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El tiempo había dejado de existir y al irrumpir en la taberna la Sabina, la del Pruden, los hombres se miraron ojerosos y atónitos, como preguntándose la razón por la que se encontraban allí congregados. El Pruden se frotó los ojos y su mirada se cruzó con la mirada vacía de la Sabina y, entonces, la Sabina gritó:

– ¿Puede saberse qué sucede para que arméis este jorco a las cinco de la mañana? ¿Es que todo lo que se os ocurre es alborotar como chicos cuando la escarcha se lleva la cosecha? -Avanzó dos pasos y se encaró con el Pruden-: Tú, Acisclo, no te recuerdas ya de la helada de Santa Oliva, ¿verdad? Pues la de esta noche aún es peor, para que lo sepas. Las espigas no aguantan la friura y se doblan como si fueran de plomo.

Repentinamente se hizo un silencio patético. Parecía la taberna, ahora, la antesala de un moribundo donde nadie se resolviera a afrontar los hechos, a comprobar si la muerte se había decidido al fin. Una vaca mugió plañideramente abajo, en los establos del Poderoso y como si esto fuera la señal esperada, el Malvino se llegó al ventanuco y abrió de golpe los postigos. Una luz difusa, hiberniza y fría se adentró por los cristales empañados. Pero nadie se movió aún. Únicamente al alzarse sobre el silencio el ronco quiquiriquí del gallo blanco del Antoliano, el Rosalino se puso en pie y dijo: «Venga, vamos». La Sabina sujetaba al Pruden por un brazo y le decía: «Es la miseria, Acisclo, ¿te das cuenta?». Fuera, entre los tesos, se borraban las últimas estrellas y una cruda luz blanquecina se iba extendiendo sobre la cuenca. Los relejes parecían de piedra y la tierra crepitaba al ser, hollada como cáscaras de nueces. Los grillos cantaban tímidamente v desde lo alto de la Cotarra Donalcio llamaba con insistencia un macho de perdiz. Los hombres avanzaban cabizbajos por el camino y el Pruden tomó al Nini por el cuello y a cada paso le decía: «¿Saldrá el norte, Nini? ¿Tú crees que puede salir el norte?». Mas el Nini no respondía. Miraba ahora la verja y la cruz del pequeño camposanto en lo alto del alcor y se le antojaba que aquel grupo de hombres abatidos, adentrándose por los vastos campos de cereales, esperaba el advenimiento de un fantasma. Las espigas se combaban, cabeceando, con las argayas cargadas de escarcha y algunas empezaban ya a negrear. El Pruden dijo desoladamente, como si todo el peso de la noche se desplomara de pronto sobre él: «El remedio no llegará a tiempo».

Abajo, en la huerta, las hortalizas estaban abatidas, las hojas mustias, chamuscadas. El grupo se detuvo en los sembrados encarando el Pezón de Torrecillórigo y los hombres clavaron sus pupilas en la línea, cada vez más nítida, de los cerros. Tras la Cotarra Donalcio la luz era más viva. De vez en cuando, alguno se inclinaba sobre el Nini y en un murmullo le decía: «Será tarde ya, ¿verdad, chaval?». Y el Nini respondía: «Antes de asomar el sol es tiempo. Es el sol quien abrasa las espigas». Y en los pechos renacía la esperanza. Pero el día iba abriendo sin pausa, aclarando los cuetos, perfilando la miseria de las casas de adobes y el cielo seguía alto y el tiempo quedo y los ojos de los hombres, muy abiertos, permanecían fijos, con angustiosa avidez, en la divisoria de los tesos.

Todo aconteció de repente. Primero fue un soplo tenue, sutil, que acarició las espigas; después, el viento tomó voz y empezó a descender de los cerros ásperamente, desmelenado, combando las cañas, haciendo ondular como un mar las parcelas de cereales. A poco, fue un bramido racheado el que sacudió los campos con furia y las espigas empezaron a pendulear, aligerándose de escarcha, irguiéndose progresivamente a la dorada luz del amanecer. Los hombres, cara el viento, sonreían imperceptiblemente, como hipnotizados, sin atreverse a mover un solo músculo por temor a contrarrestar los elementos favorables. Fue el Rosalino, el Encargado, quien primero recuperó la voz y volviéndose a ellos dijo:

– ¡El viento! ¿Es que no lo oís? ¡Es el viento!

Y el viento tomó sus palabras y las arrastró hasta el pueblo, y entonces, como si fuera un eco, la campana de la parroquia empezó a repicar alegremente y, a sus tañidos, el grupo entero pareció despertar y prorrumpió en exclamaciones incoherentes y Mamés, el Mudo, babeaba e iba de un lado a otro sonriendo y decía: «Je, je». Y el Antoliano y el Virgilio izaron al Nini por encima de sus cabezas y voceaban:

– ¡Él lo dijo! ¡El Nini lo dijo!

Y el Pruden, con la Sabina sollozando a su cuello, se arrodilló en el sembrado y se frotó una y otra vez la cara con las espigas, que se desgranaban entre sus dedos, sin cesar de reír alocadamente.

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