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XXIV

Creo que cuando llegue la hora de redactar en serio el texto de mi historia, muchas de estas cosas quedarán fuera, o reducidas a mención sumarísima. En realidad, no sé por qué -ni siquiera aquí, en esta desordenada colecta de documentos y noticias- les he dado tanta cabida. Hubiera bastado, si acaso, con informar en la brevedad de un par de líneas que, a raíz del suicidio del doctor Rosales, recogieron a su hija María Elena en el convento de Santa Rosa para ser transferida luego a poder de una tía suya en Nueva York, mientras que Ángelo, el muchacho, había desaparecido del pueblo. Ni aún tales datos valdría la pena de consignarlos: es así, mutatis mutandis [154] , como terminan siempre las grandes familias, sin que las trompetas de la fama tengan por qué propalar su final inglorioso.

Volvamos, pues, a las memorias de Tadeo Requena, que son nuestra principal fuente, para retomarlas ahora en un punto crítico. Tras de sus comentarios, un tanto acerbos, a los funerales del ministro de Instrucción Pública, el manuscrito se interrumpe, en efecto. No hay duda de que su autor debió de pasar en aquellos días por una crisis que llamaría yo de conciencia si no fuera excesivo atribuirle conciencia a nuestro siniestro personaje. Por lo que quiera que sea, dejó de borronear papeles durante un tiempito; y, a partir de ahí, apenas encontramos ya en su prosa las digresiones, la minucia y hasta las cominerías en que solía incurrir el escribidor secretario, y de las cuales he reproducido aquí algunas muestras. No; ahora -sin que, por supuesto, abandone definitivamente su estilo, pues se dijo, y lo dijo nada menos que un naturalista, que el estilo es el hombre [155] - va derecho al grano, constriñéndose a lo que importa en lugar de complacerse en andar por las ramas como parecía ser antes su gran deleite. O tal vez no hay un cambio de actitud, sino que los hechos mismos, creciendo en gravedad, eliminaban por sí solos la ocasión de vagas recreaciones literarias. De cualquier manera, una cosa es cierta: que su pluma corre como si el joven Tadeo llevara una jauría a los talones. Por último, hemos de verlo, la jauría le dio alcance.

Pero veamos antes lo que dejó escrito al proseguir, tras de aquella pausa, la redacción de sus memorias. Escribe Tadeo Requena: «Durante mucho días había suspendido estas anotaciones, o lo que sean, y no acierto a reanudarlas, ni sé más si tiene objeto o no el hacerlo. Empecé por entretenimiento, quizás por vanagloria, y ahora continúo casi por penitencia, como esos trabajos que se cumplen con la intención de salvar el alma. ¿A dónde hemos llegado? Están pasando demasiadas cosas, y hay ratos en que me siento harto; superado; harto de todo. La verdad es que no acierto a ver claro, ni consigo imaginarme cuál podrá ser la salida de este laberinto. Lo único seguro -penoso me resulta confesármelo, pero ¿a qué engañarse?-, lo único seguro es que esa mujer está pudiendo conmigo. La detesto y la desprecio, y no me privo de hacérselo notar; pero puede conmigo. Pienso que es quizás su impavidez lo que me impone, su insensatez misma lo que me subyuga. Desde el comienzo supe siempre demasiado bien que tendría que defenderme de ella; y sin embargo, consigue arrastrarme, aunque luego me desespere a solas de haber terminado por acceder a lo que no quiero, ni me interesa, ni me conviene. Y ya desde el primer momento fue así no más… Esto, me había abstenido de consignarlo en su día: es indecoroso, es infame, y me deprime mucho; pero ahora necesito ponerlo en negro sobre blanco, para cualquier eventualidad.»

