No sigo copiando; ya basta. Basta de tanta soberbia reprimida, de tanta sofrenada suficiencia, de tanta arrogancia oculta; pero, sobre todo, basta -porque no hay quien lo sufra ya- de esa mordacidad que como un ácido, destruye cuanto toca. ¡Qué atroz -y qué imprevisto- resulta el Tadeo Requena de las memorias! Descubrir en él un almacigo [71] de insensatas pretensiones no sería sino sorpresa relativa en estos tiempos de atropelladores sin escrúpulos, cuando -rotos los diques- nada parece imposible o excesivo para nadie. Y ¿quién no tenía al joven secretario por un distinguidísimo trepador, atento a las ocasiones, capaz de osarlo todo, aunque más zafio y peor dotado de lo que realmente era? Incluso podía cualquiera haberse arriesgado a pronosticarle lo que en definitiva fue su destino: crimen y, por último, batacazo, pues en el terreno de los forcejeos, intrigas y zancadillas alrededor del mando, el individuo no pasaba de ser un pobre ingenuo, sin sutileza alguna, sin ductilidad, ni otro talento que una audacia loca. ¡Un infeliz palurdo! Su verdadero talento, su fuerza, era de índole distinta, y muy temible por cierto: demoníaca. Consistía en el poder corrosivo de una mirada que volatiliza, disipa, vacía, corrompe, destruye, en fin, todos los objetos donde se posa, dejándolos reducidos a su pura apariencia irrisoria, poder tremendo, del que quizás él mismo no se daba cuenta, o no se daba cuenta cabal, como si, con una especie de rayos equis, viera la calavera bajo la carne, y una absurda danza de esqueletos en los movimientos de la gente; poder que ejercía sin proponérselo, sin quererlo, y que a saber si no se volvió contra sí propio y fue la causa profunda de su fracaso último [72] , pues ¿dónde y cómo se detiene la cadena de la desintegración?
Ésa es la gran sorpresa que las memorias encierran: la lucidez odiosa -odiosa, y fascinante; yo confieso que a ratos me fascina- de una mirada tal. Sin que nadie pudiera ni tan siquiera sospecharlo, esa cámara cruel, ese objetivo implacable, inocente y escondido, estuvo registrando durante años lo que ocurría en las «altas esferas». Tadeo Requena nos asoma a los interiores domésticos del tirano [73] y de la que siempre titulaban los periódicos Primera Dama de la República, nos introduce en aquellas tertulias vespertinas donde ella triunfaba, bromeaba y reía, haciendo un poco inconscientemente (o quizás no tan inconscientemente) el papel de agente provocador, mientras Bocanegra callaba y observaba, observaba y callaba, hasta hacer olvidar a las gentes, demasiado entretenidas en sus discusiones y en sus tragos, que ahí se hallaba él al acecho, pues en realidad aquellas reuniones íntimas eran de ella; y él sólo asomaba el hocico, de tarde en tarde, como huésped condescendiente, sin participar demasiado en la conversación de quienes le hacían la corte a su mujer… Otras veces, también, nos descubre Tadeo en sus memorias el aburrimiento de veladas solitarias, donde, entre bostezos y gruñidos, la pareja soberana termina por quedarse frente a frente cuando él mismo, Tadeo Requena, personaje tan de confianza que llegaba a no existir, se escurre y desaparece disimuladamente sin dar las buenas noches.
