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Cazaril se sentó en su dormitorio acompañado de una prodigalidad de velas y del clásico romancero brajarano La leyenda del árbol verde , y suspiró satisfecho. La biblioteca del Zangre había sido célebre en tiempos de Fonsa el Sabio, pero había caído en desuso desde entonces; este volumen, a juzgar por el polvo, no abandonaba su estante desde finales del reinado de Fonsa. Pero era el lujo de disponer de velas suficientes para convertir el leer hasta bien entrada la noche en un placer y no un esfuerzo, tanto como los versos de Behar, lo que le alegraba el corazón. Y le hacía sentir un poco culpable… El coste del uso de velas de cera de calidad sobre la casa de Iselle comenzaría a acumularse a la larga, y parecería un tanto extraño. Con las atronadoras cadencias de Behar resonando en la cabeza, se humedeció el dedo y pasó la página.

Las estrofas de Behar no era lo único que atronaba y resonaba. Volvió la vista hacia el techo, que filtraba un rápido golpeteo, arañazos, y el sonido apagado de risas y voces. Bueno, la tarea de procurar que las noches de la casa de Iselle fueran razonables recaía sobre Nan de Vrit, no sobre él, gracias a los dioses. Se concentró de nuevo en las visiones teológicamente simbólicas del poeta e ignoró el ajetreo, hasta que el cerdo profirió un chillido.

Ni siquiera el gran Behar podía competir con ese misterio. Sonriendo, Cazaril dejó el volumen encima de la colcha y sacó las piernas de la cama, se abrochó la túnica, se calzó los zapatos, y recogió la vela con pantalla de cristal para iluminar el camino escaleras arriba.

Se encontró con Dondo de Jironal, que bajaba. Dondo iba vestido con su habitual atuendo de cortesano, túnica azul con brocados y pantalones de lana y lino, aunque su capa chaleco blanca oscilaba prendida en su mano, junto a su espada envainada y el cinto. Tenía el rostro crispado y arrebolado. Cazaril abrió la boca para pronunciar un saludo educado, pero se le murieron las palabras en los labios ante la mirada asesina que le dedicó Dondo antes de pasar junto a él sin mediar palabra.

Cazaril llegó al pasillo de la planta superior para encontrar todos los candelabros de pared encendidos y un inexplicable despliegue de personas reunidas. No sólo Betriz, Iselle y Nan de Vrit, sino también lord de Rinal, uno de sus amigos y otra dama, además de sir de Sanda formaban un corrillo de carcajadas. Se retiraron hacia las paredes cuando Teidez y un paje irrumpieron en su seno, persiguiendo frenéticos un lechón bien lavado y adornado con un lazo que arrastraba una bufanda. El paje capturó al animal a los pies de Cazaril, y Teidez soltó un grito triunfal.

– ¡A la bolsa, a la bolsa! -exclamó de Sanda.

Lady Betriz y él se acercaron a Teidez y el paje mientras éstos colaboraban para introducir a la chillona criatura en un gran saco de lona, en el que era evidente que no quería entrar. Betriz se agachó para rascar al esforzado animal detrás de las batientes orejas.

– ¡Muchas gracias, lady Gocha! Habéis representado vuestro papel a la perfección. Pero ya va siendo hora de que regreséis a casa.

El paje se cargó el pesado saco sobre el hombro, saludó a los reunidos y se marchó, sonriendo.

– ¿Qué ocurre aquí? -quiso saber Cazaril, debatiéndose entre la risa y la alarma.

– ¡Uf, ha sido genial! -respondió Teidez-. ¡Tendríais que haber visto la cara que puso lord Dondo!

Cazaril acababa de verla, y no le había inspirado alegría, precisamente. Sintió un peso en el estómago.

– ¿Qué habéis hecho?

Iselle irguió la cabeza.