A continuación, puntualiza Requena el modo como llegó a tener trato íntimo y acceso carnal con la Primera Dama de la República. No reproduciré en sus propios términos la página, aun cuando para mí resulta muy sabrosa, y tanto más divertida por el contraste de lo que cuenta con el tono pesaroso y enfurruñado del relato. Según él, fue doña Concha quien abordó al joven secretario de su esposo, y por cierto, en forma bien abrupta, aunque no sin haber hecho antes varias tentativas frustradas, o si se quiere, insinuaciones. Esta vez se acercó a la mesa con pretexto de leer lo que él escribía, apoyó en la esquina ambas manos y volcó hacia adelante el desbordante contenido de su generoso escote. «Me enseñó hasta la intemerata» [156] , declara brutalmente Tadeo. Y esa vista debió ser para él señal de sursum corda [157] pues cuando se alzó de la silla diciéndole: «Mire, señora, conmigo no se juega: debo informarla que yo no soy el casto José» [158] , la Primera Dama, ni corta ni perezosa, le echó mano, como él dice, a salva sea la parte [159] , y exclamó con una risotada: «¡Que bárbaro! ¿Conque ésas tenemos?» «Uno es joven», se sincera Tadeo. Joven, sí, mas no por completo carente de self-control [160] , pues, como explica, «mientras ella, escapando a mi zarpazo, se retiraba con su calmoso contoneo, yo había tenido ya oportunidad de recuperarme; y así, cuando se volvió a echarme una risa invitadora desde la puerta, pudo comprobar la muy grandísima que yo no corría tras ella como un faldero. Ya iría viendo quién era yo. Estaba resuelto a humillarla, aunque, después de haberlo meditado, pesado y medido todo muy bien, decidí aprender de la Historia, que es -tanto más, la Sagrada- maestra de la vida; y no siendo, como no lo soy, ningún casto José, tampoco me convenía sufrir la suerte de aquel santo varón [161] . Más o menos, cumplí el plan que me había trazado: no la busqué nunca, y cuantas veces la veía, en público o sin testigos, me mostré frío, cortés y respetuoso, cual cumple a un digno secretario. Pero cuando, por último, una tarde me llamó: ¡Venga acá su señoría!, haciéndome un gancho con el dedo índice, me di por enterado y no fueron menester explicaciones enojosas. Nos entendimos. No consiguió domesticarme nunca, pero mentiría si me jactase de haberla dominado yo a ella. En realidad, siempre tengo que estar a la defensiva; y tan pronto como me descuido, me gana un punto.

