¡Qué viejos, qué lejanos, y qué triviales, qué absurdos en su insignificancia, parecen ahora todos esos cuentos, a la vista de lo que está ocurriendo en torno a uno! Me refugio yo y meto la cabeza entre mis papeles por no pensar en el peligro que acecha; pero, de pronto, cuando más distraído estoy, me entra el dichoso vértigo, siento una especie de mareo y náusea, empieza a darme todo vueltas alrededor, y es como si despertara de improviso a la cruda realidad. ¿Será posible -me pregunto entonces-; será posible, Pinedito, que te preocupes y hasta te indignes a veces por tonterías semejantes? ¿Qué importancia puede tener, por ejemplo, a la fecha de hoy, la pequeña crueldad de un Tadeo Requena complaciéndose en sacar de quicio al infeliz de Luisito Rosales con sus tan repetidas y necias bromas sobre estrangulación? Uno y otro, muertos están ya; y estrangulaciones, y puñaladas, y fusilamientos, y horrores de todas clases, se encuentran a la orden del día, como si aun el último sentimiento humano hubiera desaparecido. Y en comparación, las querellas de ayer se nos antojan pequeñeces; pues lo que pasa ahora ha alterado las medidas antiguas, cambiando por completo los criterios que antes se tenían por válidos. Así, mucha gente que detestaba a doña Concha, la Presidenta, ha terminado por compadecer su triste suerte, y hasta por descubrirle algunas póstumas virtudes; y, al lado de lo que hoy usurpa irrisoriamente el nombre de gobierno, el gobierno de Antón Bocanegra hubiera merecido parangonarse con el de Marco Aurelio [118] , tan relativas son las cosas de esta vida.
Yo mismo -pues no me excluyo- he tenido que modificar algunas de mis anteriores apreciaciones; y no siento empacho en reconocer que cuando, en medio de esta batahola, entablé contacto de nuevo con mi tía Loreto, lo apretado y difícil de las circunstancias que a todos nos oprimen hizo que nuestra conversación fuera, no ya confiada, sino incluso muy afectuosa, y que de ella naciera una sincera estimación por parte mía hacia esa pobre mujer a quien explicables razones de familia me habían hecho mirar siempre con prevención.
Fue el viejo Olóriz, pariente suyo, quien me facilitó sus señas actuales; y tuve el placer de presentarme a ella, no en busca de protección, que para nada necesitaba ya, antes en la actitud de quien, a lo mejor, hubiera podido ofrecerla. Porque, en efecto, cuando -a raíz del asesinato de Bocanegra- se produjeron los trágicos acontecimientos que nos han traído hasta aquí, y se instaló en el poder la Junta de esos que yo llamo in mente los Tres Orangutanes Amaestrados del viejo Olóriz (sin que, por supuesto, el apodo jamás salga de mis labios, pues los tiempos no están para bromas), creí prudente arrimarme a éste y nombrarlo mi jefe, dado que, en realidad, yo siempre había trabajado algo para los Servicios Reservados y Especiales que él, más o menos, controla. Ahora está controlando también -medio imbécil y malvado como es el viejo- al increíble trío que ha trepado y por el momento preside -digámoslo así, pues ocupan a terceras partes el cargo de Presidente-; que presiden, pues, los destinos de la Patria.
Sí, sus orangutanes amaestrados. Es cosa de verlo y no creerlo. ¡Qué sujetos!, ¡qué calaña! Desde que por vez primera aparecieron en la televisión, oscuros, con la mirada tristísima bajo la visera de sus gorras militares encajadas hasta las cejas, tuve la impresión neta de que los tres sargentos de la Junta Revolucionaria no eran sino antropoides escapados de un circo, y que sólo por sorpresa, sólo por una serie de asombrosas casualidades hubieran atinado a encaramarse en el gobierno. Estábamos, como de costumbre, en el café de La Aurora, a la expectativa de noticias; y cuando la televisión presentó al público la recién constituida Junta provisional revolucionaria, todo el mundo se quedó helado, sin que nadie se permitiera comentario alguno; nadie, salvo -claro está- el inevitable Camarasa, que hizo uno de sus chistes fúnebres. ¡Discretísimo silencio! El zumbido de los ventiladores era lo único que se oía al desaparecer de la pantalla las imágenes que tanto nos habían impresionado. ¿Quiénes podrían ser aquellos personajes?