«Adormilado y embrutecido -dice en un párrafo que hará meditar a quienes conozcan la terminación de esta historia-, con el vaso de aguardiente siempre al alcance de la mano, mientras ella, entornados los ojos, ausente, hila, urde y maquina sin cansancio [74] , ¿quién sostiene ahora el edificio del orden público, quién defiende el santuario del poder? Ya hace rato que se retiraron los servidores; no queda nadie en las oficinas; el telegrafista de turno también dormita, sobre sus brazos, o lee una novela interminable; abajo, hasta el capitán de la Guardia se habrá echado un poco, dejando a los demás aburrirse en su rutina. Y por último, desaparezco yo. Afuera, la ciudad, el país, yace sumido en el sueño. Todo está a oscuras alrededor, todo en silencio, y apenas se oye en la antesala algún crujido, la marcha del reloj royendo el tiempo. Vino la noche y, casi de repente, ha decaído por unas cuantas horas la implacable lucha. Nadie aguardaba ahí afuera para acercarse a esta mesa mía que es muro de contención, represa aguantadora de empujes, impaciencias, ambiciones grandes y chicas; de las arremetidas brutas del impetuoso, las trapacerías amañadas por el artero, las solicitaciones, los engaños vanos, los halagos, las intrigas, los sobornos, la lucha solapada, la maniobra preparada con ojerosa premeditación y el golpe de audacia, tanto más asombroso al verlo fallido… Ha empezado la tregua, y todos duermen. A estas horas, me gusta a mí recorrer a veces los salones vacíos, y mirar un rato hacia la Plaza de Armas, desierta, desde un balcón…» Incluso respecto de las recepciones oficiales, ampliamente descritas para el público por los diarios de la mañana, pueden ser de interés sus informes. Aun entonces recoge algún detalle inédito y lleno de particular significación, o destaca algún aspecto revelador en conexiones insospechadas.
Casi siempre, los datos que nos ofrece el secretario encierran algo de curioso, aunque no siempre resulten transcendentales, ni siquiera importantes en sí mismos. Hay veces en que su importancia se relaciona con hechos posteriores a la ocasión, o que son consecuencia de algo cuyo papel no hubiera podido barruntarse entonces, y que se ilumina retrospectivamente. Tal ocurre, por ejemplo, con lo que Tadeo cuenta sobre los hábitos de Bocanegra como bebedor: él mismo, al referirlos, estaba muy lejos de sospechar el alcance histórico, y también el alcance personal, la influencia que en su personal tragedia tendrían esos hábitos del Presidente, que él anota quizás por el solo placer de la maledicencia. Que Bocanegra era un bebedor famoso ¿quién lo ignoraba? Muchos ignorábamos, en cambio -y Requena nos aclara el punto-, su predilección -más aún, afición exclusiva- al aguardiente de caña del país. «La muestra de mayor confianza que me ha dado, creo, es la de encargarme con la misión de llenarle el vaso -escribe el secretario Requena-. Él -añade- sólo bebe aguardiente de caña; no quiere otra cosa. En las fiestas oficiales, en las grandes recepciones, y aun en las tertulias menos solemnes, se toma champagne, se sirven cocktails, y el palo fuerte es siempre el scotch whisky; pero, en punto a bebidas, nuestro Presidente es de un patriotismo fanático, y no transige; no hay quien lo saque de su aguardiente, escanciado (eso sí, pues las formas hay que guardarlas) de garrafones de cristal fino, idénticos a los del whisky, para que al exterior no se note la diferencia. De este modo, ni le impone a nadie su criterio, ni tiene por qué exponerse él a la crítica de esa dorada plebe de las bebidas caras, finos, exquisitos y snobs que sin duda admiran su sacrificio en aras de los gustos populares cada vez que los periódicos aportan testimonio fotográfico de los paliques sostenidos por Su Excelencia a la puerta de los bohíos [75] , en la roza, o ante las ínfimas cantinas de los arrabales, donde, con cierta frecuencia, gusta de detenerse a alternar con los mugrientos y acepta, claro está, su indefectible copa. Sin embargo, no hay sacrificio