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Una y otra búsqueda transcurren en el tiempo. Apenas puede concebir Ayala otro método para representar la transcurrencia que como una «sucesión temporal de episodios», es decir, en forma lineal. Así, pues, «Don Quijote, la archinovela, no consiste en otra cosa sino en la serie de sus aventuras, a través de las cuales […] se nos revela el héroe». Sin embargo, Ayala deja abierto un margen de otras posibilidades narrativas para representar el tiempo. Dice, a continuación, que «la vida humana, al desplegarse, asume con espontaneidad y casi con forzosidad esa obvia estructura [sucesiva], induciendo hacia la línea del relato» (Ensayos, 831, con énfasis nuestro). Luego fuera de la «forzosidad» existe la capacidad del novelista para reordenar a su modo la secuencia cronológica. El personaje vive su tiempo vital en una línea recta, en una sucesión de vivencias, pero sin imponer ese orden a la narración. Si, pues, para Ayala el tratamiento del tiempo en la novela permite una definición de la obra, podemos definir toda novela como el modo, empleado por su autor, de presentar el tiempo vivido en l ínea recta por el protagonista. Por ello, Muertes de perro equivaldría a la estructura de episodios que, tomados en conjunto, constituyen el decurso vital de su figura principal, Tadeo Requena. Si pudiéramos captar una fórmula que expresase el tiempo vivido de Tadeo, poseeríamos la esencia de la obra. Tadeo cobra plena conciencia de su sucesión vital en un pasaje de sus memorias citado por extenso en el capítulo X. Aquí no parece suceder nada, pero este momento aparentemente trivial va descrito en un párrafo que, a juicio del narrador Pinedo, «hará meditar a quienes conozcan la terminación de esta historia» -es decir, el desenlace del tiranicidio perpetrado por Tadeo y por doña Concha. Describe Tadeo una velada solitaria con la pareja soberana frente a frente, estando el testigo joven en el fondo. Mientras Bocanegra descansa, «adormilado y embrutecido» con su aguardiente a mano, su mujer «hila, urde y maquina sin cansancio», viva imagen de la Parca y parodia inversa de la fiel Penélope, que trama con su amante Tadeo la muerte del marido. Se le ocurre al secretario esta pregunta irónica: «¿Quién sostiene ahora el edificio del orden público, quién defiende el santuario del poder?» Entonces entra en la prosa de Tadeo una reminiscencia lejana y secular de Noche serena, de Fray Luis de León: «El hombre está entregado / al sueño, de su suerte no cuidando; / y con paso callado / el cielo, vueltas dando, / las horas de vivir le va hurtando» (99-100). Así el texto de Tadeo: «Afuera, la ciudad, el país, yace sumido en el sueño. Todo está a oscuras alrededor, todo en silencio, y apenas se oye en la antesala algún crujido, la marcha del reloj royendo el tiempo». El paso del tiempo cósmico, medido por el reloj, merma el tiempo humano, cuya medida es la capacidad concreta del individuo para nuevos proyectos. El ser humano va deshumanizándose. Su existencia consiste en ir a contrapelo de esta paulatina incapacitación, buscándole sentido. Muertes de perro puede definirse tal vez como la novelación de la progresiva despotenciación de la vida humana en general, y de un mundo en crisis en particular. El objeto de la introducción presente consiste en demostrarlo.

