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XVIII

Esta conversación con mi tía Loreto, que duró varias horas, me ha permitido conocer, entre otras muchas cosas de interés positivo, detalles inapreciables acerca de la muerte de Bocanegra, cuyas particularidades parecían destinadas a quedar tan en la oscuridad como si se tratara del asesinato de un remotísimo rey godo. Me refirió Loreto que esa noche terrible, cuando ya ella estaba dormida desde hacía quién sabe el tiempo, quizás de madrugada, vino a despertarla su amiga golpeando con urgencia a la puerta de su cuarto, e irrumpió en él como una tromba, toda desmelenada, para echarse de bruces sobre su cama sin pronunciar palabra. Sólo al cabo de un buen rato y de muchos ruegos, «Mi voz fría, apática, le anunció sucintamente: -Tadeo ha matado a Bocanegra. (Aun entre nosotras -me aclaró Loreto-, solía llamarle a su marido Bocanegra, no Antón.) -Agregando: -Por celos. -Yo, imagínese, Pinedo, me quedé estupefacta. ¡Por celos! De momento no pensé en las consecuencias tremendas de esa noticia; pensaba: ¡Por celos!, y no podía creerlo. Que un amante sienta celos del marido, no es imposible, ni tan raro. Pero ¿celos Tadeo? Yo sabía bien lo tormentos [123] as que eran las escenas íntimas entre ese muchacho odioso y la loca de Concha; más de una vez me había tocado en suerte el desagradable papel de testigo y mediadora; pero no eran cuestiones de celos; era que él la detestaba, y se debatía con la desesperación de quien lleva una piedra atada al cuello, de la cual quisiera y no puede librarse. La insultaba; un día, delante de mí, le dio un empujón que la hizo trastabillar hasta una butaca… ¿Por celos? No, acaso, por aversión. Y ella, a su vez, había llegado a aborrecerlo también desde el fondo de su alma. Si yo fuera a contarle, Pinedo… Pero continúo: estando yo turbada con estos pensamientos y ella tirada siempre, boca abajo, en mi cama: ¡clac!, se oye un disparo. Uno solo, claramente; y luego otra vez el silencio. Concha, que seguía con la cabeza entre los brazos, se irguió, venteando como un perro; y enseguida, de un salto, se puso en pie, y me dijo con voz tensa, pero ahora casi alegre: -¿Has oído? Voy a avisar enseguida. -Y descolgó la extensión de teléfono que teníamos instalada en mi antecámara, para comunicarse con el coronel Cortina. Yo estaba muy confusa; no entendía nada; pensé que Tadeo se hubiera suicidado, después de cometido su crimen. Pero Concha le estaba gritando ya a Pancho Cortina que viniera sin tardanza, que algo muy grave había ocurrido; que el Presidente, sabiéndose traicionado por ese miserable de Tadeo Requena, acababa de liquidarlo… A mí, la cabeza me daba vueltas. -Yo no salgo de mi escondrijo, ¿sabes, Pancho?, hasta que la situación esté despejada -había concluido ella-. Despejada, ¿me entiendes? -Quien no entendía era yo, Pinedo. Le garanto que la cabeza me daba vueltas. En un primer momento creí como digo, que a lo mejor Tadeo se acababa de pegar un tiro. Ese disparo único, en medio del silencio de la noche, si era cierto lo que ella me había comunicado al entrar, no podía ser otra cosa. Pero ahora resultaba… Más tarde se supo -así lo vocearon radios y periódicos- que el disparo lo había hecho, en efecto, el secretario Tadeo Requena, quien mató de la manera más alevosa a su jefe valiéndose de su propia pistola, cuando éste se hallaba en cama. Era verdad, pues, lo que en el primer momento me había comunicado Concha. Sin embargo, cuando ella me lo dijo, todavía no se había oído detonación alguna. Es cosa que no comprendo. Si yo estoy en mi sano juicio, eso no puede ser: ahí hay un misterio, y por más vueltas que le doy no consigo descifrarlo.

