola cosa y a ver si aprendes de una vez por todas. Aún no sé quién es ese tal, pero si un día le agarro le voy a sacudir una mano de guantadas que no le van a quedar más ganas de entrometerse.

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