»En el silencio, en la atmósfera, percibí la indignación desconcertada del poeta Carmelo. Se volvió a mí (yo fingía siempre ocuparme de mis cosas), y apeló: -Venga, joven, hágame el favor, que el señor ministro es medio ciego; vea usted por sus propios ojos. -Me acerqué a la imagen, hacia la que Zapata señalaba ahora. El dedo del poeta apuntaba, rígido, a la entrepierna del desnudo Infante. En verdad, debo confesarlo, aquello era un poco exagerado, bastante exagerado. La figurita había sido favorecida, no por la naturaleza, pero por la fantasía del artífice, con demasiado pródigos atributos de una virilidad que en edad tan tierna hubieran debido reducirse a mera e insinuada promesa, nunca desplegarse en realidad tan cumplida. -¡Ah, eso! -exclamó ahora el doctor, al tiempo que yo soltaba la risa. Seguramente la navaja del rústico escultor había tropezado ahí con algún nudo de la madera y, en la alternativa había preferido pecar por carta de más, antes que por carta de menos: eso era todo. Pero el Vate estaba indignadísimo, más quizás que por mi risa, por la débil reacción del ministro. -Comprenderá usted -argumentó, cargado de razón- que esto es una irreverencia insufrible; y yo, como buen católico, no estaba dispuesto a consentirlo. Por eso fue que me llevé la cosa a casa, y luego, para que nadie pueda echarlo a mala parte, ni sospechar un interés mezquino, ni pueda hablarse (¡qué estupidez!) de hurto, he comprado para regalársela al Museo, esta otra imagen. -Y aquí, mientras lo decía, deslió el encantador, beato Niño Jesús adquirido en la santería, con su manita regordeta bendiciendo, y cubierta la barriguita por delicado cendal… -Pues lo siento mucho, mi ilustre amigo; créame, que lo lamento en el alma; pero el trueque que usted propone no puede aceptarse, dado el estado a que ha llegado este asunto. Y va a permitirme que le haga el reproche de haber procedido en él con demasiada ligereza e impremeditación-. Era evidente que el doctor Rosales, con la vista huida, medía sus palabras; pero yo observaba en la cara de Carmelo Zapata que, pese a tanta precaución, eran veneno para nuestro laureado poeta, quien se iba poniendo de color ceniza. -Su objeción -siguió el doctor-, su objeción contra esa imagen es, desde luego, muy respetable, aunque, la verdad, yo no acierto a descubrir malas intenciones, sino acaso impericia, en quien la ha tallado. Pero, de todas maneras, usted pudo dirigirse discretamente al Secretario del Instituto, o a mí mismo, y nosotros… -De modo -interrumpió el Vate en mi estallido de soberbia-, de modo que encima se permite usted llamarme indiscreto. Era lo que faltaba -gritó, furioso, con las pupilas encarnizadas-. Pues sepa usted, señor ministro, que tendrá que responderme de esa injuria en el campo del honor. Le enviaré mis padrinos.
»Ante tal salida, me volví a observar con curiosidad a mi don Luisito; y lo vi que, desde su anonadamiento, se erguía con un desconocido relámpago de ira en los ojos. Pero sólo fue un chispazo; de inmediato, en tono ligero, familiar y terriblemente sosegado, le replicó: -Mira, Carmelo, escucha; me vas a hacer el favor de no ser tonto [86] .
»Nunca lo hubiera esperado. Uno trata a las personas tiempo y tiempo, pero nadie sabe nunca lo que cada cual puede llevar oculto en el buche. Carmelo bajó la vista al suelo, donde relucían sus botines, y dejó pasar un rato más que mediano antes de resolverse a decir nada. Lo primero que dijo, y lo dijo con una voz entre pesarosa y reflexiva, fue: -Pues esto no puede quedar así. Si usted no se bate conmigo, tendré que desafiar a Tuto Ramírez.»