Dilthey elogia la autobiografía como la expresión de la plenitud de la vivencia artística de su tiempo. La concibe como una interpretación de la vida «en su secreta fusión del azar, destino y carácter» (VII, 74). Pinedo, muy a pesar suyo, considera tan importante la «especie de autobiografía» del odiado Tadeo Requena, que debe servir como «la piedra angular para cualquier construcción histórica erigida en el futuro». La prueba la descubre Pinedo en el comienzo de estas memorias, donde lee el pensamiento, no por poco original menos oportuno, ni torpe, ni falso, de «hasta qué punto es imprevisible el curso de la humana existencia». Aquí coinciden ambos narradores, Pinedo y Tadeo, con Dilthey. Si éste aplaude a la alegre musa de la narración, la naturalidad con que Tadeo narra su primer encuentro con Bocanegra dice más para Pinedo sobre la vileza del dictador que ninguna diatriba de sus críticos más feroces. Sin embargo, la excesiva proximidad de Pinedo, su tendencia a interferir en el texto de Tadeo, le desvía, pese a las apariencias, de su alta misión historiográfica. Arremete contra Bocanegra, contra la universidad nacional y contra el doctor Luis Rosales. Agrega el rumor, nunca bien investigado, del parentesco ilegítimo entre Bocanegra y Tadeo. Reproduce en su propia historiografía la teoría, elaborada entre copas de coñac y, por ende, problemática, del periodista español Camarasa sobre la práctica de Bocanegra de elevar al poder sujetos oscuros como Tadeo para concentrar todo el control de la nación en sus propias manos.
Consciente de desviarse del camino ortodoxo de historiador objetivo, Pinedo se defiende a veces con alusiones humorísticas a la frase de Pascal (362) sobre la nariz de Cleopatra. La aplicación de esta ocurrencia a la historia aparece en las páginas de Ortega y Gasset (IV, 175), para quien comprendemos del pasado sólo la «estructura general» de los eventos. Según él, cada objeto de estudio, cada hecho, impone al investigador una distancia óptima para la captación de su esencia. Por tanto, «el historiador miope que no sabe desprenderse de los detalles es incapaz de ver un auténtico hecho histórico, y nos da ganas de gritarle que la historia es aquella manera de contemplar las cosas humanas desde distancia suficiente para que no sea necesario ver la nariz de Cleopatra» (IX, 55). Pues bien: Luis Pinedo con su cortedad de miras, enfoca sólo los detalles con incapacidad para ver los hechos en su justa escala. Si, a su modo de ver, «la frivolidad puede alcanzar dimensiones trágicas» vista sobre el fondo de sus consecuencias sombrías, trivialidades como el espiritismo de doña Concha y su amoralidad sexual, afectan a la conducta de Tadeo y le impulsan hacia el tiranicidio, con olvido de las más profundas raíces sociales de los acontecimientos.
