Los sonidos de la casa agitándose -las voces en el patio, el lejano entrechocar de los peroles- despertaron a Cazaril al gris que precedía al amanecer. Abrió los ojos presa por un momento de una desorientación aterradora, pero el tranquilizador abrazo del lecho de plumas lo devolvió a un somnoliento reposo. Nada de duros bancos. Nada de subidas y bajadas. Nada de movimiento en absoluto, oh, cinco dioses, aquello parecía el paraíso. Qué calor en la espalda surcada de cicatrices.
Las celebraciones del Día de la Hija se prolongarían desde el amanecer hasta el ocaso. Quizá se quedara haciéndose el remolón en la cama hasta que la casa hubiera salido hacia la procesión, se levantaría tarde. Se pasearía sin molestar a nadie, se tumbaría al sol con los gatos del castillo. Cuando sintió hambre, recuperó antiguos recuerdos de sus días de paje; antes sabía cómo engatusar al cocinero para que le diera algún bocado extra…
Una brusca llamada a la puerta interrumpió aquellas agradables meditaciones. Cazaril dio un respingo, para relajarse de nuevo cuando escuchó la voz de lady Betriz:
– ¿Mi lord de Cazaril? ¿Estáis despierto? ¿Castelar?
– Un momento, mi lady -respondió Cazaril. Se aupó hasta el filo de la cama y rompió la cariñosa presa del colchón. Una estera tejida estirada en el suelo evitó que el frío matutino de la piedra mortificara sus pies descalzos. Se cubrió las piernas con el generoso lino del camisón, se acercó a la puerta y abrió un resquicio.
– ¿Sí?
Estaba de pie en el pasillo con una vela protegida por una lámpara de cristal soplado en una mano y una pila de ropa, tiras de cuero y algo que tintineaba sujeto torpemente bajo el otro brazo. Estaba vestida a conciencia para el día con un vestido azul y una capa chaleco blanca que le caía desde los hombros a los tobillos. Llevaba el pelo negro trenzado sobre la cabeza con flores y hojas. Sus aterciopelados ojos castaños rutilaban y destellaban al fulgor de la vela. Cazaril no pudo por menos de corresponder a su sonrisa.
– Su gracia la provincara os desea un dichoso Día de la Hija -anunció la pequeña, y sobresaltó a Cazaril hasta el punto de hacerle retroceder de un salto al terminar de abrir la puerta de un enérgico puntapié. Entró balanceando las cargadas caderas, le entregó la lámpara con un "Tome, coja esto" , y depositó su bulto al borde de la cama; montañas de ropa blanca y azul, y una espada con su cinto. Cazaril posó la vela en el baúl que descansaba al pie de la cama-. Os envía esto para que os vistáis, y si os place os invita a reuniros con la casa en la sala de los ancestros para la misa del alba. Después vendrá el desayuno, que, dice ella, de sobra sabéis dónde encontrarlo.
– Ciertamente, mi lady.
– En realidad, la espada se la he pedido a papá. Es la segunda mejor que tiene. Dijo que sería un honor para él prestárosla. -Le dedicó una mirada sumamente interesada-. ¿Es verdad que estuvisteis en la última guerra?
– Eh… ¿en cuál?
– ¿Habéis estado en más de una? -Abrió los ojos de manera desorbitada; los entrecerró.
En todas las que se han librado en los últimos diecisiete años, me parece . Bueno, no. La campaña fallida más reciente contra Ibra había tenido lugar mientras él languidecía en las mazmorras de Brajar, y también se perdió aquella imprudente expedición que había enviado el roya en apoyo de Darthaca porque estaba ocupado padeciendo las ingeniosas torturas del general roknari con el que había negociado tan ineptamente el provincar de Guarida. Aparte de esas dos, suponía, no había habido una sola derrota en los diez últimos años en la que no estuviera él presente.
– Aquí y allá, a lo largo de los años -respondió, vagamente. Fue súbita y horriblemente consciente de que entre su desnudez y los ojos de la doncella no mediaba más que una fina capa de lino. Se encogió, cruzando los brazos sobre el estómago, y esbozó una débil sonrisa.
– Oh -dijo la muchacha, al reparar en su gesto-. ¿Os he incomodado? Pero si papá dice que los soldados no saben lo que es la modestia, porque tienen que vivir todos juntos en el campo.
Volvió los ojos al rostro de Cazaril, que se estaba sofocando.
– Pensaba más bien en vuestra modestia, mi lady.
– No pasa nada -fue la risueña respuesta.
No se marchó.
Cazaril señaló el montón de ropa.
– No querría molestar a la familia durante la celebración. ¿Estáis segura…?
Betriz entrelazó las manos en gesto solemne e intensificó la mirada.
– Pero debéis asistir a la procesión, y debéis, debéis, debéis asistir a la representación del Día de la Hija en el templo. La rósea Iselle interpreta el papel de la Dama de la Primavera este año.
Saltó sobre la punta de los pies, obcecada.
Cazaril sonrió mansamente.
– Muy bien, si os complace. -¿Cómo podría resistirse a este deleite apremiante? La rósea Iselle debía de estar a punto de cumplir los dieciséis; se preguntó cuántos años tendría lady Betriz. Demasiado joven para ti, viejo camarada . Pero sin duda podía observarla con una apreciación puramente estética, y dar gracias a los dioses por los dones de su juventud, su belleza y su brío por estrafalariamente distribuidas que estuvieran esas virtudes. Iluminando el mundo como si fueran flores.