– Ni mis sutilezas ni las palabras francas de lady Betriz habían servido para desalentar a lord Dondo y convencerle de que sus atenciones no eran bienvenidas, así que hemos conspirado para asignarle el cariño que deseaba. Teidez se ocupó de sacar a nuestra cómplice del establo. En lugar de la virgen que esperaba encontrar lord Dondo cuando entró de puntillas en el dormitorio de Betriz a oscuras, se encontró con… ¡lady Gocha!

– ¡Oh, difamáis a la pobre cochina, rósea! -dijo lord de Rinal-. ¡A lo mejor resulta que también ella era virgen!

– Seguro que lo era, de lo contrario no habría chillado de ese modo -apostilló Iselle, tronchada de risa sobre su brazo.

– Es una pena -dijo de Sanda, mordaz-, que lord Dondo no la encontrara de su agrado. Confieso que me ha sorprendido. Con lo que dicen de él, pensaba que no le hacía ascos a acostarse con nada.

Entornó los ojos para comprobar el efecto que surtían sus palabras sobre el sonriente Teidez.

– Encima que la había rociado con mi mejor perfume darthaco -suspiró exageradamente Betriz. Recalcaban el candor de su mirada un destello de rabia y profunda satisfacción.

– Tendrías que habérmelo dicho -comenzó Cazaril. ¿Decirle el qué? ¿Que planeaban una trastada? Era evidente que sabían que se lo habría prohibido. ¿Que Dondo las acosaba de ese modo? ¿Que pensaban devolverle la vileza? Se clavó las uñas en la palma de la mano. ¿Y qué habría hecho él al respecto, eh? ¿Chivarse a Orico, a la royina Sara? Fútil

Lord de Rinal dijo:

– Va a ser la mejor anécdota de la semana en toda Cardegoss… y la señorita se hará famosa, con rabo rizado y todo. Hace años que lord Dondo no hacía el ridículo, y creo que ya iba siendo hora. Me parece oír el "recochineo". Ese hombre no va a cenar cerdo sin oírlo también hasta dentro de unos cuantos meses. Rósea, lady Betriz -les dedicó una reverencia-, os doy las gracias de todo corazón.

Los dos cortesanos y la damisela se alejaron, presumiblemente para compartir la broma con aquellos amigos que siguieran despiertos.

Cazaril, controlándose para no decir lo primero que le había venido a la cabeza, espetó al fin:

– Rósea, no ha sido buena idea.

Iselle le devolvió el ceño fruncido, sin amilanarse.

– Ese hombre viste los hábitos de un santo general de la Dama de la Primavera pero no le importa despojar a las mujeres de su virginidad, que es sagrada para Ella, igual que roba… bueno, decís que no disponemos de pruebas de qué más roba. ¡De esto teníamos pruebas de sobra, por la diosa! Al menos esto le enseñará a no intentar robar nada de mi casa. ¡Se supone que el Zangre es una corte real, no un corral!

– Anímate, Cazaril -recomendó de Sanda-. A fin de cuentas, no podrá vengarse del róseo ni de la rósea por haberlo herido en su vanidad. -Miró en rededor; Teidez se había alejado por el pasillo para recoger las cintas pisoteadas que había desperdigado la cerda en su intento de fuga. Bajó la voz, y añadió-: Y bien ha merecido la pena con tal de que Teidez viera a su, eh, héroe a una luz menos halagadora. Cuando el amoroso lord Dondo salió a trompicones del dormitorio de Betriz con los cordones de los pantalones en las manos, se encontró con todos nuestros testigos alineados y esperándolo. Lady Gocha estuvo a punto de derribarlo, al colarse entre sus piernas en su huida. Parecía un completo payaso. Es la mejor lección que he conseguido extraer del mes que llevamos aquí. Quizá podamos empezar a recuperar algo del terreno perdido en esa dirección, ¿eh?

– Ojalá tengas razón -dijo Cazaril, precavido. No expuso en voz alta que el róseo y la rósea eran las únicas personas de las que no podía vengarse Dondo.

