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El día del decimosexto cumpleaños de la rósea Iselle cayó en el punto álgido de la primavera, unas seis semanas después de que Cazaril hubiera recalado en Valenda. El obsequio que le había enviado en esta ocasión a la joven su hermano Orico desde la capital en Cardegoss era una excelente yegua gris jaspeada, inspiración calculada o muy oportuna, puesto que Iselle se quedó extasiada ante la resplandeciente bestia. Cazaril tuvo que admitir que se trataba de un regio regalo. Y consiguió evitar el problema de su perjudicada caligrafía un poco más, puesto que no le costó nada persuadir a Iselle para que redactara el agradecimiento de su puño y letra, que sería enviado a la partida del correo real.

Pero Cazaril se vio sometido en los días siguientes a las preguntas más minuciosas y exhaustivas, por no decir embarazosas, de Iselle y Betriz referentes a su salud. Pequeñas ofrendas de fruta o carne recorrían la mesa hasta él para tentar su apetito; se le recomendaba irse pronto a la cama, y beber un poco de vino, pero no demasiado; ambas damiselas lo persuadieron para que diera frecuentes paseos cortos por el jardín. No fue hasta que de Ferrej hubo contado un chiste informal a la provincara que Cazaril, al escucharlo, se enteró de que Iselle y su doncella se habían contenido para moderar sus galopadas por consideración hacia la supuestamente frágil salud del nuevo secretario. La inteligencia de Cazaril se sobrepuso a su indignación justo a tiempo de confirmar el cuento con el semblante compuesto y el porte convincentemente envarado. Sus cuidados femeninos, por flagrantemente interesados que fueran, resultaban demasiado adorables para merecerse una regañina. Y… la afrenta tampoco era para tanto.

Tanto la mejora del tiempo como, la verdad sea dicha, su propia mejoría lo incitaban a ablandarse. A fin de cuentas, el calor del verano no tardaría en abatirse sobre ellos, y la vida se ralentizaría de nuevo. Después de ver a las muchachas saltar con sus caballos sobre troncos caídos y surcar los sinuosos senderos que discurrían junto al río, como exhalaciones teñidas de verde y dorado por el reflejo de las hojas nuevas que poblaban las copas de los árboles, se mitigó su preocupación por la seguridad de sus pupilas. Fue su caballo, que dio un respingo tras sobresaltar a una cierva que espiaba detrás de un arbusto, el que lo arrojó violentamente sobre un amasijo de piedras y raíces, dejándolo sin aliento y desprendiendo uno de los apósitos de su espalda. Se quedó tendido, resollando, con el bosque velado por lágrimas de dolor, hasta que dos atemorizados rostros femeninos entraron en su campo de visión sobre un fondo de hojas y cielo.

Hicieron falta las dos y la ayuda de un árbol caído para volver a subirlo a lomos de su caballo recién capturado de nuevo. El ascenso de regreso al castillo fue todo lo formal y recatado, por no decir vergonzante, que hubiera podido desear la institutriz. El mundo había dejado de girar en torno a su cabeza a sincopados intervalos para cuando llegaron al arco de la puerta, pero el apósito desgarrado era una agonía abrasadora señalada por un bulto del tamaño de un huevo bajo su túnica. Probablemente se pondría negro y tardaría semanas en reducirse la hinchazón. Una vez a salvo en el patio, no pensaba más que en el montadero, el mozo y volver a bajar del maldito caballo con vida. Permaneció de pie un momento, con los pies en tierra firme, la cabeza apoyada en la silla, con el rostro contorsionado en una mueca de dolor.

– ¡Caz!

La voz familiar atronó en sus oídos surgida de la nada. Levantó la cabeza; parpadeó. Avanzaba hacia él, a largas zancadas, los brazos abiertos, un hombre alto y atlético de pelo negro, vestido con una elegante túnica con brocados y botas altas de montar.

– Cinco dioses -susurró Cazaril-. ¿Palli?

– ¡Caz, Caz! ¡Te beso las manos! ¡Te beso los pies! -El hombre alto lo asió, a punto de derribarlo, cumpliendo al pie de la letra la primera mitad de su saludo, aunque cambió la segunda por un abrazo-. ¡Caz, hombre! ¡Creía que habías muerto!

– No, no… Palli… -Olvidadas las tres cuartas partes de su dolor, tomó a su vez las manos del hombre moreno y se volvió hacia Iselle y Betriz, que habían dejado sus animales al cuidado de los caballerizos y se aproximaban sin camuflar su curiosidad-. Rósea, Iselle, lady Betriz, permitid que os presente a sir de Palliar… era mi mano derecha en Gotorget… cinco dioses, Palli, ¿qué haces tú aquí ?

– ¡Podría preguntarte lo mismo, con más motivo! -respondió Palli, antes de dedicar una reverencia a las damas, que lo observaban con creciente aprobación. Los más de dos años transcurridos desde Gotorget habían hecho mucho por mejorar su apariencia ya de por sí agradable, aunque todos parecían espantapájaros depravados para cuando terminó el asedio-. Rósea, mi lady, es un honor… pero ahora soy el marzo de Palliar, Caz.

– Oh -dijo Cazaril, ofreciéndole de inmediato una compungida inclinación de cabeza-. Te acompaño en el sentimiento. ¿Es una pérdida reciente?

Palli respondió con un asentimiento comprensivo.

– Hace casi dos años. El viejo había sufrido un ataque de apoplejía mientras nosotros estábamos encerrados en Gotorget, pero resistió hasta que hube vuelto a casa, gracias al Padre del Invierno. Me reconoció, pude verlo al final, hablarle de la campaña… me dio su bendición para ti, sabes, en su último día, aunque ambos pensábamos que estábamos rezando por tu alma. Caz, hombre, ¿dónde te metiste ?

