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El banquete de bienvenida de la primera noche fue seguido demasiado pronto por el desayuno del día siguiente, la cena y un festejo vespertino que incluía un baile de máscaras. Los más suntuosos manjares se sucedieron los días siguientes, hasta que Cazaril, en lugar de compadecerse de la obesidad del roya Orico, empezó a admirarlo por seguir siendo capaz de caminar. Al menos se redujo el bombardeo inicial de regalos a los hermanos reales. Cazaril se puso al día con su inventario y empezó a pensar dónde y en qué ocasiones se debería desviar parte de esa opulencia. Se esperaba de una rósea que fuera dadivosa.

Despertó la mañana del cuarto día de un sueño confuso en el que corría por el Zangre con las manos llenas de joyas que no podía entregar a las personas adecuadas en el momento preciso, y que no sabía por qué incluían una enorme rata parlanchina que le impartía órdenes imposibles. Se quitó las legañas de los ojos y pensó en renunciar a los vinos enriquecidos de Orico, o a los dulces que incluían demasiada pasta de almendras, no lograba decidirse. Se preguntó a qué festines tendría que hacer frente ese día. Y luego se rió a carcajadas de sí mismo, acordándose de las raciones de los asedios. Aún sonriendo, rodó hasta salir de la cama.

Sacudió la túnica que se había puesto el día anterior por la tarde, y deshizo el nudo del puño para rescatar el mendrugo de pan que le había pedido Betriz que escondiera en su holgada manga cuando la merienda real junto al río se vio interrumpida abruptamente por un chaparrón vespertino, habitual dentro de la estación, pero inoportuno. Se preguntó, divertido, si sería el almacenaje de provisiones lo que tenían en mente los sastres que idearon originalmente aquellas mangas cortesanas. Se quitó el camisón, se puso los pantalones y se anudó los cordones, y se acercó a la palangana para asearse.

Sonó un aleteo confuso en la ventana abierta. Cazaril miró a un lado, sobresaltado por el ruido, para ver cómo se posaba en el amplio alféizar de piedra uno de los cuervos del castillo, que ladeó la cabeza en su dirección. Soltó dos graznidos, antes de proferir unos murmullos ininteligibles. Divertido, se secó la cara con la toalla y, echando mano del mendrugo, avanzó despacio hacia el ave para ver si se trataba de uno de los pájaros domesticados que aceptaban comida de la mano de uno.

El cuervo pareció espiar el pan, puesto que no salió volando ante su acercamiento. Le tendió un trozo. El lustroso pájaro lo estudió fijamente un momento, antes de arrebatarle la miga rápidamente de los dedos. Cazaril se controló para no dar un respingo al sentir el picotazo, pero el afilado y negro pico no le traspasó la piel. El ave saltó de un pie a otro y sacudió las alas, desplegando una cola a la que le faltaban dos plumas. Barruntó algo más, graznó de nuevo, profiriendo un chillido penetrante que resonó en la pequeña estancia.

– No es cra, cra -dijo Cazaril-. Es Caz, Caz . -Se entretuvo y, al parecer, entretuvo al ave, durante varios minutos intentando enseñarle un nuevo idioma, llegando a grajear ¡Cazaril! ¡Cazaril! con lo que supuso que sería acento de cuervo mas, pese a los suculentos sobornos de pan, el pájaro parecía encontrar más dificultades que Iselle con el darthaco.

Una llamada a la puerta de su cuarto interrumpió la lección; ausente, respondió:

– ¿Sí?

La puerta se abrió; el cuervo saltó hacia atrás y se cayó de la ventana. Cazaril se asomó un momento para ver cómo remontaba el vuelo. Cayó en picado al principio, antes de extender las alas con un trallazo y planear de nuevo, cabalgando alguna corriente ascendente matutina que lo transportaba en paralelo a la empinada ladera de la cañada.

– Mi lord de Cazaril, el… -La voz se interrumpió abruptamente. Cazaril se apartó de la ventana y se giró para encontrarse con un paje estupefacto de pie en el umbral. Comprendió azorado que todavía no se había puesto la camisa.

– ¿Sí, muchacho? -Sin aparentar prisa alguna, alcanzó la túnica con gesto indiferente, volvió a sacudirla, y se cubrió con ella-. ¿Qué sucede? -El tono pastoso de su voz no invitaba a comentar ni interesarse por el añejo desastre de su espalda.

El paje tragó saliva y volvió a encontrar la voz.

– Mi lord de Cazaril, la rósea Iselle os invita a reuniros con ella en la sala verde inmediatamente después del desayuno.

– Gracias -dijo Cazaril, con voz fría. Asintió sobriamente a modo de despedida. El paje se alejó corriendo.

La temprana excursión para la que exigía Iselle la escolta de Cazaril resultó ser la prometida visita a la colección de fieras de Orico. El roya en persona guiaría a su hermana; al entrar en la sala verde, Cazaril lo encontró cabeceando en una silla, entregado a su acostumbrada siesta posterior al desayuno. Orico se despertó con un ronquido y se frotó la frente como si le doliera la cabeza. Se sacudió unas migas pegajosas de su amplia túnica, recogió un paño de lino que envolvía algún paquete, y condujo a su hermana, Betriz y Cazaril fuera del castillo y a través de los jardines.

En el patio del establo, se encontraron con la partida de caza de Teidez, que se preparaba para salir esa mañana. El muchacho no había dejado de rogar para que le concedieran esta satisfacción prácticamente desde su llegada al Zangre. Lord Dondo, al parecer, había organizado el deseo del joven, y ahora comandaba el grupo, que incluía otra media docena de cortesanos, mozos y ojeadores, tres traíllas de perros, y a sir de Sanda. Teidez, a lomos de su caballo negro, saludó ufano a su hermana y a su real hermano.

