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– Si pudiéramos, ¿y luego qué? Si nos alcanzan, ¡cuando nos alcanzaran!, en la carretera, lo primero que harían sería bajarme del caballo y cortarme la cabeza, y abandonar mi cuerpo a los zorros y los lobos. Y luego os traerían de vuelta. Y si por algún milagro no nos dieran alcance, ¿dónde iríamos?

– A la frontera. Cualquier frontera.

– Brajar e Ibra del Sur os enviarían de regreso, para congraciarse con Orico. Los cinco principados o el Zorro de Ibra os retendrían prisionera. Darthaca… eso significaría cruzar media Chalion y todo el Sur de Ibra. Me temo que no es posible, rósea.

– ¿Qué otra cosa puedo hacer? -La desesperación teñía su joven voz.

– Nadie puede forzar un matrimonio. Ambas partes deben consentir libremente ante los dioses. Si tenéis el coraje de plantaros y decir No , no podrá salir adelante. ¿No os creéis con fuerzas para hacerlo?

Iselle tensó los labios.

– Desde luego. ¿Y entonces? Ahora me parece que eres tú el que no lo ha pensado bien. ¿Crees que lord Dondo se rendiría sin más, llegado a ese punto?

Cazaril meneó la cabeza.

– No tiene validez si lo imponen, y todo el mundo lo sabe. Aférrate a esa idea.

Iselle sacudió la cabeza, debatiéndose entre el desconsuelo y la exasperación.

– No lo entiendes.

Cazaril hubiera pensado que su reticencia se debía a la tozudez inherente a la juventud, hasta que Dondo en persona llegó esa tarde a la cámara de la rósea para persuadir a su prometida de que se mostrara más conforme. Las puertas del salón de Iselle permanecieron abiertas, pero había un guardia armado apostado ante cada una de ellas, manteniendo a raya a Cazaril por un lado y a Nan de Vrit por el otro. Cazaril se perdió una de cada tres palabras de la furiosa discusión susurrada que se desató entre el obstinado cortesano y la pelirroja doncella. Pero, al cabo, Dondo salió a paso largo con una expresión de salvaje satisfacción en el semblante, e Iselle se desplomó en la silla junto a la ventana, respirando con dificultad, tan desgarrada estaba por el terror y la furia.

Se abrazó a Betriz y sollozó:

– Me ha dicho… que si no accedía, me tomaría de todos modos. Le he dicho, Orico no te permitiría violar a su hermana. Y él, ¿por qué no? Nos deja violar a su mujer. Cuando la royina Sara seguía sin concebir, y sin concebir, y se vio que Orico era demasiado impotente para engendrar un bastardo sin importar cuántas damas y doncellas y putas le trajeran, y, y cosas aún más repugnantes, los Jironal lo convencieron finalmente para que les permitiera probar a ellos, y… Dondo ha dicho, que su hermano y él lo intentaron todas las noches durante un año, de uno en uno o los dos a la vez, hasta que ella amenazó con quitarse la vida. Dijo que me jodería hasta plantar su germen en mi vientre, y que cuando estuviera tan hinchada que me creería explotar, le suplicaría de rodillas que se casara conmigo. -Parpadeó y miró a Cazaril con los ojos cuajados de lágrimas, tirantes los labios sobre los dientes apretados-. Me dijo que me crecería mucho la tripa, porque soy baja. ¿Cuánto valor crees que necesito para pronunciar ese simple No , Cazaril? ¿Y qué pasa si el coraje no sirve de nada, de nada en absoluto?

Pensaba que el único lugar donde el coraje no servía de nada era a bordo de una galera roknari. Me equivocaba . Abatido, susurró:

– No lo sé, rósea.

Iselle, atrapada y desesperada, se refugió en el ayuno y la oración; Nan y Betriz ayudaron a erigir un altar portátil a los dioses en sus aposentos y lo decoraron con todos los símbolos de la Dama de la Primavera que pudieron encontrar. Cazaril, seguido de sus dos guardias, bajó a Cardegoss y encontró a un vendedor de flores que ofrecía violetas cultivadas, fuera de temporada, que compró para colocar en un jarrón de cristal con agua encima del ara. Se sentía estúpido e inútil, pero la rósea derramó una lágrima en su mano cuando le dio las gracias. Iselle, negándose a probar bocado y a beber, yacía de espaldas en el suelo en actitud de profunda suplicación, tan parecida a la royina Ista aquella primera vez que la viera Cazaril en la sala de los ancestros de la provincara que se sintió turbado y huyó de la estancia. Dedicó horas a pasear por el Zangre, procurando pensar, e imaginando únicamente horrores.

Más tarde aquel mismo día, la dama Betriz lo llamó a la antecámara que hacía las veces de despacho y que estaba convirtiéndose a marchas forzadas en un lugar de frenética pesadilla.

– ¡Tengo la respuesta! -le dijo-. Cazaril, enséñame a matar a un hombre con un cuchillo.

– ¿Cómo?

– Los guardias de Dondo no son tan tontos para permitir que tú te acerques a él. Pero yo estaré junto a Iselle el día de su boda, para hacer de testigo, y pronunciar las respuestas. Nadie se lo esperará de . Esconderé el cuchillo en mi corpiño. Cuando Dondo se aproxime, y se agache para besarle la mano a Iselle, podré apuñalarlo, dos, tres veces antes de que nadie pueda detenerme. Pero no sé dónde y cómo cortar, para estar segura. El cuello, sí, pero ¿qué parte? -Muy seria, extrajo un pesado puñal de los pliegues de sus faldas y se lo ofreció-. Enséñame. Podemos practicar, hasta que sea muy rápida y precisa.