Lo mismo puede decirse del impacto desmesurado del azar que Pinedo cree percibir en ellos. Plantea, al parecer, un dilema diltheyano al preguntar, «¿Hasta qué punto interviene el factor azar en la Historia? He aquí un lindo tema de disertación académica. […] Su cuestión podría conectarse enseguida con el papel atribuido a la nariz de Cleopatra, con el concepto de Fortuna en el Renacimiento, y con ese misterioso quid que en la vida cotidiana de cada uno llamamos suerte». Sin embargo, cada vez que Pinedo invoca al azar, debe reconocerse bajo éste la fuerza de la crisis social, una coyuntura histórica que acelera los eventos hasta dar sentido hondo a las conductas individuales. A veces hay en nuestro narrador ecos diltheyanos al ponderar el accidente de Pancho Cortina que le impidió asumir el mando del país: «Aunque sea volver al tema de la suerte […] es evidente que si a Pancho Cortina no se le ocurre caerse escaleras abajo, a esta hora su sonrisa de dentífrico luciría en el marco de los retratos oficiales en lugar de la mirada bocanegresca que aún pende, interina, en el testero de muchas oficinas públicas». Pancho Cortina, apresurándose para ponerse al compás de los sucesos, dio su paso en falso tal vez por la excesiva velocidad de la historia en época de crisis. Y, dado el caos que la crisis produce, aunque Pinedo se asombre («¡Qué vueltas tiene la vida, a veces, tan extrañas!», ¿resulta acaso del todo inconcebible que, en ausencia de Cortina, el poder absoluto sobre la nación cayera en manos de quien menos se hubiera esperado, el senil Olóriz? No de otra manera cabe explicar la para Pinedo inexplicable llegada de muchos documentos, cargados de valor historiográfico, a sus manos de historiador. Así, ya en el capítulo III, nos informa de que la «pieza maestra de la presente historia» que son las memorias de Tadeo, base del futuro libro que ha de escribir él, ha venido «por pura casualidad» a caer en su poder como una caja de Pandora, llena de sorpresas iluminantes. El hallazgo perderá toda su calidad de sorprendente en el capítulo XXII, donde Pinedo narra cómo, al saber de la existencia de las memorias, coacciona a su compañero de pensión Sobrarbe asustándole lo suficiente para que se las entregue. El espanto está arraigado en «los tiempos azarosos que vivimos». Idéntica explicación puede valer para la posesión por Pinedo de documentos como el diario íntimo de la joven María Elena y la correspondencia entre la viuda de Lucas Rosales y su prima la abadesa sobre el suicidio de Luis Rosales. Cuando Pinedo revela que esos papeles le han «caído del cielo», quiere decir, medio en broma, que los ha recibido de manos de un cura. Y ¿hasta qué punto ha intervenido la «Casualidad», como la mayusculiza Pinedo, si una de las monjas, parienta lejana suya, había mencionado alguna vez su nombre al párroco don Antonio en un momento de turbulencia nacional, por lo cual éste hubo de entregar los documentos al historiador?
¿Cómo explicar, pues, que disponiendo de tantos recursos documentales, Pinedo fracase como historiador? Irónicamente, la misma crisis que echaba sobre él datos a manos llenas, le había robado la holgura y ecuanimidad necesarias para historiarlos. El vendaval de eventos que, en diarios, memorias y cartas privadas había turbado tantas existencias, privándolas de sentido, afectaría a Pinedo en idéntica manera. Esta conclusión nos la imponen las afirmaciones de Pinedo, a través de la obra, de ir faltando a su alta misión de cronista de su país. La presencia del capítulo XII, que interrumpe la narración del progreso de Tadeo hacia su acto homicida, señala la claudicación de Pinedo como historiador, causada por miedo. Desde el comienzo confiesa que se ha «dejado arrastrar un poco» por la energía de las memorias de Tadeo, que se ha «apartado del propósito de [sus] notas», definible como la reunión y crítica de los documentos para poder historiar «nuestros actuales desastres» en un momento de mayor sosiego. Sin embargo, inserta en el capítulo XIII una pregunta retórica esclarecedora: «¿Quién me defendería ahora si, pongo por caso, un día me acusaran de haberlo hecho asesinar [a Camarasa]?» Y, a pesar del arranque del XII, con su reconocimiento de una desviación de propósito, continúa el rodeo hasta el final del capítulo. Por que le urge refutar la impresión general, producida por una opinión que Tadeo ha expresado en sus memorias: la de que sólo la diatriba publicada de Pinedo contra la sátira de Camarasa ha llevado a la muerte de éste. Según veremos cuando examinemos la repercusión de Muertes de perro en El fondo del vaso (ver [z], infra), el temor de Pinedo está bien fundado, pues en tiempos de crisis, los documentos escritos llevan a la imputación de crímenes, o a las personas aludidas en tales escritos, o a los autores de los mismos.
