[z] Muertes de perro, selva abierta hacia El fondo del vaso
El autor de Muertes de perro quiso componer una novela abierta. De aquí su polisemia y su final indeciso, en que el destino del país anónimo y de su fallido cronista Luis Pinedo queda por ver. ¿Ha de prolongarse la cadena de violencias heredada de Bocanegra por Tadeo, y de Tadeo por Olóriz, y de Olóriz por el propio Pinedo? ¿La muerte seguirá acompañada de crueles resurrecciones? La respuesta llegará con la publicación, sólo cuatro años después, de El fondo del vaso (1962). Si Muertes de perro, con sus elaborados juegos de simetrías, examina el vano intento de buscar el sentido de la vida en condiciones de penuria y represión, El fondo del vaso, con una economía de medios artísticos, reanuda la narración de esa búsqueda, ahora con resultados vagamente esperanzadores bajo condiciones de democracia y prosperidad (Ayala, Ensayos, 580-81). Concluyamos este proemio con el examen de la presencia, en la segunda novela, de elementos que consideramos esenciales a la primera y que recurren transformados con sutileza.
Mariano Baquero Goyanes, entre otros, ha recalcado la intertextualidad entre las dos novelas, con tres personajes en común, igual ámbito centroamericano, análoga experiencia reciente de un disturbio político, y el esfuerzo, tal vez más sostenido en la segunda obra, de ir en busca del sentido de la existencia. Los tres personajes, el comerciante José Lino Ruiz, el periodista Luis R. Rodríguez y el financiero Doménech, con presencia secundaria en Muertes de perro, pasan a primer plano en El fondo del vaso, cual ocurre en las novelas seriadas de Balzac y de Galdós. Como los trozos de un caleidoscopio, los componentes esenciales de Muertes de perro se reordenan y cobran significaciones sutiles y nuevas en esta continuación. Por ejemplo, el título de la novela de 1958, con sus muertes que llevan consigo simbólicas resurrecciones, recurre alterado en el primer capítulo de El fondo del vaso, titulado «Muertos y vivos». La obra del 62 comienza con un juego entre dos sentidos de «muerte», la física y la existencial. Frente a Luis Pinedo, que en su inventario de los muertos (Muertes de perro, cap. II) incluyó a Ruiz y a Rodríguez, el primero, animado por el segundo, toma la palabra, refuta la afirmación de su muerte en la acepción biológica, y poco a poco viene a percatarse de su propia «inexistencia» en el sentido de autorrealización. «Muerto» Ruiz en sentido figurado, le sustituye en su casa Rodríguez, ocupando su comedor y, sin saberlo el comerciante, también su alcoba. Así que, en una y otra novela, la «muerte» ocasiona «resurrecciones». En El fondo del vaso, además, los símbolos animales no desaparecen, pero varían de significación, pues si antes connotaban seres vivos que actúan por reacción, ahora cobran valores simbólicos asociados con la humillación y con el sacrificio ritual, como el macho cabrío, bestia cornuda, burlada y encerrada, o el toro llevado a la plaza mortal (216-17). Comparándose con ellos, Ruiz prepara su ánimo para la contrición que le permitirá entender su propia nulidad, arrepentirse de su pecado original o deficiencia ontológica y potenciarse para la redención. En Muertes de perro había podido tomar por modelos a Tadeo Requena en su momento de caridad para con Ángelo Rosales, o a María Elena Rosales en su diario íntimo. En realidad, sigue el ejemplo de su propia mujer, Corma, adúltera arrepentida a última hora, y que presenta ante su marido encarcelado el triste espectáculo de un «loro [corrido] a escobazos» (242).
