«Erika ante el invierno», aunque aparentemente un pretexto para juegos metafóricos, no obstante dista poco del umbral de la seriedad o «rehumanización» artística que ha de caracterizar las obras posteriores de Ayala. Con las muertes en 1935 de su madre y -durante la Guerra Civil Española (1936-1939)-, de su padre y un hermano menor, el mundo de Francisco Ayala se convierte casi de la noche a la mañana en un lugar adusto, sombrío. Tras su servicio a la República, la caída de Barcelona y su propia expatriación a Buenos Aires en 1939 (Richmond, Usurpadores, 17; Macacos, 13), Ayala hace un doloroso examen de conciencia intelectual en ensayos que, publicados en La Naci ón bonaerense en 1941, pasarán a constituir parte integrante del libro de reflexiones Raz ón del mundo (Buenos Aires, 1944). En aquel momento Ayala afirma el deber de los intelectuales de esforzarse denodadamente por «hallar, en medio de la crisis y a favor de su coyuntura, el sentido de la realidad histórica en que se encuentran implicados y, desde el centro de esa realidad, pensar los temas eternos con sinceridad implacable; mantener viva, en incansable clamor, la demanda por el destino esencial del hombre» (cit. Richmond, Usurpadores, 35). Ha sido el indudable mérito de Carolyn Richmond poner este texto en relación con esa ilustre colección de relatos de Francisco Ayala, Los usurpadores (Buenos Aires, Sudamericana, 1949).
Limitémonos aquí a relacionar el relato más conocido de la colección, «El Hechizado», (1944), con la pesquisa del sentido de la vida histórica y de la vida humana en general, y tal como se emprende en Muertes de perro. Tanto en la obra más breve como con posterioridad en la más extensa, un ejercicio de exégesis de unas memorias que ofrecen una visión global de una época histórica, enmarca la búsqueda por el memorialista de sentido en la vida. En una y otra obra, los prejuicios del exégeta interfieren al principio con la tarea interpretativa, pero poco a poco la figura interpretada viene a seducir al intérprete con su personalidad y a inducirle a identificarse con ella en su intento de revitalizar una situación desvitalizada. En «El fondo sociológico en mis novelas» se queja Ayala de que «a nadie se le [haya] ocurrido comparar la figura del dictador Bocanegra con la de Carlos II en mi cuento "El Hechizado", una comparación que podría ilustrar bien mi manera de ver el poder sobre la Tierra: tanto en el caso del rey legítimo como en el del usurpador, el centro de todo el aparato del mando es una boca negra, un hueco sombrío, el vacío, el abismo» (Ensayos, 585). Luego, en una y otra obra, el camino del protagonista lleva al desengaño, y su concienciación del camino que vuelve sobre sí mismo para cerrar el círculo, como la ruta seguida por la malograda esquiadora Erika, constituye su vivencia más significativa.
La diferencia entre las dos obras estriba, por una parte, en la distancia histórica entre narrador y memorialista, y, por otra parte, en la dificultad de acceso al soberano. En ambos respectos, el cuento supera la novela. «El Hechizado» confronta a un erudito contemporáneo nuestro con las memorias de un sujeto oscuro de fines del siglo xvii; Muertes de perro lleva a manos de un intelectual de la actualidad las memorias de un sujeto oscuro coetáneo suyo. En «El Hechizado», las memorias escudriñadas se dedican a ponderar los innumerables obstáculos que ha tenido que superar el autobiógrafo para llegar a la presencia real, mientras que en Muertes de perro es el jefe del Estado quien llama al autobiógrafo a su lado. Así, en «El Hechizado» la casi imposibilidad de la faena de establecer el sentido del texto autobiográfico corre paralela a la casi imposibilidad de la tarea que se ha impuesto el autobiógrafo de ver al rey y, en consecuencia, de dotar su propia vida de sentido. La ironía del desenlace en «El Hechizado» surge del contraste entre lo penoso del esfuerzo, bien sea el del exégeta, o bien sea el del autobiógrafo, y lo insustancial de los resultados, pues si el intérprete de las memorias de González Lobo saca bien poco en limpio, el mismo González Lobo, una vez visto el rey idiota Carlos II, se percata de la futilidad de tanto esfuerzo para llegar a su presencia. Muertes de perro, por su parte, buscará una ironía de otra especie. Porque el desengaño del actor principal y de su comentarista vendrá poco a poco, constituyendo en su mayor parte la materia de la obra, y no un solo punto de la misma. La antinomia aquí establecida entre relato y novela apunta a la discrepancia entre ellos en el manejo de la historia. En «El Hechizado», el intelectual contemporáneo, que da inútiles vueltas mentales al manuscrito de González Lobo, bien puede simbolizar al intelectual responsable de Raz ón del mundo, quien, en palabras de Ayala, se encuentra «condenado a consumirse sin tregua en el intento de racionalizar el caos que por todas partes lo flanquea. Quiere dar razón a la sinrazón; explicar lo que sólo se explica por sí mismo, en su inmediata presencia» («Pensamiento y sociedad», cit. en Richmond 37). Ya veremos cómo, en Muertes de perro, se complica más la racionalización intelectual del caos circundante, porque se trata de un intento explícito de justificar la existencia del intérprete mismo mediante el acto interpretativo.