en esto, yo puedo certificarlo. Pues ese mismo espíritu es el que entretiene sus raras veladas familiares; ése es el que hace introducir de ocultis en los más elegantes saraos; y a mí, por cierto, me toca ser el guardián y sumiller de su secreto [76] . Mi obligación consiste en pasarle un vaso tras otro, sin pausa; y cuántas veces, al observar cómo, al cabo de poco rato, empieza a fijársele la mirada, endureciéndosele las facciones y embotándosele las ideas en una especie de obstinación taciturna, mientras que a su alrededor crece el alboroto, se contagian las risas, cunden las sandeces; cuántas veces no he atribuido yo esa diferencia, más que al carácter siniestro que tantos imputan, sin conocerlo bien, a nuestro Jefe, se me ha ocurrido, digo, atribuirla a los efectos del pesado quitapenas popular que, bajo un disfraz de cristales tallados, mantiene a Bocanegra en contacto con su querida plebe, fiel a la borrachera sórdida de la gentuza, mientras que en cambio todos aquellos ex sargentos, ex periodistas, ex nadas, ahora magistrados, directores generales, banqueros y ministros, alternando con diplomáticos extranjeros, de extracción análoga muchas veces, se sienten en la gloria, alegres, felices, en medio de sus engreídas esposas, a las que, con disimulada fruición acariñan el brazo o la grupa… De no hallarse en semejante estado, temblarían sin duda al advertir la mirada de tigre que nuestro aguardiente le pone al Jefe. Eufóricos, locuaces, gordos, bien fardados, risueños, no la advierten siquiera. La advierto yo, que no bebo; yo, que administro las garrafas…
¡Ah, si la gente supiera observar, muchas sorpresas no serían tales, y más de uno podría parar a tiempo el golpe, o esquivarlo! Me asombra que el Presidente haya depositado en mí una confianza tan ciega; pues no ignora que yo me mantengo sobrio a su lado mientras él bebe y bebe; y que me basta, en ciertos casos, seguir la dirección de sus miradas para adivinarle las intenciones, como no hace mucho ocurrió con Doménech lanzado de un salto desde la poltrona de director del Banco Nacional de Créditos y Subsidios a los calabozos del castillo. Lo que fue un rayo y la sensación padre para todo el mundo, a mí no me tomó de sorpresa. ¿Por qué? Pues porque, tres días antes, en el baile de la recepción al Embajador de México, cuando aguardaba yo a que el Jefe apurara el último sorbo de su vaso para servirle otro enseguida, entendí que la suerte de Doménech estaba sellada con sólo notar la manera larga, fría, tenaz, pegajosa en que le tenía puesta encima la vista, al tiempo que, distraídamente, balbucía no sé qué frase interminable para consumo y deleite de los lambiscones que siempre lo rodean. Doménech, muy ajeno a todo, secreteaba en un rincón de la sala con el agregado comercial de Estados Unidos; tan engolfado en su asunto el caballero, que ni siquiera sintió sobre sí la mirada pesadísima de Bocanegra. Bocanegra, en cambio, a pesar del mucho aguardiente que ya tenía en el cuerpo, se dio buena cuenta de que yo, por el hilo de su mirada, estaba llegando al ovillo de su pensamiento. Y no lo había olvidado al otro día: cuando entré por la mañana temprano a tomarle la firma para unos documentos, me dijo sin mirarme, ocupado como estaba en revolver su café con la cucharilla: -Ese Doménech es un ladronzuelo, ¿sabes? -y agregó-: Tú, que eres joven y que no tienes pelo de tonto, has de ver muchas cosas. -Quizás por eso, porque no me consideraba tonto, porque quería que aprendiera, y porque sabía que ya estaba al cabo de todo, me comisionó a mí, junto con Pancho Cortina, para detener e incomunicar a Doménech, mientras el ministro de Hacienda decretaba la incautación de todas sus cuentas, dineros y demás bienes, muebles, inmuebles y semovientes, sin perdonar siquiera los efectos personales. Que Doménech era un ladrón, ¡noticia fresca! Y además, ¿sería el único, ni siquiera el más notorio? Por qué causa, razón o motivo decidió Su Excelencia enterarse de pronto, es cosa que todavía ignoro.»