»Ahora -agrega- tengo en cambio la sensación de haber perdido pie. ¿A dónde iremos a parar?» Y se extiende en algunos pormenores bastante indelicados acerca de las relaciones que, durante los ratos libres de su servicio oficial como secretario del Presidente, sostenía con la Presidenta, para desembocar por último en lo que tanto le desazonaba; a saber: las benditas sesiones de espiritismo. «¡Cuánta razón -exclama- tenía yo para desconfiar de esa estupidez de tenidas espiritistas! Pero es inútil: siempre ha de encontrar uno argumentos que lo persuadan y lo muevan hacia aquello que, sin embargo, se le está resistiendo hacer. Argumentos especiosos, desde luego; tonterías: que gente seria no había de reunirse ahí una semana tras otra, por pura mojiganga; que juntar sobre el velador las manos con personas como, por ejemplo, Equis o Zeta era, en cierto modo, hacerse compadre suyo; que en qué me podía perjudicar ello, al final… De bofetadas me daría por haberme dejado convencer así. Durante las dos o tres primeras semanas, hasta parecía que hubieran tenido alguna validez tales razonamientos. El día de mi iniciación, si así puede llamársele, no se produjo ningún fenómeno digno de nota, no hubo nada de particular, y todo aquello fue más bien una sosera. Total, nada; pavadas. Esa imbécil de misia Loreto nos importunó, como tiene costumbre y siempre lo hace, con su eterna petera de una Presencia astral a la que anda persiguiendo en vano, y por lo visto no hay medio de evitar que cada vez intervenga de nuevo, interfiera, clame, invoque, suplique, lloriquee, y se ponga histérica y pesada. Los demás, unos sonreían con santa paciencia, otros quisieron tomarle el pelo; Concha, la Gran Mandona, la insulta y la hace callar, pero nadie parece dispuesto a cortar por lo sano, a pesar de que en más de una ocasión ha ahuyentado manifestaciones que prometían ser interesantes. Tal es la plaga de esta clase de reuniones, y todo quisque se resigna. Las primeras a que yo asistí, como digo, ni fu ni fa. Yo había ido de mala gana, y estaba rabioso, molesto, aburrido. En igual temple se me pasaron, una tras otra, varias semanas, siempre con el propósito postergado de retirarme para la siguiente. Hasta que, de pronto, cuando menos me lo esperaba, el martes último, ¡zas!, me veo metido de un tirón en la danza [162] . La médium había empezado a ponerse en trance, con los ojos revirados, que casi le da un patatús, y por fin rompe a proferir disparates con destino a este humilde servidor. Me indigné; no me gustan las payasadas. Pretendía estar hablando por boca suya el difunto senador Rosales, y dirigirse a mí -precisamente a mí, con quien jamás había cruzado la palabra en vida-, para hacerme admoniciones y darme una encomienda que… ¡vamos! ¿Por qué a mí? Y ¡qué encomienda! Todos se quedaron secos. En cuanto a Concha, que estaba a mi izquierda, temblaba; su mano temblaba debajo de la mía. Pero a mí ¿qué se me importaba del senador Rosales, ni qué tenía yo que ver, ni a él qué podía haberle preocupado la suerte de este pobre gato? No, lo que es a mí, no me cogían, ¡qué va! Así se lo hice saber luego a Concha, cuando nos reunimos a cambiar impresiones, después de la sesión, en la cámara privada de nuestra protectora y hada madrina, la ilustre generala doña Loreto, viuda de Malagarriga. ¿Que aquellas comunicaciones, advertencias y pamplinas provenían, nada menos, del senador Lucas Rosales? ¿Y por qué no, del Libertador Bolívar? [163] . Por ventura, no tenía también el Libertador Bolívar algo que encargarme a mí? A otro con ese cuento, por favor.

»La actitud de la Gran Mandona en esa oportunidad me resultó, sin embargo, de lo más desconcertante. Yo me había ido a esperarla, como de costumbre, en el dormitorio de Loreto, y allí estaba, sentado en la butaquita verde-manzana, junto al tocador, dándole vueltas en el magín a aquel absurdo, cuando por fin llegaron ambas; y como la amiga se quedara, discretamente, en la antecámara -también, según costumbre- dispuesta a entretenerse con la radio, la llamé para que estuviera presente: quería informar a las dos, y al mundo entero si posible fuera, de que todo aquello me parecía, sencillamente, i-dio-ta. Pero la Gran Mandona, ¡quién lo hubiera pensado!, estaba todavía descompuesta de miedo. Con risas e insolencias, a su manera, pero muerta de miedo. El temblequeo de la mano no había sido, pues, broma. Era cosa de no creerlo. Yo, al principio, me imaginé que intentaba hacerme la comedia; y la hacía tan mal, por cierto, como una actriz de barracón de feria. Casi le doy un sopapo, para que se dejara de sandeces. Pero ¡qué!; era muy de veras: estaba muerta de miedo. Y cuando yo le grité que a santo de qué iba a llamarme a mí el senador Rosales, ni en qué cabeza humana cabía eso, me miró estupefacta, como si yo fuera un insensato, y asumiendo de pronto, con negativo énfasis, el tono suave de la más razonable benevolencia, me exhortó: -Mira, Tadeo, créeme. Acepta ese aviso que has recibido, venga de quien venga. ¿Cómo quieres explicarte con razones de este mundo los mensajes que proceden del otro? [164] . Si el senador se ha dirigido a ti, por algo será. No desprecies su consejo, no seas terco, no seas temerario.

