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«Hablaba con calma, casi con pena. La sacudí por los brazos sin importárseme la presencia de Loreto: -Pero ven acá, estúpida. ¿Cómo se te ocurre…? -Y ahí se me quedó cortada la frase: era a mí a quien no se me ocurría nada, después de tanto haberlo pensado. Me dirigí a la otra en busca de apoyo-: ¿No le parece, Loreto?

»Loreto giró una mirada vacía y temerosa, sin contestar cosa alguna. Y entonces le pidió Concha: -Por favor, Loreto; vas a dejarnos solos un momento, ¿eh, querida? -Es lo que ella estaba deseando; no había pasado aún medio minuto cuando ya empezaron a oírse al otro lado de la puerta los ronroneos, quejidos y gruñidos de la radio que, habitualmente, debían cubrir el ruido de los nuestros.

»Pero esta vez no se trataba de eso. Dominando a duras penas sus nervios, y haciéndome caricias que me dejaban frío, emprendió con paciencia la tarea de persuadirme.

Y como quiera que yo me dejaba persuadir tan fácilmente con el empleo de sus recursos ordinarios, echó mano de las reservas apelando a algo que no podía decirme sin ambages. Desembuchó: que hasta hacía poco, la cosa no pasaba de ser un pálpito, y ella no había querido darme la alarma antes de estar segura; pero que los meros barruntos se habían convertido ya en indicios serios (y me harás el favor de reconocer que en estas materias las mujeres nunca nos equivocamos). ¡Por sí quedara alguna duda, ahora venía el aviso del senador, un alma que clamaba venganza, a ponerse de nuestra parte!… ¡Revienta de una vez, caramba!, le grité.

Y reventó: que en la cabeza de Bocanegra (ya sabes que él siempre obra a traición) se estaba cociendo nuestra pérdida.

»Me quedé estupefacto, se comprende. -Pero ¿por qué? -pregunté como un imbécil-. ¿Que por qué? -ella largó su risotada insufrible, echando una miradita a la cama. -¿Tú crees? -volví a preguntar, cada vez más atontado-. ¿Será posible? ¿Cómo? -¿Cómo? ¡Comiendo! -respondió, para aclarar enseguida-: ¡Ay, mi hijito! ¿No sabes tú muy bien que nunca falta quien insinúe un chisme, quien deslice una insidia?… -Me lo decía casi con aire de triunfo, la muy cretina; y agregó-: Mira, ¿quieres que te diga una cosa?: yo le he llegado a tomar miedo ya a la ambición de ese títere de Pancho Cortina; una ambición sin límites, permíteme que te lo recuerde. Te lo repito, hay indicios serios, y no es tontería.

»Si lo que se proponía ella era quitarme el sueño, no puede negarse que lo consiguió: en toda la noche no alcancé a pegar ojo. Repasaba y desmenuzaba conocidos episodios en los que Bocanegra se había desembarazado -a traición, como ella dijo- de colaboradores íntimos, a quienes fulminaba él cuando más confiados estaban. Y dándome vueltas en la cama, no podía yo apartar de la mente, sobre todo, el caso de Doménech [165] , del que a mí me tocó ser testigo excepcional; más aún: en el que tuve personal participación -en compañía de Pancho Cortina, por cierto, o como acólito suyo- bajo órdenes expresas de nuestro jefe. -Es un ladrón -había sentenciado éste a la hora del desayuno; y el opulento director del Banco Nacional de Créditos cenaba ya esa noche en la prisión preventiva. Doménech salvó el pellejo; sí; pero sólo para padecer la irrisión de su caída, y pasear su destituida indigencia por las calles, bares y cantinas de la Capital, hasta que consiguió escapar, por fin, precariamente, al otro lado de la frontera. En una de las factorías holandesas trabaja hoy, sin meter bulla. Por lo que a mí se refiere, de ser ciertos los temores de Concha, no tenía que preocuparme por futuros empleos, para qué hacerse ilusiones… En la luna estaba Doménech un momento antes de detenerlo; y ésta es la fecha en que todavía ignoro yo, alicate de Bocanegra [166] , la verdadera razón de su desgracia. Si era verdad que me había llegado el turno, en ese aspecto por lo menos sabría bien a qué atenerme. Pero ¿qué fundamento tendrían en realidad los temores de la insensata? Durante mi insomnio, me desesperaba por no haberle exigido, ¡estúpido de mí!, que me precisara bien antes de separarnos cuáles era los indicios esos de que hablaba, los hechos concretos, de modo que pudiera yo calibrarlos por mí mismo y formarme mi propia opinión.