La autocrítica de Pinedo continúa, reflejando asomos de conciencia en un personaje que no brilla por su consideración para con el prójimo. En una nota necrológica sobre Unamuno, escrita por Ortega en el exilio durante la Guerra Civil Española, se lee una pequeña confesión que bien podría describir el estado de ánimo de Pinedo. Así Ortega: «Han muerto en estos meses tantos compatriotas que los supervivientes sentimos como una extraña vergüenza de no habernos muerto también. A algunos nos consuela un poco lo cerca que hemos estado de ejecutar esa sencilla operación de sucumbir» (V, 264). Y Pinedo: «Me pregunto si hago bien en extenderme tanto y recoger tan al detalle pamplinas como éstas, aquí encerrado en mi cuarto, cuando los principales actores del cuento han muerto ya de muerte violenta, mientras la gente afuera sigue matándose con frenesí, y pende en verdad de un hilo la vida de cada uno de nosotros.» Las pequeñeces pueden, razona Pinedo, herir o despertar a la realidad, como un «bofetón» o un «escupitajo». De tal manera ofrece el intelectual una justificación, bien que débil y poco convincente para él mismo, de su distanciamiento de los eventos para comentarlos.
No sólo se siente Pinedo turbado por la posible peligrosidad de escribir y por sus resquemores de conciencia de no haber muerto, sino también por el poco orden con que escribe, en una especie de capitulación ante el caos del ambiente. Encuentra sus apuntes «demasiado desordenados, y hasta […] caóticos», debido, con toda probabilidad, al desorden en torno suyo, y a la agitación y la inquietud del ánimo con que labora. Aguarda un tiempo de mayor normalidad y sosiego para examinar mejor su obra, narrar los hechos (como exige Dilthey) en orden cronológico y dotarles de sentido. Entretanto, «estos papeles no son sino un ejercicio, como el de los músicos cuando templan sus instrumentos». Muertes de perro, pues, cobra el aire de una estructura inacabada, pero sus aparentes andamios constituyen, según ya hemos visto, una arquitectura casi simétrica y bien articulada. En una alusión más al estado imperfecto de su trabajo, Pinedo decide omitir muchos detalles o condensarlos para su redacción definitiva de la historia patria. Dice ignorar por qué ha prodigado tantas nimiedades ya en su versión penúltima. Con todo, viene la explicación en un paréntesis revelador, en que se compara con el individuo a quien odia: «Y ahora, después de garrapatear estas líneas (¡ya estoy yo como el Tadeo Requena!; pero es que, no siendo fumador, sólo el escribir me ayuda a tranquilizar los nervios); y ahora, más calmado, digo, trataré de concentrarme […] y ver lo que hago». La escritura ha supuesto una afirmación de la vida frente a la mortandad tan patente del entorno.
La crisis presente afecta al narrador de Muertes de perro, despojando su vida de sentido y obligándole a mirar por su seguridad personal inmediata. Aunque al comienzo del último capítulo lamenta el colapso de su empresa historiográfica, en realidad empezó a abandonarla tan pronto como asumía la perspectiva de la «nariz de Cleopatra». También se aleja de su proyecto en el capítulo XII, cuando quiere defenderse de cualquier futura implicación en la muerte de Camarasa. Su nerviosismo habitual se intensifica al final de la novela, por temor a la acusación de Olóriz. Así como él intimidó a Sobrarbe para que le pasara el dinero de Tadeo, se encuentra ahora pagado en la misma moneda por Olóriz, a quien promete entregar los fondos en cuestión. Es más: se siente víctima y verdugo de sí mismo, porque, al escribir que volvió a casa «con la muerte en el cuerpo», emplea la locución que el asesino Tadeo había aplicado al asesinado Bocanegra. Hasta tal punto se identifica con Tadeo, que entra de lleno en la crisis, asesinando a la figura más poderosa del momento y sumiéndose así en la bestialidad generalizada que ha criticado a lo largo de Muertes de perro.