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La sala del trono de Orico, revestida de brocados rojos, estaba brillantemente iluminada con candelabros de pared que ahuyentaban el gris otoñal; dos o tres docenas de damas y cortesanos se ocupaban de caldear el ambiente a conciencia. Orico se había vestido para la ocasión y se tocaba con su corona, pero hoy no lo acompañaba la royina Sara. Teidez ocupó una silla baja a la diestra del roya.

La partida de la rósea le besó las manos y todos tomaron posiciones, Iselle en una silla baja a la izquierda de la de Sara, vacía, y el resto de pie. Orico, sonriente, inauguró la generosidad del día concediendo a Teidez las rentas de otras cuatro ciudades reales por el respaldo de su casa, lo que su joven hermanastro le agradeció con los debidos besos en las manos y un breve discurso preparado. Dondo no había mantenido despierto al róseo la noche anterior, por lo que parecía mucho menos enfermizo y desastrado que de costumbre.

Orico hizo un gesto a continuación a su canciller, llamándolo a su regia rodilla. Como se había anunciado, el roya concedió las cartas y la espada, y recibió el juramento, que convertían al mayor de los de Jironal en el provincar de Ildar. Varios de los señores menores de Ildar se arrodillaron y juraron fidelidad a de Jironal a su vez. Más inesperado fue que los dos se giraran a la vez y transfirieran el marzorazgo de Jironal, junto a sus ciudades y rentas, inmediatamente a lord -ahora marzo- Dondo.

Iselle se sorprendió, pero también era evidente que se sentía complacida, cuando su hermano le concedió a continuación las rentas de seis ciudades por el respaldo de su casa. No antes de tiempo, eso seguro; la lealtad de la rósea le había reportado magros beneficios hasta la fecha. Le dio las gracias cortésmente, mientras el cerebro de Cazaril se devanaba en cálculos. ¿Podría permitirse Iselle su propia compañía de guardias, para sustituir a los hombres de Baocia que compartía ahora con Teidez? ¿Podría Cazaril elegirlos en persona? ¿Podría la rósea escoger una casa propia en la ciudad, protegida por su propia gente? Iselle retomó su asiento en el estrado y se arregló las faldas, perdiendo cierta tensión en el rostro que no había sido apreciable hasta que hubo desaparecido.

Orico carraspeó.

– Me complace llegar a la más dichosa de las recompensas de este día, bien merecida, y, er, muy deseada. Iselle, levántate…

Orico se puso de pie, y tendió la mano a su cohermana; desconcertada pero risueña, Iselle se incorporó y se situó junto a él en el estrado.

– Marzo de Jironal, adelantaos -continuó Orico.

Lord Dondo, vestido con el atuendo completo del santo generalato de la Hija y seguido de un paje con la librea de los de Jironal, se colocó a la otra mano del roya. Cazaril empezó a sentir un cosquilleo en la nuca, mientras observaba desde su puesto en un lateral de la estancia. ¿Qué se propone Orico…?

– Mi apreciado y leal canciller y provincar de Jironal me ha solicitado un lazo de sangre con mi casa y, tras meditarlo, he concluido que me satisface complacer su propuesta. -No parecía satisfecho. Parecía nervioso-. Me ha pedido la mano de mi hermana Iselle para su hermano, el nuevo marzo. Francamente se la concedo y la prometo en matrimonio.

Dio la vuelta a la gruesa mano de Dondo, con la palma hacia arriba, puso del revés la delicada mano de Iselle, las unió a la altura del pecho y retrocedió un paso.

El semblante de Iselle había perdido todo color y expresividad. Se quedó completamente inmóvil, mirando a Dondo como si no diera crédito a sus sentidos. La sangre atronó en los oídos de Cazaril, casi un clamor, y apenas si consiguió respirar con dificultad. ¡No, no, no…!

– Como regalo de compromiso, mi querida rósea, he supuesto lo que puede desear vuestro corazón para completar vuestro ajuar de novia -dijo Dondo, e indicó a su paje que se adelantara.

Iselle, sin dejar de mirarlo con los mismos ojos petrificados, repuso:

– ¿Habéis adivinado que quería una ciudad costera con un puerto excelente?

Dondo, momentáneamente desconcertado, sofocó una sonora risotada, y se volvió a la congregación. El paje abrió la caja de cuero labrado, revelando una delicada tiara de perlas y plata, que Dondo recogió para sostenerla ante los ojos de toda la corte. Una discreta ronda de aplausos se suscitó entre sus amistades. Cazaril cerró el puño en torno a la empuñadura de su espada. Si cargara y atacara ahora… lo derribarían antes de acercarse siquiera al trono.

Cuando Dondo levantó la tiara en alto para ponérsela a Iselle, ésta retrocedió igual que un caballo espantado.

– Orico…

– Este compromiso es mi deseo y voluntad, querida hermana -dijo Orico, con voz seca.

Dondo, que no parecía estar dispuesto a perseguirla por toda la sala tiara en mano, se detuvo, y lanzó una significativa mirada al roya.

Iselle tragó saliva. Saltaba a la vista que las respuestas se agolpaban en su cabeza. Había contenido su inicial grito de ultraje, y no era tan artera como para desplomarse fingiendo un desmayo. Permanecía en pie, atrapada y consciente.

– Sir. Como dijo el provincar de Labran cuando las fuerzas del General Dorado derribaron sus murallas… ésta es toda una sorpresa.

Una risita vacilante se propagó entre los cortesanos ante este golpe de ingenio.

La rósea bajó la voz, y murmuró entre dientes:

– No me has dicho nada. No me has consultado .

