Me doy cuenta de que, sin ton ni son, me he dejado arrastrar un poco por la corriente de esas dichosas memorias, y me he apartado del propósito de mis notas, que no es sino reunir y criticar los documentos disponibles para que un día, con más sosiego, se escriba la historia de nuestros actuales desastres. Si de algo sirven a tal fin los trozos que acabo de extractar es para poner de relieve el ambiente de obsecuencia, servilismo y grotesco envilecimiento a que nos había conducido el régimen de Antón Bocanegra, al mismo tiempo que se perfila el retrato moral del tirano y también, de rechazo, el de este secretario que había de ser su asesino.
Después de tales digresiones no quiero, sin embargo, pasar por alto un detalle que a mí personalmente me interesa recoger para dejar establecidas ciertas puntualizaciones necesarias. Se trata de una conversación, por no decir discusión, que hubo en la tertulia de la Primera Dama a propósito del tan comentado artículo de Camarasa sobre C ómo se hace una naci ón. Este artículo fue en su día objeto de un pequeño escándalo, un mero escandalete, sin consecuencias; digo, sin consecuencias inmediatas, porque remotas había de tenerlas, y muy graves, irreparables, para su autor. ¿Quién no recuerda el malhadado escrito? Era una pieza insolente, burlesca, encaminada a basurear los sentimientos patrióticos y a promover el escepticismo sobre valores de los que no es sano poner en tela de juicio. En fin, ahí está el artículo, en la colección de El Comercio, para quien tenga la curiosidad de buscarlo y el dudoso gusto de volverlo a repasar. Yo, por mí, recuerdo muy bien sus términos. Bajo la forma de un sueño, pretendía Camarasa ver cumplidos sus anhelos de patriota almeriense (pues nuestro hombre era natural de esa desamparada, seca y resentidísima provincia andaluza, cuyos hijos, obligados por la miseria a emigrar, suelen buscarse el pan en el norte africano), fingiendo que, a raíz de un supuesto incidente con Marruecos suscitado por la cuestión de la soberanía sobre Ceuta y Melilla, se había producido un desembarco musulmán en las costas de Almería, seguido por la declaración de independencia de este antiguo reino de taifas [87] , que ahora volvía a afirmarse como un Estado libre frente a España. Tan ridícula trama le procuraba a Camarasa la ocasión de mofarse, al mismo tiempo, de todo el mundo, y muy en particular de los esfuerzos que puede realizar una nación pequeña y joven, como la nuestra, para -rebañando afanosamente en el pasado- constituirse un acervo de tradiciones gloriosas, o cuando menos presentables, de cuyo patrimonio puedan derivar orgullo los ciudadanos, sacar temas de seguro efecto los oradores políticos, y seleccionar motivos de ejemplaridad los maestros de escuela.
Como luego lo calificó el redactor jefe de El Comercio (quien, inadvertido, sorprendido en su buena fe, había enviado el artículo a la imprenta sin leerlo, en la idea de que dataría algún tema rutinario o anodino), era, al contrario, una bomba de tiempo.
¡Vaya que sí! Más de lo que hubiera podido imaginarse. Por lo pronto, no tuvo eco alguno, ni al día siguiente de su publicación, ni al otro. El primero en reaccionar fue el Ministro Plenipotenciario de España, quien, como enseguida se supo, hizo una discreta advertencia en el Ministerio de Estado llamando la atención acerca del mal efecto que podían tener bromas de ese género, sólo conducentes a perturbar incautos y a crear una atmósfera de inseguridad alrededor de la política internacional española, en beneficio exclusivo del comunismo. Por otra parte, lamentaba él -el diplomático, digo- que un compatriota suyo se permitiera burlas, por muy embozadas que fueran, a costa del país que tan generosa acogida le brindaba, ya que una semejante actitud desmiente, empaña y desacredita el concepto de la proverbial hidalguía española…Tres días después salió por fin en El Diario Ilustrado un suelto, sin firma, bajo el título de Almer ía no es Am érica, ni nosotros somos bobos, donde se repelían virilmente los insultos con que determinado individuo, abusando de la generosa pero, reconozcámoslo, un poco insensata hospitalidad de nuestro país, se permitía hacer escarnio aun de los más puros sentimientos patrióticos. A éste, siguieron luego otros indignados ataques contra el desdichado foliculario, entre los que se destacaba por su virulencia vitriólica la nota inserta en el Bolet ín del Ej ército y la Polic ía Nacional bajo el epígrafe de Se creer á que tiene gracia.