Los antecedentes del siniestro equipo no tardaron mucho, sin embargo, en conocerse. Resulta que no todos tres surgían de improviso a la publicidad desde el anonimato, como se había creído; si en el campo político constituían novedad absoluta, uno de ellos, al menos, el llamado Rufino Gorostiza, se había asomado ya antes a los periódicos -en la sección deportiva, no como ahora en primera plana-, y tiempo atrás había disfrutado de cierta notoriedad dentro de los ambientes del catch-as-catch-can [119] o lucha libre, bajo el pseudónimo de La Bestia. Muchos aficionados recordaron enseguida con gusto sus famosos encuentros versus Antonio Rodríguez (Superman) y, sobre todo, se complacían en evocar la memorable derrota que infligiera al hasta ese día imbatible Gardenia el Bello. Eran otros tiempos; todo esto pertenecía al pasado. La Bestia abrazó luego la carrera de las armas, donde no tardaría en alcanzar el grado de sargento y, por fin, la dignidad de triunviro, que ahora comparte, como nadie ignora, con sus colegas Falo Alberto, de la Policía Montada [120] , y Tacho Castellanos, alias Salpic ón, de los parques de Intendencia, adscrito éste a las oficinas de la Casa Presidencial cuando el deber lo llamó, a través de las peripecias que todo el mundo conoce, a integrar y encabezar la Junta revolucionaria que debía sacar a la Patria tanto de la anarquía como de la amenaza reaccionaria («hidra reaccionaria» [121] , es la expresión que se ha puesto en boga). Pero lo que no conocía todo el mundo por entonces, ni muchos se imaginan todavía, es que el verdadero cerebro de ese grupo, quien desde su casa, desde la butaca donde está medio baldado, tira de los hilos, quien maneja la tramoya, el dueño en fin cuya voz reconocen los Tres Orangutanes, es el viejo Olóriz, mi muy querido administrador de los Servicios Especiales y Reservados.
No podría asegurar yo que fuera él quien urdió la trama de este gobierno durante aquellas horas terribles de desorden e indescriptible pánico: alguna vez tendré que averiguar ese punto; pero lo que no deja lugar a dudas es que, por lo menos, cuando estos antropoides se vieron en lo alto, recurrieron mansamente a nutrirse de sus sabios y venerables consejos; y ellos, que de todo el mundo desconfiaban, se fiaron de él. Yo no sé cómo se las arreglaría aquel valetudinario para captar sus voluntades hasta metérselos así en el bolsillo; sé que, por una rara casualidad, los conocía a los tres, y había tenido algo que ver con ellos, cada uno por su lado; no sólo con Tacho Salpic ón, cuyos ahorros de Intendencia administraba muy satisfactoriamente el prudentísimo anciano, sino con La Bestia, desde sus tiempos deportivos, y también con el otro, con el sargento de la Policía. De modo que cuando yo, en el desconcierto de aquellas primeras jornadas, visité y me puse a frecuentar la casa de Olóriz, no sospechaba hasta qué punto había dado en la tecla. La reflexión me aconsejaba, desde luego, abstenerme del contacto con doña Loreto, que, sobre ser viuda de un general de vieja cepa, estaba viviendo en Palacio y pertenecía al círculo íntimo del régimen caído; pero fue el instinto quien me avisó del árbol a que debía arrimarme en busca de sombra [122] . A su amparo vivo, aunque nadie puede sentirse muy en seguridad al lado de este viejo ladino. La misma manera como ejerce él su influencia tremenda, sin que se note, sin que se sepa, sin uno solo de los gajes, ventajas y satisfacciones del mando, aparte la propia de ejercitarlo, me permite estar cerca de él, verlo a cualquier hora del día o de la noche, hablarle; pero, al mismo tiempo, me coloca a su entero arbitrio, como si yo fuera uno más de los títeres que él mueve con sólo un dedo, y al que puede tumbar cuando le plazca, dejándolo tirado.
