Cazaril abrió los ojos a despecho del pegamento que le ribeteaba los párpados. Miró sin comprender que veía una grieta gris e irregular en el cielo, enmarcada en negro. Se humedeció los labios encostrados, y tragó saliva. Yacía de espaldas sobre duras tablas… el armazón de la Torre de Fonsa. Los recuerdos de la noche anterior lo desbordaron.
Vivo .
Luego, he fallado .
Su mano derecha, tanteando a ciegas a su alrededor, encontró un montón inerte de plumas frías, y se apartó. Se quedó quieto, jadeando al recordar el terror. Sintió un calambre que le atenazaba las entrañas, un dolor sordo. Tiritaba, estaba empapado, helado hasta los huesos, tan frío como pudiera estarlo un cadáver. Pero no era un cadáver. Respiraba. Por consiguiente, también debía de respirar Dondo de Jironal, en… ¿era ésta la mañana del día de su boda?
Cuando sus ojos se acostumbraron a la penumbra, vio que no estaba solo. Sobre la tosca barandilla que rodeaba el andamio, una docena de cuervos o más se habían posado en la sombra, en completo silencio, casi inmóviles. Parecía que todos lo estuvieran mirando.
Cazaril se tocó la cara, pero no encontró sangre ni heridas… ningún pájaro se había aventurado todavía a picotearlo.
– No -susurró, con voz trémula-. No soy vuestro desayuno. Lo siento.
Una de las aves agitó las alas, incómoda, pero ninguna de ellas alzó el vuelo ante el sonido de su voz. Incluso cuando se sentó, se revolvieron, pero no remontaron el vuelo.
No todo se había ahogado en la negrura desde la noche anterior… fragmentos de un sueño afloraron a su recuerdo. Había soñado que él era Dondo de Jironal, festejando con sus amigos y sus furcias en algún salón iluminado por antorchas y velas, relucientes las tablas de copas de plata, cargadas sus gruesas manos de resplandecientes anillos. Había brindado por el sacrificio de sangre de la virginidad de Iselle con bromas obscenas, y había bebido con ganas… hasta interrumpirse en medio de toses, con un escozor en la garganta que pronto se convirtió en dolor. Se le había hinchado la garganta, cerrándose, asfixiándolo, privándolo de aire, como si estuvieran estrangulándolo de dentro hacia fuera. Los rubicundos semblantes de sus compañeros se habían vuelto hacia él, sus risas y mofas se habían tornado pánico cuando la lividez de sus rasgos les indicó que no estaba bromeando. Gritos, copas de vino volcadas, atemorizados siseos conmocionados de ¡Veneno! Aquel gaznate contraído no dejó escapar ninguna última palabra, su lengua abotargada no emitió ningún sonido. Todo eran silenciosas convulsiones, latidos desbocados, un dolor insoportable en la cabeza y el pecho, negros nubarrones veteados de un rojo abrasador que le empañaban la vista…
No era más que un sueño. Si yo sigo con vida, él también .
Cazaril se quedó tumbado boca arriba sobre los bastos tablones, encogido a causa del dolor de estómago, durante media vuelta de un reloj de arena, exhausto, desesperado. El destacamento de cuervos montó guardia sobre él en exasperante silencio. Paulatinamente, comprendió que tenía que volver. Y no había planeado la ruta de regreso.
Podía descender por los contrafuertes… pero eso lo dejaría de pie en el fondo de una torre enladrillada, empantanado en una añeja acumulación de guano y detritos, gritando auxilio. ¿Escucharía alguien su voz al otro lado de las gruesas paredes de piedra? ¿La confundirían con el eco de los graznidos de los cuervos, o el lamento de un fantasma?
Así pues, ¿hacia arriba? ¿Por donde había venido?
Se puso en pie al fin, apoyándose en la barandilla -ni siquiera entonces se espantaron los cuervos- y desentumeció sus músculos doloridos. Tuvo que apartar un par de cuervos de su camino para despejar un hueco al que encaramarse; las aves batieron las alas indignadas, pero siguieron guardando aquel asombroso silencio. Se recogió la túnica marrón, enfundando el dobladillo en el cinto. Una vez erguido sobre la barandilla, el borde de la torre estaba muy cerca. Se asió, a pulso. Sus brazos eran fuertes, y no pesaba mucho. Tras un sobrecogedor momento en el que fue consciente del vacío que se abría bajo sus piernas desnudas, trepó sobre las piedras y llegó a la pizarra. La niebla era tan densa que apenas si podía ver el patio a sus pies. Amanecía, o acababa de amanecer, supuso; los habitantes más humildes del castillo ya estarían despiertos, en esta mañana de finales de otoño. Los cuervos lo siguieron solemnemente, escapando de uno en uno por la abertura del tejado para ir a posarse sobre la piedra o la pizarra. Siguieron sus evoluciones con la mirada, atentos.
Se los imaginó, compinchándose para frustrar su salto hacia arriba desde la torre al bloque principal, vengando la muerte de su camarada. Y luego otra visión, ésta de sus pies resbalando y sus brazos aleteando, perdiendo asidero, soltándose, y cayendo a una muerte segura contra los adoquines del suelo. Un poderoso retortijón le estrujó las tripas, dejándolo sin aliento.
Se hubiera dado por vencido en ese momento, de no ser por el súbito terror a sobrevivir a la caída, con las piernas rotas y paralizado. Eso fue lo único que lo impulsó a saltar por encima de los aleros y agarrarse al tejado del bloque principal. Sus músculos protestaron cuando se impulsó hacia arriba. Se desolló las manos a causa de la intensidad con que se aferraba.
