»Se echó a reír del disparate. Ahora verían… Y volvió a insistir en que le devolviera su perro. -Vamos ¿dónde está mi valedor, menos irracional que quienes me combaten? [116]
»Estaba excitado el viejo, eufórico, y me dio rabia. -Aquí, doctor, venga por acá -le dije fríamente; y me levanté, encaminándolo hacia el guardarropa. Abrí la puerta y prendí la luz.
»-¿Dónde está? No lo veo. -¿Cómo iba a verlo mirando al suelo? Señalé con el dedo hacia el bulto, que hubiera podido tomarse por una bolsa colgada de la percha. El doctor no dijo ni pío; sólo se le cayeron al suelo los anteojos. Se los recogí, lo saqué por un brazo y le hice sentarse en una butaca, junto a mi sillón. Estaba pálido y me echaba miradas de extravío.
«Entonces yo tomé la palabra y le expliqué mis motivos. Con voz adusta, lenta y bastante firme, le dije, entreverando el tono de reproche dolorido con el de cariñosa protección: -Parece mentira, doctor, que un hombre de sus años y de su experiencia pueda incurrir… Vea, yo le prometí hacer lo mejor para usted; pues eso -señalé hacia la puerta del guardarropa-, eso, doctor, es lo que más le conviene: eliminar el cuerpo del delito. -Hice una pausa-. ¿Se da cuenta -proseguí-, la irreverencia que significa poner el himno nacional en la boca de un perro? Irreverencia no es nada. Se trata, en verdad, de un delito de lesa patria. Sencillamente. Y todavía ¡proponerse perpetrar semejante ludibrio en presencia del Jefe del Estado! Pero, doctor, usted se ha vuelto loco…
»Mientras hablaba, iba observando yo el efecto de mi discurso. El hombrecito estaba anonadado. Me miraba con los ojos vidriosos, trataba de comprender y no salía de su asombro. Proseguí: -¡Qué disparate! ¡Quién sabe si, en lugar de ese pobre bicho, no hubiera sido usted quien se tuviera que colgar de desesperación por los resultados de su impremeditada y ligerísima iniciativa. (Me sentí hablar como él mismo hablaba; no en vano había sido mi preceptor; en las ocasiones serias, adoptaba sin proponérmelo su estilo de elocución.) Porque yo -proseguí-, que soy su amigo, estoy convencido de que sólo la falta de reflexión, y no el espíritu de burla, ha podido inducirlo a usted, todo un ministro del gobierno, a cometer acto tan punible. Por muy contento puede darse de haber tropezado conmigo. ¿Se imagina los titulares del Bolet ín del Ej ército, el comentario del Mangle López por la radio? Pero tranquilícese, doctor, que ha tenido la suerte de dar conmigo… Diga: ¿conoce el asunto alguien más que yo?
»Denegó lenta, tristemente con la cabeza, a la vez que me untaba una mirada canina [117] . Debía de sentirse perdido, el viejo zascandil… Ya estaba hecho el trabajo; asunto concluido. Seguí abundando sobre el tema, para asustar y tranquilizar alternativamente al hombrecito, y hasta conseguí que me diera las gracias -con un apretón de manos y la expresión de la mirada, pues parecía haber perdido el habla. En fin, cuando se dispuso a irse, le di una palmada en el hombro y pude arrancarle una lastimera sonrisa con algunas bromas: -Alégrese, doctor. La oportuna muerte de ese chucho le salva a usted de la horca: lesa patria, pena capital. Y me pasé, como de costumbre, el dedo por la garganta.»