[154] mutatis mutandis: en latín, «cambiando lo que corresponde cambiar»; se usa para significar que el enunciado anterior es verdadero, «haciendo esa salvedad» insignificante: María Moliner, II, 482.


[155] el estilo es el hombre: la frase siempre citada del naturalista francés Georges Louis Leclerc, conde de Buffon (1707-1788), en su discurso de ingreso en la Academia Francesa (1753): «Le style c'est l'homme meme»; ver también J. Domínguez Caparros (148) sobre la doctrina de la adecuación del estilo a las circunstancias en esta novela.


[156] la intemerata: adjetivo latino, que figura en la letanía de la Virgen con la advocación de Mater intemerata, significando «impoluta»; según el Dic. Real Acad., 831, esta palabra, precedida del artículo femenino, se usa como «locución vulgar para indicar que una cosa ha llegado a lo sumo».


[157] sursum corda: locución latina presente en el prefacio de la misa. El sacerdote canta «Per omnia saecula saeculorum» («Por todos los siglos de los siglos»), y el coro o el acólito responde, «Amén.» Canta el sacerdote, «Dominus vobiscum» («El Señor sea con vosotros»). El coro: «Et cum spiritu tuo» («Y con tu espíritu»). El sacerdote canta «Sursum corda» («Arriba los corazones»). Y el coro: «Habemus ad Dominum» («Ya los hemos levantado al Señor»): Líber usualis missae 3. La novela de Ayala patentiza su «doble sentido obsceno» (Mainer, 170, nota 3).


[158] el casto José: la situación del joven Tadeo tentado en palacio por doña Concha recuerda la del Génesis, 39,7-14, donde la mujer de Putifar, ministro del Faraón, tienta en vano al joven José. Mainer (170, nota 1) relaciona la negación de Tadeo con la canción «Yo soy el casto José» en la zarzuela cómica La corte de Faraón (1910). La zarzuela, de Guillermo Perrin y de Antonio Palacios, con música de Vicente Lleó, se burla de la honestidad del patriarca bíblico.


[159] salva sea la parte: eufemismo familiar con que se evita el nombre de esa parte (Dic. Real Acad., 1088).


[160] self-control: autodominio.


[161] la suerte de aquel santo varón: según el Génesis, 39, 14-20, la mujer de Putifar acusa a José falsamente de haber intentado violarla.


[162] me veo metido de un tirón en la danza: la expresión figurada y familiar, «meterle a uno en la danza», significa introducirle en un «negocio o manejo desacertado o de mala ley» (Dic. Real Acad., 467); sin embargo, el espiritismo presente con sus resultados homicidas obliga a conectar la danza con la «danza de la muerte» (72) o la «horrible zarabanda» (73) aludida al comienzo de la novela.


[163] ¿Y por qué no, del Libertador Bolívar?: Como ya queda indicado, cuando Tadeo recuerda al senador Lucas Rosales, piensa en su propio pasado humilde: si personaje tan imponente nunca en vida le había dirigido la palabra, ¿por qué consentiría en dirigírsela muerto? Tan inconsecuente y ridícula le parece tal cosa, que sería tan inconcebible como que lo hiciera el Libertador Simón Bolívar (1783-1830), paladín de la emancipación de América.


[164] ¿Cómo quieres explicarte con razones de este mundo ¡os mensajes que proceden del otro?: cfr, la supersticiosidad del dictador protagonista de Tirano Banderas, quien hacia el final de la novela de Valle-Inclán, consulta a la médium Lupita sobre su futuro (págs. 149-154). En Ayala, la tenida espiritista se emplea para profundizar en los caracteres de Tadeo Requena y de Doña Concha; en Valle, la caracterización se sacrifica en aras de la deshumanización estética.


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