– Además -apostilló lady Betriz-, la provincara os invita.
Cazaril aprovechó la ocasión para encender su vela con la de ella y, sugiriendo que era hora de que se fuera y le dejara vestirse, le entregó la llama encerrada en el orbe de cristal. La doble luz que acentuaba la hermosura de la joven sin duda erosionaba la suya. Acababa de darse media vuelta para marcharse cuando Cazaril se acordó de la prudente pregunta que había formulado la noche anterior y se había quedado sin respuesta.
– Esperad, mi lady…
Betriz giró en redondo exhibiendo una expresión de radiante inquisición.
– No pretendía molestar a la provincara, ni preguntar delante del róseo ni la rósea, pero ¿qué es lo que aflige a la royina Ista? No me gustaría decir ni hacer nada indebido, por ignorancia…
La luz de aquellos ojos castaños se apagó un tanto. La joven se encogió de hombros.
– Está… cansada. Y nerviosa. Eso es todo. Esperamos que se sienta mejor con la salida del sol. Parece que el verano siempre le hace bien.
– ¿Cuánto tiempo hace que vive aquí con su madre?
– Seis años, sir. -Practicó media reverencia-. Ahora tengo que ir con la rósea Iselle. ¡No lleguéis tarde, castelar!
De nuevo el hoyuelo de su sonrisa, y se alejó a la carrera.
Cazaril no lograba imaginarse a aquella muchacha llegando tarde a ninguna parte. Su energía era asombrosa. Meneando la cabeza, aunque la sonrisa que le había dedicado todavía se demoraba en sus labios, se giró para examinar su recién adquirida opulencia.
No cabía duda de que había ascendido a una categoría superior de desheredado. La túnica era de seda azul con brocados, los pantalones de resistente lino azul marino, y la capa chaleco que le caía hasta las rodillas de lana blanca, impoluta, sin que los discretos zurcidos ni las manchas fueran aparentes; la ropa de festejos que se le había quedado pequeña a de Ferrej, quizá, o posiblemente incluso algo perteneciente al difunto provincar. El holgado atuendo era clemente con este cambio de propietario. Con la espada colgada de su cadera izquierda, su peso familiar y nuevo a un tiempo, Cazaril se apresuró a bajar del torreón y cruzar el patio gris en dirección a la sala de los ancestros de la casa.
El aire en el patio era frío y húmedo, resbaladizos los adoquines bajo la fina suela de sus botas. Sobre su cabeza, persistían algunas estrellas. Abrió la gran puerta de una pieza que comunicaba con el salón y se asomó a su interior. Velas, figuras; ¿llegaba tarde? Entró, esperando a que se acostumbraran sus ojos.
Tarde no, pronto. Las hileras de tablillas conmemorativas de la familia desplegadas en la parte delantera de la estancia exhibían media docena de viejos muñones de cera encendidos ante ellas. Dos mujeres, arrebujadas en sus chales, estaban sentadas en el primer banco, observando a una tercera.
La viuda royina Ista estaba postrada ante el altar en gesto de profunda súplica, tendida en el suelo, con los brazos extendidos. Sus dedos se abrían y cerraban; las uñas estaban roídas hasta la cutícula. La rodeaba un revoltijo de camisones y chales. Su mata de cabello rizado, antaño dorado, oscurecido ahora por la edad a un pardo apagado, estaba desplegado en torno a ella como un abanico. Por un momento, Cazaril se preguntó si se habría quedado dormida, tan inmóvil yacía. Pero en su pálido semblante, girado de perfil con la suave mejilla reposada directamente en el suelo, los ojos estaban abiertos, grises y fijos, cuajados de lágrimas esperando a ser vertidas.
Era un rostro que reflejaba el más profundo pesar; trajo a la memoria de Cazaril el aspecto de algunos hombres que había conocido, rotos en cuerpo y alma por el calabozo o los horrores de las galeras. O del suyo propio, atisbado tenuemente en un espejo de acero bruñido en la casa de la Madre de Ibra, cuando los acólitos le habían rasurado la cara insensible y le habían animado a mirarse, veis, mejor así. Pero estaba más que seguro de que la royina no había olido siquiera un calabozo en su vida, nunca había sentido el mordisco de la tralla, nunca, quizá, había levantado un hombre la mano contra ella, enfurecido. Entonces, ¿qué? Se quedó quieto, con la boca entreabierta, temeroso de hablar.
Percibió un crujido y un frufrú a su espalda y se giró para ver a la viuda provincara, asistida por su prima, que entraba en esos momentos. Le dedicó un arqueamiento de ceja al pasar junto a él; Cazaril ensayó una mínima inclinación de cabeza. Las damas de compañía que velaban por la royina se sobresaltaron y se incorporaron, ofreciendo el fantasma de una reverencia.
La provincara recorrió el pasillo flanqueado por las hileras de bancos y estudió a su hija, inexpresiva.
– Oh, cielos. ¿Cuánto hace que está así?
Una de las damas de compañía volvió a inclinarse a medias.
– Se levantó en plena noche, vuestra gracia. Pensamos que sería mejor permitir que bajara antes que pelear con ella. Como instruisteis…
– Ya, ya. -La provincara desdeñó la nerviosa excusa con un aspaviento-. ¿Ha dormido algo?
– Una o dos horas, creo, mi lady.
La provincara exhaló un suspiro y se arrodilló al lado de su hija. Su voz se suavizó, perdió toda sequedad; por vez primera, Cazaril escuchó la edad que acusaba.