Y aquí, en este punto, es donde me interesa a mí aclarar las cosas. Pues, si bien de pasada, afirma Tadeo que todo el mundo coincidía en atribuirme a mí -a ese renacuajo de Pinedito [88] , dice el cachafaz- la paternidad de dicha nota; y como, según parece, tal versión circulaba también en las conversaciones del Palacio que él relata, de poco valdría que yo quisiera suprimir ahora el pasaje correspondiente en las memorias; pues aunque Tadeo, y varias de las personas entonces presentes, han desaparecido ya, esas cosas quedan: la gente habla, comenta, conjetura y afirma, hasta que el rumor pasa a ser artículo de fe. Y poco me importaría todo ello si no fuera porque ahora, otra vez, llueve sobre mojado, y sé, y me consta, que en estos días mismos, de nuevo, no falta quien haya echado a rodar la especie de que he sido yo también quien denunció a Camarasa, dando lugar a que lo asesinaran. Prefiero, por lo tanto, agarrar al toro por los cuernos y dejar esclarecidas las cosas de una vez por todas; y que cada cual cargue con la responsabilidad que le corresponda. Por lo pronto, no he de negar que fui yo quien redactó la nota del Bolet ín del Ej ército. Hacía falta que alguien le saliera al paso a aquel atrevido, poniendo los puntos sobre las íes sin dejar lugar a dudas, como se reconocía por unanimidad en la tertulia presidida por doña Concha; y ese alguien fui yo, como pudo haber sido cualquier otro. En realidad, la nota no la escribí por propia iniciativa, sino animado por mi tío, el difunto general Malagarriga, ministro entonces de la Guerra, en su deseo de proporcionarme a la vez la ocasión de ganar un pellizco de los fondos administrados por el viejo Olóriz. Y tampoco mi tío, seguro estoy, debió de proceder en esto sin la anuencia al menos de su señor Jefe, el digno Presidente de la Nación, quien luego, a juzgar por lo que el tal Requena cuenta, encontró muy lindo echárselas de magnánimo condenando el tono «venenoso» del suelto, al mero efecto de llevarle la contraria a su amantísima esposa. Hasta se permitió opinar Su Excelencia que sólo un tipo como yo, amargado por su desgracia, podía destilar tanta hiel en unas cuantas líneas [89] . Ella, en cambio, estaba tan furiosa con la desfachatez del periodistucho español que cualquier castigo le hubiera parecido poco. Comparaba mi suelto con el artículo de Camarasa, y encontraba que era la única respuesta adecuada. Me satisface comprobar, además, que la Presidenta no era la sola defensora de mi diatriba. Aquel desdichado se las había compuesto para molestar a todo el mundo, a unos por una causa y a otros por otra, prestándose con su ambigüedad a las más diversas interpretaciones, muchas veces, lo reconozco, absurdas. En particular, las alusiones y correspondencias que pretendían descubrirse estaban casi siempre traídas por los pelos. Ni siquiera faltó quien aventurase que aquel libelo se había fraguado en la propia Legación de España, como una burla a nuestro país, y que la protesta del Ministro Plenipotenciario era una especie de coartada, y venía en realidad a remachar el clavo. Este disparate, que, como todos los disparates, ganó luego la calle y circuló mucho, procedía -o, al menos, así se dio a entender- de la minerva de Carmelo Zapata, muy enojado -no comprendo por qué- con las facecias de Camarasa [90] sobre el poeta almeriense Francisco Villaespesa [91] , al que calificaba en su artículo de numen glorioso del Nuevo Mundo [92] , nacido por licencia poética en el territorio, todavía entonces irredento [93] , de Almería. -Estupideces de Carmelo -sentenció, perentorio, Bocanegra, echándose un trago al gaznate-. Y… si vieran -agregó- que a mí el artículo de Camarasa me ha divertido, en medio de todo…
Ésta era la última palabra: una absolución. Y Camarasa, después de tanto, se quedó tan fresco.
Digo, se quedó tan fresco, por entonces. Lo que pasaría después nadie podía adivinarlo. La bomba de tiempo, olvidada ya, terminó por matar al que la había preparado. Pero ¿qué culpa voy a tener yo, ni por qué regla de tres me han de meter a mí en esto? Si vamos a hilar delgado, todos tenemos la culpa de todo cuanto pasa en el mundo, y a todos, por fas o por nefas, nos incumbe alguna responsabilidad. Sería chistoso que ahora resultara yo…