Yo me sonreí para mis adentros. Las puntuales memorias de Tadeo me habían proporcionado la clave de ese misterio; yo había leído por adelantado el desenlace en las últimas páginas de la novela y, como un detective que se reserva ciertos datos para sorprender al lector, estaba en condiciones de desenredar la trama. He aquí que la Primera Dama acusa a su amante, el secretario Requena, de haber matado al Jefe del Estado, su esposo; y, sin embargo, sólo más tarde suena el disparo homicida. ¡Problema! Mas yo no tenía interés alguno en ofrecerle la solución a Loreto. Le planteé otra cuestión:

– Y ¿cómo se explica que nadie acudiera al ruido?

– Eso mismo me preguntaba yo en aquellos momentos, viendo que nadie, en efecto, rebullía. Pero, después de todo, la cosa no es tan rara. Para empezar, la mayor parte de los empleados duermen fuera del Palacio; y los que duermen allí, o dormían, era en la otra ala, mientras que nuestras habitaciones quedaban del lado de las oficinas. Además, si alguien oye un tiro procedente de esa parte, lo más fácil (hay que suponerlo) es que meta la cabeza debajo de la sábana y se quede quietito, para evitarse líos. En cuanto al cuerpo de guardia, queda lejos. El resultado es que, hasta no escucharse, luego, la serie de disparos, uno, dos, tres, cuatro, con que Pancho Cortina ejecutó sumarísimamente y por su propia mano al magnicida, y enseguida el barullo de la escalera, no empezó a acudir gente… En cuanto a la conducta de Cortina, había sido bastante rara y temeraria, ¿no le parece a usted, Pinedo? Llega, acompañado no más que de tres o cuatro hombres, y todavía los deja al pie de la escalera: él solo sube a enfrentar quién sabe qué situación; y luego, en lugar de detener al secretario, lo mata sobre el terreno. ¡Cualquiera entiende!

– Y si no fueron los celos, ¿no le parece a usted, tía Loreto, que lo que movió a Tadeo pudo muy bien haber sido el temor? -le pregunté-. El temor, digo, a que Bocanegra, alterado quizás…

– Bocanegra no sabía nada -me contestó-, ni tampoco quería saber nada. Al final, lo único que le interesaba a Bocanegra era el fondo del vaso. Y otros [124] -añadió con una sonrisa enigmática.

Pero sobre esta insinuación no conseguí sacarle una palabra más. Creo que no era, desde luego, a dinero a lo que aludía con esos otros fondos. Tal vez más adelante, llegada la oportunidad, durante una nueva entrevista, consiga averiguar algunas de las intimidades de palacio, que ella conoce mejor que nadie. ¿Por qué no ha de comunicármelas? ¿Qué le importa ya, tal como están las cosas, toda esa agua pasada? Me importa a mí como historiador: el historiador debe remontar las aguas. Y en tal sentido, no puedo quejarme del resultado de esta visita: han sido datos de primera magnitud los que me ha suministrado. Tampoco yo iba a andarme por las ramas. Quería saber cuáles habían sido, en concreto, las intenciones y actuaciones de los traidores del drama, su trato; sobre todo, en lo que se refiere a ella, porque a él lo tenía confesado de antemano -confesión casi diaria- en las hojas borroneadas de su prolijo manuscrito.

– ¿Y usted no cree, tía Loreto, que si Tadeo hizo lo que hizo fue por instigación de doña Concha? -le pregunté para inducirla a hablar.

– Mire, Pinedo, la cosa no es tan sencilla; yo no lo sé, no me atrevería a decir que sí ni que no; los acontecimientos últimos, yo no los veo nada claros…

– Pero siendo como usted dice, que a Bocanegra ya no le interesaba ella, y que nuestro hombre se interesaba, en cambio, por esos fondos, o fondillos, misteriosos que usted no me ha querido precisar, no resultaría demasiado raro que ella, entonces, resentida…

– ¡Bueno! -vaciló-. Motivos para estarlo, no le faltaban. A Bocanegra ¿quién lo entendía?; y la gente que tanto galla, llega a dar miedo. ¡Pensar que para ese hombre Concha lo había sido todo, en la época brava, durante la lucha, guando no tenían ni qué llevarse a la boca! Sin su ayuda, Antón Bocanegra jamás hubiera salido del pozo. Vea, Pinedo: era un fracaso viviente; el fracaso lo llevaba dentro, como un cáncer, y luego se ha visto que su encumbramiento no significaba regeneración, sino más bien un ensanchar y ahondar esa vocación suya de fracaso para que en él participáramos todos y todos nos hundiéramos.