– ¡Dioses, no, lady Betriz! ¡Renuncia a esta locura! Te detendrían… ¡te ahorcarían , más tarde!

– Con tal de matar antes a Dondo, subiré satisfecha al cadalso. Juré proteger la vida de Iselle con la propia. Pienso cumplir mi promesa.

Sus ojos castaños refulgían en el pálido rostro.

– No -rebatió Cazaril, con firmeza, quitándole el cuchillo sin intención de devolvérselo. Además, ¿de dónde lo había sacado?-. Ésta no es tarea para una mujer.

– Yo diría que es tarea para quien tenga ocasión de llevarla a cabo. Yo la tengo. ¡Enséñame!

– Mira, no. Tú… espera. Voy, voy a intentar una cosa, a ver qué puedo hacer.

– ¿Puedes matar tú a Dondo? Iselle está ahí dentro, rezando a la Dama para que la mate a ella o a Dondo antes del enlace, le da igual quién. Bueno, a no. Creo que es Dondo el que debería morir.

– Estoy completamente de acuerdo. Mira, lady Betriz. Tú espera, sólo espera. Veré qué puedo hacer.

Si los dioses no responden a vuestras plegarias, lady Iselle, por los dioses que yo lo intentaré.

Pasó horas el día siguiente, en vísperas de la boda, intentando perseguir a lord Dondo por todo el Zangre igual que a un jabalí en un bosque de piedra. En ningún momento se puso a su alcance. Hacia media tarde, Dondo regresó al gran palacio que tenían los Jironal en la ciudad, y Cazaril no pudo traspasar sus puertas ni sus muros. La segunda vez que lo intentó, los zagalones de Dondo lo expulsaron, uno lo sujetó mientras el otro le propinaba repetidos golpes en el pecho, el estómago y la ingle, convirtiendo el regreso al Zangre en un lento zigzag. Los guardias del roya, a los que había sorteado perdiéndolos en los callejones de Cardegoss, llegaron a tiempo de presenciar la paliza y el serpenteo de regreso al castillo. No intervinieron en ningún caso.

En un brote de inspiración, se acordó del pasadizo secreto que discurría entre el Zangre y el gran palacio de los Jironal cuando éste pertenecía a lord de Lutez. Ias y de Lutez lo utilizaban durante el día, para conferenciar, o de noche, para sus amoríos, según quién contara la historia. El túnel, descubrió, era ahora tan secreto como la calle principal de Cardegoss y estaba vigilado por guardias apostados en ambos extremos, que a su vez estaban taponados por puertas con cerradura. Su intento de soborno le ganó diversos empellones y vituperios, amén de la amenaza de otra paliza.

Menudo asesino estoy hecho , pensó amargamente, mientras se retiraba a su dormitorio y caía la noche, y se desplomó en la cama con un quejido. Con la cabeza martilleando y el cuerpo dolorido, permaneció inmóvil un rato, antes de infundirse los ánimos suficientes para encender una vela. Tenía que subir las escaleras y ver cómo estaban las damas, pero no se sentía con fuerzas de resistir los llantos. Ni de informar de su fracaso a Betriz, ni de escuchar lo que fuera a pedirle a continuación. Si no era capaz de matar a Dondo, ¿con qué derecho podría intentar disuadirla de sus intenciones?

Daría mi vida gustoso, con tal de impedir la abominación que tendrá lugar mañana…

¿De veras es eso lo que sientes?

Se sentó, rígido, preguntándose si esa última voz era la suya. Había movido un poco la lengua entre los dientes, como acostumbraba cuando murmuraba para sí. .

Se acercó al pie de la cama, se arrodilló, y abrió la tapa de su baúl. Rebuscó entre la ropa doblada, aromatizada con clavo para alejar la polilla, hasta dar con la capa chaleco de terciopelo negro que envolvía una túnica de lana marrón. Que envolvía un cuaderno de notas en clave que no había terminado de descifrar cuando el artero juez había huido de Valenda, cuando ya era demasiado tarde para devolverlo al Templo sin tener que dar embarazosas explicaciones. No me sobra el tiempo . Quedaba un tercio del cuaderno sin traducir. Olvídate de todos los experimentos fallidos. Ve a la última página, ¿eh?

El pobre cifrado dejaba entrever la desesperación del tratante de lana, con una especie de extraña y llamativa simplicidad. Absteniéndose de sus anteriores elaboraciones bizarras, había apelado finalmente no a la magia, sino a la simple oración. Únicamente la rata y el cuervo para transmitir su súplica, únicamente velas para iluminar el camino, únicamente hierbas para infundirle ánimo con su fragancia y purificar su voluntad; una rogativa depositada sinceramente en el altar del dios. Ayúdame. Ayúdame. Ayúdame .

Ésas eran las últimas palabras anotadas en el cuaderno.

Puedo hacerlo , pensó Cazaril, maravillado.

Y si él fracasaba… aún quedaban Betriz y su cuchillo.

No fracasaré. He fracasado prácticamente en todo en mi vida. No puedo fracasar en la muerte .

Deslizó el libro bajo su almohada, cerró la puerta con llave tras él, y partió en busca de un paje.

El somnoliento muchacho que seleccionó aguardaba en el pasillo las órdenes de los señores y damas que cenaban en el salón de banquetes de Orico, donde la ausencia de Iselle era sin duda motivo de habladurías, ni siquiera susurradas, puesto que ninguno de los aludidos se encontraba presente. Dondo jaraneaba en privado en su palacio, con sus incondicionales; Orico seguía refugiándose en el bosque.

Sacó un real de oro de su bolsa y lo sostuvo en alto, su sonrisa enmarcada por la O del índice y el pulgar.

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