Igualmente en voz baja, Orico respondió:

– Ya hablaremos más tarde.

Tras otro tenso momento, aceptó sus palabras con un pequeño asentimiento. Dondo consiguió completar la imposición de la tiara de perlas. Se inclinó y le besó la mano. Prudentemente, no esperó el habitual beso de parte de la novia; a juzgar por la atónita repugnancia que se reflejaba en el semblante de Iselle, cabía la posibilidad de que le hubiera propinado un mordisco.

El divino de la corte de Orico, ataviado con los ropajes propios de la estación del Hermano, se adelantó y solicitó la bendición de todos los dioses para la pareja.

Orico anunció:

– Dentro de tres días, volveremos a reunirnos y seremos testigos de este enlace, jurado y festejado. Gracias a todos.

– ¡Tres días! ¡Tres días! -exclamó Iselle, con la voz quebrada por vez primera-. ¿No querréis decir tres años , sir?

– Tres días -insistió Orico-. Estate preparada.

Se dispuso a abandonar la sala del trono, llamando a sus criados. La mayoría de los cortesanos partieron junto a los de Jironal, dándoles la enhorabuena. Algunos, vencidos por la curiosidad, se demoraron, atentos a la conversación que tenía lugar entre hermano y hermana.

– ¡Cómo, dentro de tres días ! Ni siquiera da tiempo a enviar un correo a Baocia, y menos a recibir respuesta de mi madre o mi abuela…

– Tu madre, es sabido, se encuentra demasiado enferma para soportar la tensión de un viaje a la corte, y tu abuela tiene que permanecer en Valenda para cuidar de ella.

– Pero no… -Iselle se encontró hablando con la amplia espalda real, puesto que Orico se escabullía ya de la sala del trono.

Corrió detrás de él y lo alcanzó en la cámara contigua, con Betriz, Nan y Cazaril siguiendo sus pasos con ansiedad.

– ¡Pero Orico, no quiero casarme con Dondo de Jironal!

– Una dama de tu posición no se desposa por gusto, sino por el bien de su casa -fue la severa respuesta, cuando Iselle consiguió que se detuviera rodeándolo y cruzándose en su camino.

– ¿Ah, sí? En tal caso, ¿podrás explicarme qué ventaja reporta a la Casa de Chalion entregarme, desperdiciarme , al hijo pequeño de un lord menor? ¡Mi esposo debería haber aportado una royeza como dote!

– Esto vincula a los de Jironal a mí… y a Teidez.

– ¡Di más bien que nos vincula a nosotros a ellos! ¡Me parece a mí que la ventaja no está bien repartida!

– Dijiste que no querías casarte con un príncipe roknari, y no te he dado a ninguno. Y no te creas que ha sido por falta de oportunidades… Esta estación ya he dicho que no en dos ocasiones. ¡Piensa en eso, y da las gracias, querida hermana!

Cazaril no estaba seguro de si Orico amenazaba o imploraba.

– No querías salir de Chalion -continuó-. Pues bien, no saldrás de Chalion. Querías casarte con un lord quintariano… te he dado uno, ¡un santo general, nada menos! Además -concluyó, petulante-, si te entregara a un poder demasiado próximo a mis fronteras, podrían utilizarte como excusa para reclamar parte de mis tierras. Esto es lo mejor para garantizar la paz futura en Chalion.

– ¡Lord Dondo tiene cuarenta años! ¡Es un ladrón corrupto e impío! ¡Un desfalcador! ¡Un libertino! ¡Peor aún! ¡Orico, no puedes hacerme esto! -Comenzaba a alzar la voz.

– No pienso escucharte -dijo Orico, y se tapó las orejas con las manos-. Tres días. Hazte a la idea y repasa tu vestuario. -Huyó de ella como quien escapa de una torre en llamas-. ¡No pienso escucharte!

Hablaba en serio. En cuatro ocasiones aquella tarde intentó Iselle buscarlo en sus aposentos para exponer su rechazo, y en cuatro ocasiones pidió a sus guardias que la expulsaran. Después de aquello, salió del Zangre a caballo para alojarse en una cabaña de caza emplazada en la profundidad del robledal, en un gesto de notable cobardía. Cazaril deseó tan sólo que el agujero tuviera goteras y que la lluvia helada cayera sobre la regia cabeza.

Cazaril durmió mal aquella noche. Cuando se aventuró a subir las escaleras por la mañana, se encontró con tres mujeres desaliñadas que tenían pinta de no haber pegado ojo.

Iselle, ojerosa, le tiró de la manga para que entrara en su salón, lo sentó junto a la ventana, y bajó la voz hasta convertirla en un feroz susurro.

– Cazaril. ¿Puedes conseguir cuatro caballos? ¿O tres? ¿O dos, o aunque sea uno? He estado pensando. Me he pasado toda la noche pensando. No me queda sino huir.

Cazaril suspiró.

– Yo también he estado pensando. Para empezar, me vigilan. Cuando salí anoche para despedir al roya, dos de sus guardias me siguieron. Para protegerme, decían. Podría matar o sobornar a uno… pero dos, lo dudo.

– Podríamos salir a caballo como quien va de caza.

– ¿Con esta lluvia? -Cazaril hizo un gesto para indicar la persistente llovizna que dejaba traslucir la alta ventana, y que cubría el valle de niebla hasta el punto de que ni siquiera podía verse el río en el fondo, convirtiendo las ramas desnudas en trazos negros sobre fondo gris-. Y aunque nos dejaran salir a caballo, sin duda nos pondrían una escolta armada.

– Si pudiéramos sacarles ventaja…

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