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La caravana del róseo y la rósea encaró Cardegoss por el camino del sur. Al coronar un promontorio, se extendió a sus pies la vastedad de la llanura que separaba los pilares de las montañas.

Cazaril desplegó las aletas de la nariz al aspirar el cortante viento. La fría lluvia de la noche anterior había acendrado el aire. Tambaleantes, los bancos de nubes azul pizarra avanzaban hacia el este dejando tras de sí una estela de jirones, imitando las líneas de las apergaminadas cordilleras grises y azules que ceñían el horizonte. La luz de poniente caía sobre las praderas igual que el tajo de una espada. El Zangre se encumbraba sobre la inmensa roca que sobresalía en el vértice que formaba la conjunción de dos arroyos, dominando los ríos, las llanuras, los pasos montañosos y la vista de todos los espectadores, atrapando la luz y refulgiendo como el hierro fundido contra los atezados nubarrones que se batían en retirada. Sus torres de piedra ocre estaban coronadas y encasquetadas por tejados de pizarra del color de las espantadizas nubes, como un despliegue de yelmos de hierro sobre las cabezas de una valiente banda de soldados. El Zangre, asiento predilecto de los royas de Chalion durante generaciones, parecía visto así una fortaleza, no un palacio, tan dedicado a la empresa bélica como cualquier hermano soldado jurado a las santas órdenes de los dioses.

El róseo Teidez azuzó su caballo negro para situarse junto al bayo de Cazaril y contemplar su meta con avidez, iluminado el semblante por una especie de pávida avaricia. Ansia de la promesa de una vida más libre, libre de las atentas limitaciones impuestas por madres y abuelas, suponía Cazaril, sin lugar a dudas. Pero Teidez tendría que ser mucho más lerdo de lo que aparentaba para no preguntarse en esos momentos si ese luminoso milagro de piedra no pudiera ser suyo, algún día. ¿Por qué había sido llamado a la corte el muchacho, más que porque Orico, desesperando al fin de engendrar alguna vez su propio heredero, aspiraba a criarlo y prepararlo para ser su sucesor?

Iselle detuvo su yegua gris jaspeada, con ojos tan ávidos casi como los de Teidez.

– Qué raro. La recordaba, no sé, más grande.

– Esperad a que nos acerquemos -aconsejó Cazaril, sucinto.

Sir de Sanda, en la vanguardia, les indicó que avanzaran, y el tren de jinetes y mulas de carga volvió a ponerse en marcha por la embarrada carretera: los dos jóvenes reales, sus respectivos secretarios guardianes, lady Betriz, siervos, criados, exploradores armados y vestidos con la librea verdinegra de Baocia, caballos de refresco, Copo de Nieve -que a esas alturas bien podría cambiar su nombre por el de Pegote de Fango- y el más que considerable equipaje. Cazaril, curtido en numerosas y desquiciantes procesiones de nobles damas, consideraba el avance del convoy un prodigio de pragmatismo. Habían tardado solamente cinco días a caballo desde Valenda, cuatro y medio, en realidad. La rósea Iselle, aptamente respaldada por Betriz, había comandado su subcasa con nervio y eficacia. Ni una sola de las inevitables demoras del viaje podía achacarse a su veleidad femenina.

Lo cierto era que tanto Teidez como Iselle habían impuesto a su séquito un ritmo frenético desde el preciso instante que salieron de Valenda y emprendieron el galope para dejar atrás los desolados aullidos de Ista, audibles incluso detrás de las almenas. Iselle se había tapado los oídos con las manos y había maniobrado su caballo con las rodillas hasta que hubo escapado del eco del extravagante pesar de su madre.

La noticia de que sus retoños debían apartarse de ella había sumido a la viuda royina, ya que no en una estricta demencia, al menos sí en una profunda desesperación y perturbación. Había llorado, y rezado, y discutido, y, al cabo, enmudecido, para alivio de algunos. De Sanda le había confiado a Cazaril cómo la royina lo había arrinconado y había intentado sobornarlo para que huyera con Teidez, sin especificar dónde y cómo. La describió balbuciente, histérica, al borde de echar espumarajos por la boca.

También había acorralado a Cazaril, en su aposento, mientras cargaba las alforjas la noche antes de la partida. Su conversación había discurrido por derroteros bien diferentes; o, cuando menos, no entre balbuceos.

Lo había observado un prolongado, mudo y enervante momento, antes de espetar, abruptamente:

– ¿Estáis asustado, Cazaril?

Cazaril sopesó su respuesta, para responder al fin simple y sinceramente:

– Sí, mi lady.

– De Sanda es un estúpido. Por lo menos vos no lo sois.

Sin saber qué responder a aquello, Cazaril inclinó la cabeza con educación.

Ista inhaló, desorbitando la mirada, antes de decir:

– Proteged a Iselle. Si alguna vez me habéis amado, o habéis amado vuestro honor, proteged a Iselle. ¡Juradlo, Cazaril!

– Lo juro.

Sus ojos lo escudriñaron pero, para sorpresa de Cazaril, la viuda no exigió declaraciones más elaboradas, ni repeticiones tranquilizadoras.

– ¿De qué debo guardarla? -inquirió Cazaril, con cautela-. ¿Qué teméis, lady Ista?

La mujer permaneció callada a la luz de las velas.

Cazaril recurrió a la efectiva rogativa de Palli:

– ¡Mi señora, os lo suplico, no me enviéis a la batalla con los ojos vendados!