»Así, lo primero que hice al otro día, apenas pude reunirme de nuevo con ella a solas, fue confesarla. Entonces, y en los días sucesivos, hasta hoy, me ha comunicado al detalle sus observaciones, sospechas, conjeturas, etcétera, que si no son tranquilizadoras, tampoco resultan inequívocas ni, por lo tanto, consienten esa otra especie de tranquilidad que, después de todo, le da a uno el estar seguro de lo peor.

»Ha sido una semana horrible. Por si Concha no fuera de ordinario bastante espinosa en su trato, los nervios la tienen ahora intratable, crispada. No había cosa que yo le objetara, a la que no respondiera ella con improperios, con groserías, con intemperancias; de modo que nos peleábamos por palabras, cuando tanta cuenta nos tenía ponernos de acuerdo sobre los hechos. Y otras veces, en cambio, quería hacerse la cariñosa -babosa, diría mejor-, con sobonerías que, si a mí me encocoran siempre, en circunstancias tales… También por ese lado salíamos reñidos, y lo que había querido comenzar en caricia terminaba en arañazo, o en puñetazo. Pero, de cualquier modo, estábamos uncidos y teníamos que tirar juntos para adelante.

»Aun cuando la presencia de Bocanegra -a qué negarlo- me violentaba mucho, yo me aplicaba a espiar sus gestos, actitudes y miradas, y analizaba sus cortas palabras, dándoles cien vueltas para ver si detectaba algo; siempre en vano, sin que tampoco este resultado negativo me calmara, pues demasiado inocente hubiera tenido que ser yo para, conociéndolo, confiar en tales apariencias. Por otro lado, no era poco el trabajo que me daba afectar ante él naturalidad en medio de tantas incertidumbres. ¡Qué semana de infierno! Tan pronto se me ocurría que estaba perdido irremisiblemente, y pensaba que mi única salvación sería huir antes de que fuera demasiado tarde, desaparecer de la noche a la mañana, que me tragara la tierra, hacerme humo, en fin, como -por el contrario- me entraba, de repente y sin razón alguna, una confianza loca en que todo eso no podían ser sino imaginaciones, e inclusive de que esa mujer, si no fingía, exageraba muy a sabiendas su miedo para inquietarme más, y dominarme mejor, y obligarme a hacer lo que ya se le había metido entre ceja y ceja. De nuevo me entraban sospechas sobre la autenticidad de la comunicación con el senador Rosales, que a ratos volvía a parecerme una patraña de todo punto increíble, pues ¿cuándo jamás se iba a haber ocupado don Lucas de este ínfimo gusano, ni siquiera para hacerme instrumento de su venganza, como ella argüía, a cambio de nuestra salvación?

»-A esto hay que ponerle término; hay que buscar un remedio -vino por último a decirme ella, adivinando quizás que yo me acercaba al límite y no aguantaba ya más. -¿Qué remedio? -le pregunté fríamente, casi en tono de desafío. Me miró muy despacio; y, muy despacio, sin mirarme: -¡Ah! Eso es cuestión tuya -fue su respuesta; agregando-: ¿O acaso eres un mandria?

»En aquel instante la hubiera estrangulado. ¿Cuestión mía? ¿Era cuestión mía? ¡De modo que, cuando habíamos llegado a un punto en que no había quién desenredara el lío armado por ella, y donde yo me había dejado cazar como un estornino, cuando era necesario cortarlo, entonces, ahora, eso era cuestión mía! Vi rojo; y ella, que no es tonta, leyó en mis ojos. -Quiero decirte -se adelantó, afectando tranquilidad- que yo sola no podría hacer lo que tengo pensado, y es menester que tú… Dime: ¿no estamos unidos, tú y yo, para siempre ya, en la vida o en la muerte? -¡Habla! -corté, seco. Y me quedé aguardando, con los brazos cruzados. Era como una orden desapacible y amenazadora; y también, un poco ridícula si se quiere.

