»¡Dios dirá! Yo, por mí, nada quise decir de momento; sólo, que eso era un completo disparate. Pero ella no insistió más, segura de que me dejaba con la idea en el cuerpo.
»Así estaban las cosas cuando ayer, martes, tuvimos otra vez jarana ultratelúrica. Me había prometido a mí mismo brillar por mi ausencia, para demostrarles el caso que hacía yo de todas esas patrañas. Pero llegada la hora consideré más prudente estar allí, y allí estuve. No quería que después me fueran a venir con cuentos; y además, prefería dar la impresión de que el supuesto encargo del senador lo había tomado yo como una bagatela (al fin y al cabo, sus palabras habían sido vagas y medio envueltas); y en todo caso, deseaba cerciorarme de si insistía en honrarnos con su presencia espíritu tan distinguido.
»No concurrió el senador; o, mejor dicho, sí; pero lo hizo por interpósita persona; quiero decir, que comisionó a su hermano don Luisito, recién incorporado al gremio de los difuntos, para que viniera a recordarme y convalidar su recado de la sesión pasada. La médium era esta vez otra, una nueva. Por su boca se anunció el doctor y, sin más trámites, me conminó a que no dudara, y cumpliera lo que yo sabía. Ya, sin pensarlo más: para que no haiga que lamentar nada. ¡Haiga, s í!
»Derribando la silla, me levanté, y salí como una tromba del cuartito oscuro. Era demasiado. Corrí a las habitaciones de Loreto, y me dejé caer en la butaca, con la cabeza entre los puños. Pocos minutos habían pasado cuando acudió Concha: la reunión se había disuelto por culpa mía, y ella, entre furiosa y alarmada, venía a pedirme cuentas. -¡Haiga! -le grité-. Haiga, ¿no? ¡Haiga, el doctor Rosales! -Pero ven acá, loco; escúchame -dijo ella, arrimándose. Me alcé, le di un empujón, y me fui para mi cuarto.»