En relatos escritos después de los de la primera edición de Los usurpadores (1948), Ayala explora la búsqueda de la propia razón de ser mediante la interpretación de documentos pertenecientes a un contemporáneo. Intérprete y documento a interpretar no han nacido en épocas distintas, sino en la de Ayala mismo y de sus lectores intérpretes. En la colección de narraciones titulada La cabeza del cordero (1948), tal contemporaneidad se descubre en el relato cómico «El mensaje», especie de pórtico a la ficción seria, «El tajo». Como «Erika ante el invierno», «El mensaje» existe en el umbral de la solemnidad sin aspirar a tanto. Pone en juego, aunque en un plano de absurda trivialidad, los sentimientos que, de manera trágica, han de generar después la Guerra Civil Española (Narrativa, 462). Todo se centra, como en «El Hechizado», en un manuscrito casi imposible de descifrar. No importan los contenidos, sino el encono hostil que la incomprensión despierta en el narrador Roque Sánchez, en su primo Severiano y en toda la familia y en el pueblo entero. La trivialidad de tales pasiones mantiene la pregunta por el sentido de la vida en un plano tácito. No así, empero, en «El tajo», donde el protagonista busca el sentido de su vida por medio de la reconciliación con el enemigo ideológico. Hay que relacionar este proyecto con Raz ón del mundo (142), donde Ayala ha escrito que en la mentalidad hispánica se encuentra una íntima escisión entre la ortodoxia y la modernidad, fisura intensificada por la Guerra Civil. Sostiene Ayala que en España, toda mente alerta siente como un «doloroso apremio» que la impulsa a buscar la «integración platónica» con el contrario, de suerte que sólo el «ser unitario» prestaría sentido a la vida (Raz ón, 144). He aquí la razón de ser de Pedro Santolalla, protagonista de «El tajo». Tras matar innecesariamente a un miliciano del bando republicano, Santolalla, teniente nacionalista, busca completarse a sí mismo identificándose con su víctima. Al tomar posesión del carnet de su víctima, con fotografía de la misma, le hacen notar que ha dado muerte a un coterráneo. A partir de aquel momento, le parece insufrible la vida del frente. Ha recordado con pena las divisiones políticas dentro de su misma familia, con su abuelo partidario de la derecha, con su padre liberal, con su cuñado falangista. Pero le produce más malestar aún el olor a putrefacción que despide el cadáver del soldado que ha matado. Olor que le evoca la muerte de Chispa, su perra de la niñez, cruelmente muerta por los otros niños y abandonada en un callejón. En suma, ha infligido una «muerte de perro» en ese miliciano Anastasio López Rubielos. En la postguerra, decide indemnizar a la familia de su víctima, pero el intento queda penosamente frustrado.
Consta que Ayala escribió «El tajo» tras nueve años de exilio en América. Más tarde, en 1952, publicó en la revista Sur de Buenos Aires una narración cómica, «Historia de macacos». Veremos enseguida las estrechas relaciones entre esta obrita y la novela escrita poco más de un lustro después con el título Muertes de perro. Nauseado por el peronismo, Ayala se había trasladado a Puerto Rico en 1950 para enseñar en aquella universidad durante varios años (Richmond, Macacos, 20), y así pudo componer con un ánimo más ligero, aunque sin renunciar a las pinceladas macabras en el momento oportuno. Keith Ellis (131) ha notado la relación entre el título de «Historia de macacos» y el de Muertes de perro (1958). En el cuento como en la novela, los personajes «se nos presentan casi como infrahumanos». Si exceptuamos a los protagonistas Robert y Rosa, dedicados a estafar al prójimo del modo más burlesco posible, los demás personajes carecen de un proyecto vital, sólo reaccionan a las circunstancias inmediatas y, por tanto, viven como animales. Palabras y hechos en el cuento, según Carolyn Richmond (Macacos, 31), dan testimonio de lo bestial que radica en el homo sapiens. Como más tarde en Muertes de perro, en «Historia de macacos» el narrador juega entre el sentido literal de los animales del titulo y el sentido figurado, con sus connotaciones morales. En las dos obras el narrador ofrece todo un parque zoológico de alusiones a distintos animales, casi siempre con sentido metafórico. La estafa de Robert y Rosa presta un falso sentido a las vidas de sus víctimas, hasta que, tras la apuesta de Ruiz Abarca, se precipita el desengaño. Así, el narrador aludirá a la «vacuidad de nuestra vida» antes y después de la estancia de Rosa en la pequeña colonia africana donde tiene lugar la obra. «Durante ese tiempo, nuestro interés había ido creciendo hasta un punto de excitación que culminaría con el banquete célebre, pero vino el banquete, estalló la bomba, y luego, nada; al otro día, nada, silencio» (Macacos, 117).
El relato ha comenzado, a la manera homérica, in medias res con el climax del banquete, en armonía con el tono épico-burlesco que el narrador dice querer adoptar para celebrar los hechos notables de la colonia (87). Robert hace la revelación pública, más de ópera bufa o novela picaresca que de epopeya, de la trama usada para defraudar a todos los miembros de la administración colonial. Aquí como después en Muertes de perro, se descubre una amplia gama de géneros literarios a la manera cervantina. En Muertes de perro abundarán también incidentes de clara estirpe picaresca, mezclados con toques de otros géneros, como la comedia romana.