Me quedé atónito oyendo esas palabras en labios de Loreto. Pero ¡cómo! ¿Era ella quien así hablaba? No, no era ella. Se dio cuenta de mi ojeada, de mi sorpresa, enrojeció un poquito bajo sus cremas de belleza, y declaró: -Solía explicarlo un señor amigo mío, el dueño, precisamente, de esta casa en que ahora estamos, quien lo había conocido a Bocanegra desde los tiempos de estudiantes, en la Universidad.

Me sonreí, y no pude contener una bromita.

– ¡Ah! -exclamé-. Yo había pensado que la Presencia Maravillosa le soplaba a usted esa frase.

Nunca lo hubiera hecho: recayó en el tema de la Presencia Maravillosa, que la obsesionaba, y me costó mucho trabajo hacerle regresar de nuevo a nuestro asunto. Eso me sirvió de escarmiento para no interrumpirla en lo sucesivo; y, por cierto, más de una vez tuve que morderme la lengua. Pero la dejé que dijera cuanto disparate le diese la gana, y fue mejor así, porque de ese modo pude echar sobre el movimiento acaudillado por Antón Bocanegra la mirada retrospectiva que tanto conviene a la objetividad del historiador. Si salgo a contradecirla, ella se hubiera encogido como un caracol; mientras que haciéndome el muerto la buena mujer se abandonó al placer agridulce de los recuerdos, y sus divagaciones me presentaron el cuadro de un Bocanegra joven, lleno de fuego, de generosidad, de amor a los desheredados (porque amor a los desheredados era su plebeyismo abyecto, y generosidad su verba irresponsable, fuego su resentido encono, y talento la demagogia atroz del Padre de los Pelados), al que asistía, confortaba y prestaba espirituales auxilios aquella mujer abnegada que, prescindiendo de su propio interés y de cualquier otra consideración, lo había abandonado todo para seguirlo en su empresa redentora… ¿Verdaderamente, se veían así ellos?, ¿con tan idílicos rasgos y colores? Loreto recalcaba la importancia del papel desempeñado por su amiga doña Concha, acentuaba sus méritos, y en los sobresaltos, angustias, fatigas, penurias y zozobras de la época heroica encontraba excusa para sus desvanecimientos e insensateces a la hora del triunfo.

Ahí sí me creí en el caso de intercalar una preguntita provocadora.

– Ya sé -concedí, un tanto sardónico bajo la máscara de sinceridad- que sin ella no hubiera hecho Bocanegra todo lo que hizo; pero, dígame, Loreto, ¿usted no cree que si al principio le fue útil, luego le ha perjudicado en igual o mayor medida?

– Le diré -fue su respuesta-: el finado Antenor (¿de nuevo la Presencia Maravillosa? No; esta vez, Antenor Malagarriga); el finado Antenor solía pronosticar que las intromisiones de esa señora le darían un día al Presidente algún disgusto serio. Pero al fin, usted lo sabe como yo, que su señor tío se sintió siempre medio de mala gana en el gobierno; y todavía el día de nuestras bodas de plata, fecha también de su muerte, anduvo repitiendo con mucho coraje que estaba harto y lo iba a mandar todo al diablo… Por mí, no diría yo que no; pero también hay que darle a cada cual lo suyo. Bocanegra era terco, el señor, como un mulo, y desde luego no se plegaba a su cónyuge tanto como la gente piensa. La dejaba hacer, y con eso daba lugar, el muy astuto, a que ella cargara con todas las culpas; pero cuando de veras no quería una cosa, ahí apontocaba los pies, y no había quien lo moviera.

[123] venteando como un perro… de un salto, se puso en pie: un caso más de bestialización.


[124] lo único que le interesaba a Bocanegra era el fondo del vaso. Y otros: los fondos «interesantes» parecen expresar no sólo los de sus vasos de aguardiente plebeyo, sino también los fondos de la administración pública. Tampoco falta en este contexto la referencia al fondo o fondillo del pantalón. El título de la secuela (1962) de Muertes de perro, El fondo del vaso, cobrará nuevas acepciones relacionadas con la capacidad de redención de los personajes-Ver nuestra Introducción (24) a la edición de 1995 de esta novela, publicada en Ediciones Cátedra.


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