En cualquier caso, no hubo indicios de represalia en los días siguientes. Lord Dondo se tomó las chanzas de de Rinal y sus amigos con una fina sonrisa, aunque sonrisa al fin y al cabo. Cazaril se sentaba a la mesa esperando siempre que, como poco, se sirviera ante la rósea cierta cochina espetada con un lazo en el cuello, pero el plato no apareció. Betriz, que al principio se había contagiado del nerviosismo de Cazaril, se tranquilizó. Cazaril no. Dondo, por vivo que tuviera el carácter, había demostrado ampliamente hasta cuándo era capaz de esperar su oportunidad sin olvidarse de sus heridas.

Para alivio de Cazaril, el recochineo que se había apoderado de los pasillos del castillo cesó en cuestión de un par de noches, suplantado por nuevas fiestas, bromas y cotilleos. Cazaril empezaba a albergar la esperanza de que lord Dondo fuera a tragarse su medicina administrada en público sin rechistar. Quizá su hermano mayor, con horizontes más amplios a la vista que la pequeña sociedad del interior de las murallas del Zangre, se hubiera propuesto suprimir cualquier respuesta inapropiada. Del mundo exterior provenían noticias suficientes para acaparar la atención de los hombres: el recrudecimiento de la guerra civil en Ibra del Sur, el bandidaje en las provincias, el mal tiempo que cerraba los pasos montañosos demasiado pronto para la estación.

A la luz de estos últimos informes, Cazaril se preocupó de la logística relativa al transporte de la casa de la rósea, por si la corte decidía abandonar el Zangre enseguida y retirarse a sus tradicionales refugios de invierno antes del Día del Padre. Se encontraba sentado en su despacho, sumando caballos y mulas, cuando apareció uno de los pajes de Orico en la puerta de la antecámara.

– Mi lord de Cazaril, el roya solicita vuestra presencia en la Torre de Ias.

Cazaril arqueó las cejas, soltó la pluma, y siguió al muchacho, preguntándose qué servicio esperaría ahora el roya de él. Los inesperados antojos de Orico podían resultar un tanto excéntricos. En dos ocasiones había ordenado a Cazaril que lo acompañara en sendas expediciones hasta su zoológico, para realizar tareas que bien pudieran haber llevado a cabo un paje o un mozo, como sujetar las cadenas de sus animales, acercarle cepillos o dar de comer a las bestias. Bueno, no; el roya le había preguntado también acerca de las andanzas de su hermana Iselle, aparentemente sin demasiado entusiasmo. Cazaril había aprovechado la ocasión para transmitirle el espanto que le producía a Iselle la perspectiva de ser embarcada rumbo al Archipiélago, o a cualquier otro principado roknari, y esperaba que el oído del roya estuviera más abierto de lo que daba a entender su somnoliento comportamiento.

El paje lo condujo hasta la estancia alargada del segundo piso en la Torre de Ias que ocupaba de Jironal con su cancillería cuando la corte se trasladaba al Zangre. Estaba flanqueada de estanterías repletas de libros, pergaminos, documentos, y una hilera de las alforjas selladas que utilizaban los correos reales. Los dos guardias con librea que vigilaban la puerta los siguieron al interior y adoptaron sus puestos dentro de la habitación. Cazaril sintió sus miradas fijas en él.

El roya Orico estaba sentado con el canciller detrás de una gran mesa cubierta de papeles. Orico parecía cansado. De Jironal lucía parco e intenso, ataviado con sencillas ropas de la corte, pero con el cuello ceñido por la cadena de su oficio. Un cortesano, al que Cazaril reconoció como sir de Maroc, maestre armero y de guardarropía del roya, estaba de pie junto a un extremo de la mesa. Uno de los pajes de Orico, con aspecto de preocupación, flanqueaba el mueble por el otro lado.

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