Como el título de Muertes de perro, el de El fondo del vaso refleja la polisemia de la obra entera, porque si, por un lado, recoge de la novela anterior la connotación de la degradación humana, simbolizada por el fondo del vaso de aguardiente en manos de Bocanegra, ofrece, por otro lado, un nuevo sentido de posible redención, como cuando alegres bebedores de antaño levantaban sus copas y exclamaban:
«¡Hasta verte, Jesús mío!», antes de vaciar sus copas y contemplar la imagen de Cristo pintada en el fondo de las mis mas (Fondo, 24). En la segunda novela, los dueños de la innominada república centroamericana ya no son el dictador y su esposa, sino la corrupta burguesía de la capital, que, como en su día Bocanegra, tiende a mirar el mundo a través de sus vasos de licor. En esta obra, como en la otra, emplea Ayala el perspectivismo. Pero con la diferencia de que la escritura, más sencilla, obliga al lector a mayores sutilezas para valorar a los personajes. Las primeras dos partes de la novela cosen un género literario a otro, como hacía Cervantes; la tercera y última consiste en un monólogo interior del protagonista, Ruiz, que también ha escrito toda la primera parte, salvo el primer párrafo, compuesto por Rodríguez en nombre suyo. Lo cual nos indica cómo hay que leer toda esta primera parte, teniendo en cuenta la estulticia de Ruiz, para restar lo que en su discurso hay de exagerado, y colaborando en la creación de los personajes, como ya hemos colaborado en la creación de enigmas vivientes como Bocanegra, Tadeo Requena y los hermanos Rosales en Muertes de perro. Ruiz, instado por Rodríguez, ha querido dotar su vida de sentido rebatiendo Muertes de perro en un panfleto polémico, que, sin embargo, a causa de su abulia, abandona y convierte sin previo aviso en diario íntimo. Viendo, en El fondo del vaso, cómo Corina, Candelaria Gómez, Luis Rodríguez, su hijo Júnior, don Cipriano Medrano y otros personajes buscan o eluden el sentido de sus vidas, llegamos a conocerlos mejor que el protagonista mismo de la novela. La segunda parte, compuesta de recortes periodísticos, da la palabra al sector altoburgués de la sociedad, que representa el diario El Comercio aludido ya en Muertes de perro. Los asesinatos de esta última novela se reducen a uno solo en El fondo del vaso, y la información periodística reviste el tono de una novela policíaca -notable también a veces en la narrativa de Luis Pinedo en la obra anterior- cuando informa sobre los indicios que la policía descubre en busca del asesino del Júnior Rodríguez. Entre los sospechosos figuran pandillas de adolescentes de la gran urbe y sus enemigos, los miembros de un culto primitivo, que recoge y refuerza el elemento de superstición presente en la trama de Muertes de perro. Ruiz se ve detenido y acusado por un homicidio que él no ha cometido. Pero, en vez de seguir el declive de doña Concha encarcelada en Muertes de perro, opta por la prestación de sentido a su existencia mediante el perdón y el arrepentimiento.
¿Cómo explicar, luego, la catarsis que experimentamos tras la lectura tanto de Muertes de perro como de El fondo del vaso? Nos encontramos edificados, evidentemente, al contemplar el esfuerzo final de José Lino Ruiz por luchar contra su propia necedad y encaminarse hacia la autorredención. Mas si nos sale al encuentro una cierta ejemplaridad positiva en El fondo del vaso, en Muertes de perro el fenómeno catártico resulta más complicado. Cuando personajes como Tadeo Requena al socorrer a Ángelo, María Elena Rosales al escribir su diario, su padre al suicidarse y Bocanegra al entregar la pistola a Tadeo, descubren la inanidad de sus propias existencias, el encuentro consigo mismos los depura de toda la hojarasca superficial de sus vidas. Luego, o pueden seguir viviendo con pleno sentido, fieles a lo esencial, o pueden dejar de lado la vivencia de su autopurgación recayendo en la corrupción de siempre. La primera alternativa nos proporciona un ejemplo positivo, la segunda alternativa uno negativo. De ahí la sensación de frescura que nos suministra la inmersión como lectores en una y otra novela. De ahí también la paradoja de que, si Muertes de perro nos ofrece una cantidad abrumadora de violencias, terminemos su lectura mejor armados para procurar el sentido de una vida auténtica en medio de las más confusas circunstancias sociales.
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