Tras un breve examen de la vida y obra de Francisco Ayala como buscador de sentido en la existencia, vamos a notar el intento de detener e invertir la erosión de ese sentido en seis elementos principales de Muertes de perro, empezando por el más universal y pasando a los más particulares en una progresión deductiva: [a] el título de a novela, [b] su perspectivismo, [g] su estructura, [d] su carácter «híbrido», [e] la visión de la historia que la obra supone, y [z] la reaparición en El fondo del vaso de todas las posiciones aquí esbozadas. Hemos de apuntar que las «muertes de perro» narradas aquí implican, en cierto sentido, unas «resurrecciones» ajenas; que la pluralidad de puntos de vista tantas veces advertida por la crítica, simultanea triunfos y derrotas; que la historia, o el intento de dar razón de los eventos, sucumbe ante la vivencia de su azarosidad; que en esta novela lo mismo que en la picaresca, los valores sociales elogiados por sagrados llevan consigo en la práctica una carga de vileza; y que el fin de la obra queda abierto para que sus componentes recurran en su secuela. Con todo, por paradójico que nos parezca, nuestra lectura de este envilecimiento general resulta catártica y hasta edificante. ¿Cómo es posible entrar en una selva donde ladran tantos perros y salir de ella mejor orientados? Veámoslo.

II. Francisco Ayala: un sediento de sentido en la vida

Desde su adolescencia, Francisco Ayala ha mostrado un afán de buscar un sentido en la vida, un principio que imparta su verdad a la misma y la organice. Lector insaciable, pudo haber aprendido esa preocupación en autores que habían de afectar a su producción literaria -por ejemplo, Leopoldo Alas Clar ín, con sus protagonistas Ana Ozores y Bonifacio Reyes, quienes, sintiéndose huérfanos en su familia o exiliados en su patria (150), anhelan algo que les llene la vida (559); Miguel de Unamuno, admirador de Clar ín, y cuyo Augusto Pérez se ve a sí mismo como «expósito» (II, 573) que vaga por la existencia como en una «selva enmarañada» (577) en busca de «finalidad» (562)-; o Pío Baroja, cuyo Andrés Hurtado quiere encontrar «una orientación, una verdad espiritual y práctica al mismo tiempo» (65). Pero la perentoriedad de esa preocupación por el sentido vital puede haberle llegado a través de Ortega y Gasset, en cuya Revista de Occidente colaboraba a menudo a sus veinte años mientras estudiaba Filosofía y Letras y cursaba Derecho en la Universidad Central de Madrid (Pulado Tirado, 215). Así, pues, en 1924, frente al agnosticismo positivista y decimonónico, preguntaba Ortega: «¿Cómo se puede vivir sordo a las postreras, dramáticas preguntas? ¿De dónde viene el mundo, a dónde va? ¿Cuál es la potencia definitiva del cosmos? ¿Cu ál el sentido esencial de la vida? No podemos alentar confinados en una zona de temas intermedios, secundarios. Necesitamos una perspectiva íntegra, con primero y último plano, no un paisaje mutilado […]. Sin puntos cardinales, nuestros pasos carecerían de orientación» (II, 608, la cursiva es nuestra).

La exploración de la pregunta por el sentido de la vida se refleja en las dos grandes vertientes que presentan los escritos de Ayala, su interpretación de la historia inmediata que ha ido viviendo, por un lado, y su obra estrictamente artística, por otro («Autorreflexiones», 61). La constancia de esta preocupación se deja ver en las tres épocas en que cabe dividir su creación literaria: la neorrealista, la vanguardista, la rehumanizada. La novela inicial, Tragicomedia de un hombre sin esp íritu (1925), enfoca las memorias de un misántropo, el jorobado Miguel Castillejo, resentido como lo será el paralítico narrador Pinedo de Muertes de perro al abrir las memorias de Tadeo Requena. A punto de cometer el homicidio para vengarse de una burla, Miguel recuerda de repente toda su vida anterior a partir de la infancia. Luego se interroga por el sentido de su vida: «Fue como si despertara de un prolongado sueño. Se preguntó: "¿Por qué estoy aquí? ¿Para qué he venido?" "¿Yo he venido a matar, a asesinar a una mujer? ¿Yo?"» (142). Al final de la novela, un fraile determinado a colgar los hábitos invita a Miguel a acompañarle al exilio del mundo para que ambos puedan odiar al prójimo desde lejos (161). Tal, en resumen, es la inspirada solución al problema vital de la misantropía, pues inventa una fraternidad del odio.