Ista soltó el aire de golpe, como si hubiera recibido un puñetazo en el estómago; pero luego sacudió la cabeza en ademán desolado, dio media vuelta y salió corriendo de la habitación. Su fámula, evidentemente preocupada hasta el borde de la exasperación, había soltado el aliento y se había alejado tras sus pasos.

Pese al recuerdo de la contagiosa turbación de Ista, la excitación de los jóvenes ante la proximidad de su destino ayudó a rascar la pátina de temor que cubría el ánimo de Cazaril. La carretera coincidía con el río que partía de Cardegoss, y se extendía paralela a él en su descenso a una zona boscosa. Al cabo, el segundo curso de agua de Cardegoss se sumaba al principal. Una racha de viento helado deambulaba por el valle en penumbra. En la orilla del río opuesta al camino surgían del suelo noventa metros de escarpada pared de roca. Aquí y allá, los árboles enanos se aferraban desesperadamente a las grietas, y los helechos se derramaban sobre las piedras.

Iselle se detuvo para mirar arriba, y arriba. Cazaril tiró de las riendas de su caballo junto al de ella. Desde allí, no se alcanzaba a ver ni siquiera los primeros vestigios de las enclenques adiciones defensivas de los masones humanos que decoraban la cumbre de esta muralla natural.

– Oh -dijo Iselle.

– Vaya -añadió Betriz, estirando el cuello a su vez.

– El Zangre -precisó Cazaril-, no ha sido tomado por asalto jamás en su historia.

– Ya veo -exhaló Betriz.

Un remolino de hojas ocres al viento, promesa de la inminencia del otoño, huyó siguiendo el curso del negro río. La partida espoleó sus monturas y emprendió el ascenso del valle rumbo a un magnífico arco de piedra que comunicaba con una de las siete puertas de la ciudad y flanqueaba el curso de agua. Cardegoss compartía la llanura hendida por el río con la fortaleza. Las murallas de la ciudad destacaban en la cima de los barrancos semejando un barco cuya proa fuera el Zangre, antes de curvarse hacia el interior en una larga muralla que formaría la popa.

A la diáfana luz del espléndido atardecer, la ciudad se despojaba de su siniestra apariencia. Los mercados, entrevistos al final de las callejuelas, eran un arco iris de flores y viandas, atestados de hombres y mujeres. Horneros y banqueros, tejedores, sastres, orfebres y curtidores, junto a todas las artes y oficios cuyos productos no precisaban agua y, por tanto, podían venderse lejos de las orillas del río, ofrecían su mercancía. La compañía real atravesó la Plaza del Templo, cuyo nombre inducía a error, que tenía cinco lados, uno por cada una de las grandes casas madre regionales de las órdenes sagradas de los dioses. Divinos, acólitos y devotos deambulaban apresurados por los alrededores, ofreciendo un aspecto más burocrático que ascético. En el vasto centro empedrado de la plaza, se alzaba la familiar forma de trébol más torre del Templo de la Sagrada Familia de Cardegoss, impresionantemente más grandioso que la humilde versión de Valenda.

Iselle cedió a la mal disimulada impaciencia de Teidez y ordenó detenerse en ese punto, antes de enviar a Cazaril corriendo al resonante patio interior del templo para depositar una ofrenda de monedas sobre el altar de la Dama de la Primavera, en gratitud por las nulas incidencias de su viaje. Un acólito se hizo cargo del óbolo, dio las gracias a Cazaril y se lo quedó mirando; Cazaril musitó una escueta plegaria apresurada y regresó de nuevo corriendo hasta el lugar donde había dejado su caballo.

Mientras ascendían la larga y suave pendiente que conducía al Zangre, cruzaron calles en las que las casas de la nobleza, construidas de piedra decorada y con elaboradas rejas de hierro protegiendo puertas y ventanas, se cernían hombro con hombro sobre los viandantes, altas y cuadradas. La royina Ista había habitado uno de estos edificios, durante un tiempo, al enviudar. Iselle identificó animadamente tres posibles candidatas a ser la casa de su infancia, hasta que, confusa, prometió a Cazaril que más tarde determinaría cuál había sido su hogar.

Por fin llegaron a la impresionante puerta del Zangre. Justo delante de él se abría en la llanura una hendidura natural que daba paso a una estrecha y sombría cañada, más sobrecogedora que cualquier foso. Al extremo, un conjunto de enormes peñascos formaba el nivel inferior de piedra de las murallas; las rocas eran irregulares, pero estaban tan firmemente encajadas que no podría haberse introducido la hoja de un cuchillo entre ellas. Sobre ellas, delicados artesonados roknari, cuyos patrones geométricos decorativos más parecían azúcar que piedra. Más arriba, más piedra pulcramente cortada, elevándose hasta las alturas como si los hombres compitieran con los dioses que habían arrojado la gran roca sobre la que se erigía todo el edificio. El Zangre era el único castillo en el que había estado Cazaril que le infundía vértigo desde el suelo al mirar arriba .

Sonó un cuerno en las alturas, y unos soldados con la librea del roya Orico les saludaron marcialmente mientras cruzaban el puente levadizo a caballo y atravesaban la angosta arcada que conectaba con el patio. Lady Betriz se aferró a las riendas y miró en torno, boquiabierta. El patio estaba dominado por una enorme y elevada torre rectangular, la más nueva de las adiciones al reino del roya Ias y lord de Lutez. Cazaril se había preguntado siempre si su inmensidad sería una medida de la fuerza de los hombres… o de sus temores. Un poco más allá de ésta, casi igual de alta, se cernía una torre redonda sobre una esquina del bloque principal. Su tejado de pizarra se veía hundido, estropeada y desmoronada su cúspide.

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