El Antoliano abrió la cochiguera y tan pronto el marrano asomó la cabeza le prendió por una oreja con su mano de hierro y le obligó a tumbarse de costado, ayudado por el Malvino, el Pruden y el José Luis. Los chiquillos, al ver derribado el cochino fue bramaba como un condenado y a cada berrido se le formaba en torno al hocico una nube de vapor-, se envalentonaron y comenzaron a tirarle del rabo y a propinarle puntapiés en la barriga. Luego, entre seis hombres, tendieron al animal en el banco y el Nini le auscultó, trazó una cruz con un pedazo de yeso en el corazón y cuando el tío Ratero acuchilló con la misma firmeza con que clavaba la pincha en el cauce, el niño volvió la espalda y fue contando, uno a uno, los gruñidos hasta tres. De pronto, el Pruden voceó:
– ¡Ya palmó!
El Nini, entonces, dio media vuelta, se aproximó al cerdo y, con dedos expeditos, introdujo una hoja de berza en el ojal sanguinolento para reprimir la hemorragia y, finalmente, abrió la boca del animal y le puso una piedra dentro.
Los hombres hacían corro en derredor de él y las mujeres cuchicheaban más atrás. Se oyó apagadamente la voz de la Sabina:
– ¡Qué condenado crío! Cada vez que lo veo así me recuerda a Jesús entre los doctores.
El Nini procuraba ahuyentar el recuerdo de la abuela Iluminada para no cometer errores. Diestramente forró el cadáver del animal con paja de centeno y la prendió fuego; tomó una brazada ardiendo y fue quemando meticulosamente las oquedades de los sobacos, las pezuñas y las orejas. Se alzó un desagradable olor a chamusquina y, al concluir, el Mamertito, el chico del Pruden, y los sobrinos de la señora Clo descalzaron al bicho y comieron las chitas.
Había llegado el momento de la prueba, no porque el sajar al cerdo fuera tarea difícil, sino porque en esta coyuntura la referencia a la abuela Iluminada era inevitable. Al Nini le tembló ligeramente la mano que empuñaba el cuchillo cuando el Malvino voceó a su espalda:
– ¡Ojo, Nini, tu abuela en este trance nunca hizo mierda!
El niño trazó mentalmente una línea equidistante de las mamas y tiró la bisectriz de la papada al ano sin vacilar. Luego, al dividir delicadamente la telilla intestinal de un solo tajo, le rodeó un murmullo de admiración. El hedor de los intestinos era fuerte y nauseabundo y él los volcó en herradas distintas y, para terminar, introdujo en la abertura dos estacas haciendo cuña. Al cabo, el Antoliano y el Malvino le ayudaron a colgar el marrano boca abajo. Del hocico escurría un hilillo de sangre fluida que iba formando un pequeño charco rojizo sobre las lajas escarchadas del corral.
La señora Clo se aproximó al Nini, que se lavaba las manos en una herrada, y le dijo cálidamente:
– Trabajas más aprisa y más por lo fino que tu abuela, hijo.
El Nini se secó en los pantalones. Preguntó:
– ¿Habrá que bajar al descuartizado, señora Clo? Ella tomó una herrada de cada mano: -
Deja, para eso ya me apaño -dijo.
Se dirigió hacia la casa donde acababan de entrarlos hombres y desde la puerta voceó, ladeando un poco la cabeza:
– Pasa a comer un cacho con los hombres, Nini.
En la cocina los invitados hablaban y reían sin fundamento, excepto el tío Ratero que miraba a unos y otros estúpidamente, sin comprenderlos. Las narices y las orejas eran de un rojo bermellón, pero ello no impedía que los hombres se pasaran la bota y la bandeja sin descanso. De súbito, el Pruden, sin venir a qué, o tal vez porque por San Dámaso había llovido y ahora lucía el sol, soltó una risotada y después se dirigió al Nini en un empeño obstinado por comunicarle su euforia:
– ¿Es que no sabes reír, Nini? -dijo. -Sí sé.
– Entonces, ¿por qué no ríes? Échate una carcajada, leche.
El niño le miraba fija, serenamente: -¿A santo de qué? -dijo.
El Pruden tomó a reír, esta vez forzadamente. Luego miró a uno y otro, como esperando apoyo, mas como todos rehuyeran su mirada, bajó los ojos y añadió oscuramente:
– ¡Qué sé yo a santo de qué! Nadie necesita un motivo para reír, creo yo.