– No… pagaron mi rescate.

– ¿Que no pagaron tu rescate? ¿Cómo que no pagaron tu rescate? ¿Cómo no iban a pagar tu rescate?

– Fue un error. Se olvidaron de incluir mi nombre en la lista.

– De Jironal dijo que los roknari habían informado de tu muerte por culpa de una fiebre repentina.

La sonrisa de Cazaril se volvió tirante.

– No. Me vendieron a las galeras.

Palli retrocedió de golpe.

– ¡Sería un error! No, espera, eso no tiene ningún sentido…

El rictus de Cazaril, y su mano apoyada en el pecho, detuvieron la protesta de Palliar en sus labios, aunque no pudo mitigar el sobresalto de su mirada. Palli conocía el significado de la palabra sutileza, aunque a veces hubiera que inculcársela a golpes. La mueca de su boca decía, De acuerdo, ¡pero pienso sacártelo todo más tarde! Para cuando se hubo girado hacia sir de Ferrej, que se acercaba a observar esta reunión con el interés reflejado en el rostro, su risueña sonrisa volvía a estar en su sitio.

– Mi señor de Palliar va a compartir el vino de la provincara en el jardín -explicó el alcaide del castillo-. Uníos a nosotros, Cazaril.

– Os lo agradezco.

Palli lo cogió del brazo, y siguieron a de Ferrej fuera del patio y alrededor del torreón, a la parcela en la que cultivaba sus flores el jardinero de la provincara. Cuando el tiempo era propicio, la convertía en su pérgola favorita para sentarse en la calle. Tres zancadas, y Cazaril empezó a arrastrar los pies; Palli redujo el paso abruptamente para amoldarlo a los traspiés de Cazaril, y lo miró de soslayo. La provincara aguardaba su regreso con una sonrisa paciente, entronizada bajo una espaldera arqueada de rosas trepadoras que aún no estaban en flor. Les indicó las sillas que habían traído los sirvientes. Cazaril ocupó un cojín con el gesto torcido y un gruñido de protesta.

– Demonios del Bastardo -exclamó Palli-, ¿te han tullido los roknari?

– Sólo a medias. Lady Iselle -¡uuf!- parece entregada a terminar el trabajo. -Con precaución, reclinó la espalda-. Y ese estúpido caballo.

La provincara frunció el ceño a las dos damiselas, que se habían presentado sin invitación.

– Iselle, ¿estabas galopando? -inquirió, peligrosamente.

Cazaril negó con la mano.

– La culpa es exclusiva del noble corcel, mi lady… creyó que lo atacaba un ciervo devorador de caballos. Se hizo a un lado, y yo no. Gracias. -Aceptó un vaso de vino del sirviente con profunda gratitud y dio un rápido sorbo, procurando no derramarlo. Ya estaba desapareciendo la desagradable sensación que le atenazaba el estómago.

Iselle le dirigió una mirada agradecida, que no pasó desapercibida para su abuela. La provincara bufó débilmente para expresar su incredulidad. A modo de castigo, dijo:

– Iselle, Betriz, id y cambiar esas ropas de montar por algo más adecuado para la cena. Seremos gente del campo, pero no salvajes.

Se fueron arrastrando los pies, no sin antes echar un nuevo vistazo por encima del hombro al fascinante huésped.

– Pero ¿qué haces aquí, Palli? -preguntó Cazaril, cuando la doble distracción hubo desaparecido detrás del torreón. También Palli se les había quedado mirando, y pareció tener que estremecerse para despertar. Cierra la boca, hombre , pensó Cazaril, divertido. A mí también me pasa .

– ¡Oh! Me dirijo a Cardegoss, a un baile que se celebra en la corte. Mi padre solía detenerse aquí en mitad de sus viajes, teniendo amistad con el antiguo provincar… cuando pasamos cerca de Valenda, se me ocurrió hacer lo mismo, y envié un mensajero. Y mi lady -indicó a la provincara con un ademán-, ha sido tan amable de abrirme sus puertas.

– Te habría abofeteado si llegas a pasar de largo -dijo cordialmente la provincara, con una ilógica admirable-. Hace demasiados años que no os veo a tu padre ni a ti. Me entristeció enterarme de su muerte.

Palli asintió. Dirigiéndose a Cazaril, continuó:

– Pensamos dejar que los caballos descansen aquí esta noche y reanudaremos el viaje mañana sin prisa… hace demasiado buen tiempo para correr. Hay peregrinos en los caminos, rumbo a cada templo y capilla, y también quienes se aprovechan de ellos, por desgracia. Se ha denunciado la presencia de bandidos en los pasos montañosos, pero no hemos encontrado ninguno.

– ¿Buscasteis? -inquirió Cazaril, en broma. Durante su viaje, no encontrar bandidos había sido su mayor deseo.

– ¡Oye! Que ahora soy el lord dedicado de la Orden de la Hija en Palliar, para tu información… siguiendo los pasos de mi padre. Tengo responsabilidades.

– ¿Cabalgas con los hermanos soldados?

– Más bien en el vagón del equipaje. Todo se reduce a llevar los libros, recaudar las rentas, conseguir el condenado equipo, y logística . Los privilegios del mando… bueno, tú ya sabes. Me lo enseñaste una vez. Una parte de gloria por cada diez partes de paletadas de estiércol.

Cazaril esbozó una sonrisa.

– Tienes suerte. Esa proporción no está nada mal.

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