»¡Con cuánto aplomo sabía desenvolverse aquella condenada! Convencida, sin duda alguna, de que en efecto mi estado de ánimo había alcanzado el punto de saturación, estaba resuelta a proponerme sin más dilaciones el desenlace que ya tenía premeditado. Y como, por otra parte, mi actitud no le consentía mucho juego, me confió que la noche anterior se la había pasado cavilando sobre el problema, sobre nuestro problema, y no le hallaba otra solución sino quitar de en medio, expeditivamente, a Bocanegra, antes de que Bocanegra nos quitara de en medio a nosotros; que, en verdad, no nos quedaba otra alternativa, pues muerto el perro se acabó la rabia; que era, después de todo, un caso de necesidad extrema, de legítima defensa. En suma: bajo la forma narrativa, y como si redujera a relato un largo debate interior que hubiera sostenido consigo misma, me sirvió el texto que seguramente había tenido intenciones de montar, dramatizado con mi colaboración, a no mostrarme yo tan refractario, tan cerrado, tan iracundo y tan hostil. Esas perplejidades suyas que ahora me refería, acerca de la mejor, más segura y menos peligrosa manera de acabar con Bocanegra, estaban preparadas -y yo lo advertía bien al seguir su hábil trazado- para haber ido surgiendo y presentarse oportunamente en el curso de una conversación conmigo de la que esperaría sacarme, como Sócrates a su ignorante interlocutor, el resultado que ya se traía prefabricado en su cabeza. Y ¿cuál era ese resultado maravilloso? Pues que para eliminar la amenaza cernida sobre las nuestras -es decir, para eliminar a Bocanegra- lo más conveniente era echarle yo en la bebida unos polvos que ella tendría la diligencia de procurarme, de modo que, agregado su efecto al del alcohol, hicieran eterno el sueño de Su Excelencia [167] .

»Yo la detestaba oyendo su proposición, pero mantenía impasible la cara de palo. Había terminado, y ahora estaba callada, escrutándome con disimulada ansiedad. En el mismo tono de antes, y siempre con los brazos cruzados, le ordené: -¡Sigue! -Sigue ¿qué? -me gritó, furiosa. Yo, con inalterable calma, le repliqué-: ¿Y luego?

»No le faltaba respuesta; también la tenía prefabricada. Que ya ella había pensado en eso, aun cuando de cualquier manera tampoco nos quedaba opción. La muerte repentina del Presidente, si bien implicaba cierto riesgo para nosotros, alejaba por lo pronto el rayo que tan inminente parecía. Y luego, ya saldríamos del hoyo; luego… ¿quién sabe? -Por mí misma, poco me importa -mintió-; en cuanto a ti, queridito, tú eres hombre, y eres joven, y estás en un puesto desde el cual algo, mucho puede hacerse para influir sobre el curso de los acontecimientos, y quedar bien situados, intervenir e influir en la solución del problema sucesorio; más, conociendo por adelantado lo que se viene encima, y cuándo. En fin, ¡Dios dirá!

[165] el caso de Doménech: ya narrado anteriormente. Este caso demuestra que Muertes de perro es una novela abierta, pues como en la Comedie humaine de Balzac y en las Novelas contemporáneas de Galdós, sus personajes secundarios pasan a primer plano en secuelas novelescas. En El fondo del vaso (1962), Doménech, emigrado a Méjico, se interesará por la querida de su compañero de exilio, el protagonista José Lino Ruiz, y tras la repatriación y el reestablecimiento de su fortuna bancaria, decidirá emplearla en su oficina, muy a pesar de Ruiz.


[166] alicate de Bocanegra: en el sentido literal, «alicate» significa una «tenaza pequeña de acero» utilizada para «coger o sujetar objetos menudos»; en sentido figurado, «instrumento» en ciertos países americanos (Dic. Real Acad., 72).


[167] lo más conveniente… el sueño de Su Excelencia: cfr., de Shakespeare, Macbeth, Acto II, esc. 2, donde Lady Macbeth, que ha tomado la iniciativa en preparar la muerte del rey Duncan y de sus criados, embriagados todos, informa a Macbeth, «He puesto drogas en sus bebidas, / Para que la muerte y la naturaleza contiendan en torno suyo, / sobre si viven o mueren» (pág. 27).


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