Así y todo, vamos viviendo, vamos trampeando con la vida. Y ya los días pasados me pareció que no sería imprudente, quizás ahora todo lo contrario, buscar a Loreto y, como quien no quiere la cosa, obtener de sus labios datos, preciosos sin duda, que ella y nadie más que ella posee acerca de la génesis de los acontecimientos actuales, cuyo bosquejo preparo. Estaba persuadido de que las noticias proporcionadas por la amiga, confidente y quizás cómplice de la Primera Dama no sólo complementarían la información contenida en las memorias del secretario de la Presidencia, no sólo servirían para confirmar o rectificar a éste, sino que aportarían también elementos inéditos, sobre todo a partir del momento en que el coronel Pancho Cortina puso punto final con su pistola a las caligrafías de Tadeo Requena. Mis esperanzas no quedaron defraudadas. Olóriz me dio las señas actuales de mi tía Loreto y, después de haberme puesto de acuerdo con ella por teléfono, allá me encaminé a visitarla.
No estaba escondida, ni creía, la muy inconsciente, haber tenido nunca motivo para esconderse; simplemente, cuando una partida de forajidos entró en Palacio y, so pretexto de seguridad personal para la interesada, se llevó presa a la ex Presidenta -cosa que ocurrió al día siguiente de morir Bocanegra-, ella, Loreto, se apresuró a meter en un maletín lo más necesario y acudió en busca de hospitalidad a las puertas de un matrimonio amigo, quienes, por si fuera poco prestarle habitación, unos días después huyeron a refugiarse, del otro lado de la frontera, en una factoría holandesa de la cual eran accionistas, y le dejaron por suya, y a su cuidado, la casa entera. Allí estaba instalada como una reina cuando llegué a verla. Nuestra conversación resultó al comienzo -se comprenderá- un poco violenta, hecha de excesivo interés por la suerte respectiva y de ofrecimientos exagerados. Yo me preguntaba qué pensaría de mí aquella necia, y supongo que ella por su parte estaría preguntándose algo por el estilo: que qué tripa se me había roto, para acordarme de ella e ir de pronto a buscarla. Pero al poco rato ya empezamos a sentirnos más cómodos ambos, y la conversación se prolongó por fin durante varias horas. Tantos horrores han sido menester para que, al cabo de años y años, se rompa el hielo entre nosotros… Yo empecé por preguntarle cómo había capeado el temporal; y entonces fue cuando me contó la detención de doña Concha y todos los incidentes que siguieron. Más de una semana había tardado en averiguar dónde llevaron a su amiga; y después de saber que estaba presa en el antiguo Asilo de la Inmaculada Concepción, todavía le costó un montón de días conseguir el permiso para verla. ¡Para verla muerta! pues cuando, tras de nuevas postergaciones, la dejaron por último pasar a la enfermería, debió encontrarse allí con el horrible espectáculo… Por supuesto, Loreto se apresuró a reclamar el cadáver para que su amiga tuviera un sepelio digno, al mismo tiempo que removía Roma con Santiago exigiendo que el crimen no quedara impune. En realidad, y puesto que, como -dicen, «muerto el perro se acabó la rabia», salieron del atolladero con despachar de un pistoletazo al que, según parece, la había asesinado: un idiota del Asilo, que, «liberado» por la revolución, andaba como alma en pena merodeando siempre por allí, con la transigencia piadosa del ex conserje y actual celador de la prisión. Este, un buen hombre, y muy respetuoso a juicio suyo, fue quien impuso a Loreto de cuanto había ocurrido desde que doña Concha ingresó en la Inmaculada. Pero son cosas -se interrumpía a cada rato-, usted me perdonará, señora, impropias del oído de una dama; y ella tenía que tranquilizarlo, repitiéndole que era como una hermana para la detenida y que deseaba, necesitaba absolutamente estar al tanto de todo; con lo cual terminó enterada de las ignominias a que, de mejor o peor grado, había debido prestarse la ilustre detenida. Opinaba Loreto que a ésta, con tanto desastre, seguramente se le había debido de ir la chaveta. ¿Cómo, si no, explicar conducta a tal punto disparatada, tan…?