No estaba seguro, en medio de la pálida niebla, de cuál de las docenas de ventanas que surgían entre las pizarras era la que había franqueado anoche al salir del edificio. ¿Y si alguien había venido y la había cerrado y la había trancado? Avanzó muy despacio, probando fortuna con cada una. Los cuervos lo siguieron, acosándolo por los canalones, aleteando y saltando, patinando también a veces sobre las resbaladizas pizarras, pese a sus largas uñas. La bruma se perlaba, destellaba, en sus alas, y en la barba y el cabello de Cazaril, el rocío punteaba su capa chaleco negra. La cuarta ventana con bisagras se abrió ante la presión de sus nerviosos dedos. Era la leñera en desuso. Se coló dentro, y la cerró en las narices de sus escoltas de negra librea a tiempo de impedir que un par de cuervos entraran volando tras él. Uno de ellos rebotó contra el cristal de un topetazo.
Bajó las escaleras hasta su planta sin cruzarse con ningún criado madrugador, se apresuró a entrar en su cámara y cerró la puerta a su espalda. Presa de retortijones y con la vejiga a punto de estallar, utilizó el bacín de su cuarto; sus entrañas se desprendieron de escalofriantes cuajos de sangre. Cuando se disponía a arrojar al barranco el agua sanguinolenta después de lavarse las manos, aparecieron dos silenciosos cuervos centinelas en la repisa de su ventana. La cerró y echó el pestillo.
Trastabilló hasta la cama como si estuviera borracho, se desplomó en ella y se cubrió con la colcha. Mientras persistían sus escalofríos, pudo oír los sonidos propios de los sirvientes del castillo acarreando agua o sábanas o platos, pisadas escaleras arriba y abajo y por los pasillos, ocasionales llamadas u órdenes atenuadas.
¿Estarían despertando ahora a Iselle, en el piso de arriba, para que se lavara y arreglara, para maniatarla con ristras de perlas, para encadenarla con joyas, para su temible cita con Dondo? ¿Habría dormido siquiera? ¿O se habría pasado la noche llorando, rezando a unos dioses sordos? Debería subir, ofrecerle el consuelo que le pudiera proporcionar. ¿Habría encontrado Betriz otro cuchillo? No puedo presentarme ante ellas . Se acurrucó aún más y cerró los ojos, con agonía.
Seguía tumbado en la cama, boqueando, peligrosamente al borde del llanto, cuando el pisar de unas botas se dejó oír en el pasillo y su puerta se abrió de golpe. La voz del canciller de Jironal rugió:
– Sé que es él. ¡Tiene que ser él!
Los pasos resonaron sobre las tablas y le arrebataron la colcha. Se giró y miró sorprendido al semblante jadeante y barbado de de Jironal, que lo miraba entre asombrado y encolerizado.
– ¡Estás vivo! -exclamó de Jironal. Sonaba indignado.
Media docena de cortesanos, entre ellos dos a los que Cazaril reconoció como matones de Dondo, se arracimaron sobre el hombro de de Jironal para observarlo boquiabiertos. Todos tenían la mano apoyada en la espada, como si estuvieran dispuestos a corregir esta indignante vitalidad de Cazaril a una palabra de de Jironal. El roya Orico, en camisón, con una raída capa vieja sujeta al cuello por sus fofos dedos, apareció en la retaguardia de la comitiva. Orico parecía… raro. Cazaril parpadeó, y se frotó los ojos. Una especie de halo rodeaba al roya, no de luz, sino de oscuridad. Cazaril podía verlo perfectamente, así que no cabía achacarlo a una nube ni a la niebla, puesto que no enturbiaba nada. Y sin embargo allí estaba, moviéndose cuando se movía el hombre, igual que un jirón ondeante.
De Jironal se mordió el labio, con los ojos clavados en el rostro de Cazaril.
– Si tú no… entonces, ¿quién? Tiene que haber sido alguien… alguien próximo a… ¡esa chica! ¡Esa repugnante asesina!
Giró en redondo y abandonó la estancia como una exhalación, indicando a sus hombres que lo siguieran con un brusco ademán.
– ¿Qué sucede? -preguntó Cazaril a Orico, que se había dado la vuelta para seguirlos.
Orico miró por encima del hombro, y extendió los brazos en un amplio gesto de desconcierto.
– La boda se ha cancelado. Dondo de Jironal fue asesinado a medianoche… víctima de la magia de la muerte.
Cazaril abrió la boca; no consiguió pronunciar más que un débil:
– Oh. -Se hundió en la cama, perplejo, mientras Orico partía en pos de su canciller.
No lo comprendo .
Si Dondo ha muerto, pero yo sigo vivo… No se me puede haber concedido a mí el milagro de la muerte. Pero Dondo está muerto. ¿Cómo?
La única explicación era que alguien se le hubiera adelantado.
Con retraso, llegó a la misma conclusión que de Jironal.
¿Betriz?
¡No, oh no…!
Salió volando de la cama, se cayó al suelo aparatosamente, se puso en pie y salió dando tumbos tras la turba de airados y estupefactos cortesanos.
Llegó a su invadida antecámara a tiempo de oír cómo aullaba de Jironal:
– ¡Pues que salga, que yo la vea! -a una desmañada y pávida Nan de Vrit, que aún así interpuso su cuerpo para bloquear el acceso a las habitaciones, con el aspecto de quien se propone defender un puente levadizo. Cazaril sintió un vahído de alivio cuando Betriz, ferozmente ceñuda, se asomó por encima del hombro de Nan. La fámula estaba en camisón, pero Betriz, desgreñada y ojerosa, seguía vistiendo el mismo vestido de lana verde que llevaba puesto la noche anterior. ¿Había dormido? ¡Pero está viva, vive!