Cuando el principio de la existencia, el sentido de la vida, consiste en permanecer siempre joven, puede resultar un relato como «Erika ante el invierno» (Revista de Occidente, 1930), última obra del Ayala vanguardista. El autor «deshumaniza» en el sentido orteguiano el antiguo tópico del carpe diem, del imperativo de aprovechar la juventud antes de que llegue el invierno, o la pérdida de la misma. Bien conoce Ayala las variaciones que el tema ha generado en España. Por ejemplo, como advierte el soneto XXIII de Garcilaso («En tanto que de rosa y azucena»), «Coged de vuestra alegre primavera / el dulce fruto, antes que el tiempo airado / cubra de nieve la hermosa cumbre. / Marchitará la rosa el viento helado, / todo lo mudará la edad ligera / por no hacer mudanza en su costumbre» (Rivers, 37-8). Además, el soneto CLXVI de Góngora («Mientras por competir con tu cabello») termina así: «Goza cuello, cabello, labio y frente, / antes que lo que fue en tu edad dorada / oro, lilio, clavel, cristal luciente, / no sólo en plata o viola troncada / se vuelve, mas tú y ello juntamente / en tierra, en humo, en polvo, en sombra, en nada» (163). Erika lleva consigo la marca de su destino: tiene el «pelo casi albino» (441), blanco de antemano como «invernal centeno» (446). Pero a Ayala, a la sazón estudiante en Alemania (Ellis, 15), le interesaba la distancia estética, la evitación de lo patético aún al tratar temas «profundos» como la maduración y la muerte. Se limitaba a novelar sentimientos estéticos, sirviéndose de metáforas atrevidas. Omitió el patético paso de su protagonista alemana Erika de la flor de su vida a la vejez. Sólo pasa de la niñez a la adolescencia. «Porque», según el narrador, «si la vida es pesada, no es, sin embargo, demasiado pesada» (329). Erika, leve criatura, sólo tiene el anhelo de «una imprecisa, primitiva dicha, perdida, cuyo recuerdo era preciso transformar en esperanza de mejor futuro, como el del Paraíso, en la Biblia» (330).

La búsqueda del Paraíso perdido se despliega en cinco breves capitulillos. En el primero, el narrador refiere la pérdida de entusiasmo de la protagonista por su bicicleta, hecha ya una posesión de «otros tiempos». Aún su compañero de juegos Hermann se había hecho otro, comprando sombrero hongo y motocicleta. En el segundo capitulillo, Erika intenta resucitar la dicha pasada, citándose en un autobús con un joven que le recuerda a Hermann; pero el intento fracasa cuando, en el lugar convenido, Erika se deja distraer por la música y por otro joven. Las partes tercera y cuarta presentan la figura del niño Friaul, hijo del carnicero, y cuyo sino quizá trágico -un trozo del periódico sólo se lo revela a medias a Erika- infunde a ésta dudas sobre la intervención de Dios en el mundo, esto es, acerca del sentido de la existencia. Aquí se ve por primera vez en la ficción de Ayala, aunque sólo a modo de rasgo enigmático, cual los trozos de periódico de los collages cubistas, el recurso estético del documento misterioso, cuya interpretación influirá en la futura captación por su protagonista de la significación del vivir. En la quinta y última división de la obra, Dios sigue manteniéndose «taciturno como nunca»; esconde su «secreto angustioso», tal vez del sinsentido de la vida. Erika, si interpretamos bien las metáforas con que se narra el desenlace, perece víctima de un accidente de esquí. Insinúase un eco del soneto de Góngora, ya citado: sus compañeros le desabrochan a Erika el traje para «frotarle la carne de violetas magulladas», a todas luces procedentes del jardín de la «viola troncada» gongorina. Y sólo ven «jazmines rotos», o la conversión de la flor en polvo. Erika los mira con ojos vacíos, «fríos soles sin sol». Dios quiera no tomar nota del mundo (338).

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