– Lord Dondo dice que probablemente sea demasiado pronto para divisar jabalíes -les explicó-, porque todavía no empiezan a caer las hojas. Pero a lo mejor tenemos suerte. -El escudero de Teidez, que lo seguía también a caballo, cargaba con un auténtico arsenal por si acaso, incluidas la ballesta y la jabalina nuevas. Iselle, que no había sido invitada, evidentemente, contemplaba los preparativos con cierta envidia.

De Sanda sonrió, todo lo que daba de sí su sonrisa, complacido con este noble juego, cuando lord Dondo lanzaba un grito y guiaba a la comitiva fuera del patio a buen trote. Cazaril los observó alejarse y se preguntó qué parte de la idílica estampa otoñal era la que lo incomodaba. Se le ocurrió que ninguno de los hombres que rodeaban a Teidez tenía menos de treinta años. Ninguno de ellos seguía al muchacho por camaradería, ni siquiera por camaradería anticipada; todos actuaban impulsados por su propio interés. Si alguno de aquellos cortesanos tuviera dos dedos de frente, decidió Cazaril, traerían a sus hijos a la corte, los dejarían sueltos y permitirían que la naturaleza siguiera su curso. No era una visión exenta de peligros, pero…

Orico rodeó el establo, con las damas y Cazaril tras sus pasos. Encontraron al encargado de caballerizas, Umegat, evidentemente prevenido, aguardando decorosamente junto a las puertas del zoológico, abiertas de par en par al sol y la brisa de la mañana. Inclinó la trenzada cabeza ante su señor y sus invitados.

– Ése es Umegat -dijo Orico a su hermana, a modo de presentación-. Cuida del sitio por mí. Es un roknari, pero también es un buen hombre.

Iselle controló una visible punzada de alarma e inclinó graciosamente la cabeza a su vez. En un pasable roknari cortesano, si bien gramaticalmente impropio por cuanto se decantó por la rutina de señor a guerrero en lugar de la de señor a vasallo, dijo:

– Que las bendiciones de los Santos caigan sobre ti este día, Umegat.

Umegat abrió mucho los ojos, y acentuó su reverencia. Respondió con un: "Que las bendiciones de los Sumos caigan también sobre vos, mi hendi", con el más puro acento del Archipiélago, en la forma gramatical adecuada de siervo a señora.

Cazaril arqueó las cejas. Así que, al final, Umegat no era ningún mestizo chalionés, al parecer. Se preguntó por qué azares de la vida habría terminado allí . Picado en su curiosidad, preguntó: "Os encontráis lejos de vuestro hogar, Umegat", con la rutina del siervo al siervo de menor categoría.

Una discreta sonrisa afloró a los labios del mozo:

– Tenéis buen oído, mi hendi. Eso es raro, en Chalion .

– Lord de Cazaril me enseña -explicó Iselle.

– En tal caso, tenéis buen maestro, mi dama. Pero -se volvió hacia Cazaril, cambiando de rutina, ahora de esclavo a erudito, aún más exquisitamente educado que el de esclavo a señor-, Chalion es ahora mi hogar, Sabiduría .

– Que mi hermana vea las criaturas -intervino Orico, que no ocultaba el aburrimiento que le producía aquel intercambio de cortesías bilingües. Levantó la servilleta de lino y esbozó una sonrisa conspiradora-. He birlado del desayuno un trozo de panal para mis osos, y se va a derretir entero si no me libro pronto de él.

Umegat sonrió a su vez y los guió al interior del fresco edificio de piedra.

El lugar estaba aún más inmaculado esa mañana que el otro día, más limpio con diferencia que los salones de banquetes de Orico. El roya se disculpó y se adentró de inmediato a la jaula de uno de sus osos. El animal se despertó y se sentó sobre sus ancas; Orico se sentó a su vez en la reluciente paja, y ambos se miraron fijamente. Orico tenía casi el mismo tamaño que el oso. Desenvolvió la servilleta y partió un pedazo de panal, que el oso olisqueó y comenzó a lamer con una larga lengua rosa. Iselle y Betriz exclamaron encantadas a la vista del espeso y lustroso pelaje, pero no hicieron ademán alguno de seguir al roya hasta el interior de la jaula.

Umegat los dirigió hacia las criaturas semejantes a cabras, evidentemente herbívoras, y esta vez las damiselas sí se aventuraron en los establos para acariciar a las bestias y regalar envidiosos cumplidos sobre sus grandes ojos castaños y sus largas pestañas. Umegat explicó que se llamaban vellas, importadas de algún rincón más allá del Archipiélago, y les entregó unas zanahorias a Iselle y Betriz, que éstas cedieron a las vellas entre risas para mutua satisfacción de los animales y las muchachas. Iselle se limpió los últimos trozos de zanahoria mezclada con baba de vella en la falda, y todos siguieron a Umegat camino de la pajarería, menos Orico, que, prefiriendo demorarse con su oso, les hizo una lánguida seña para indicarles que podían continuar sin él.

Una negra silueta surgió de la luz del sol para adentrarse en el pasillo de piedra abovedado y se posó en el hombro de Cazaril con un batir de alas y un gruñido; Cazaril a punto estuvo de rozar el arco del techo de un salto. Estiró el cuello para ver si se trataba del mismo cuervo que había visitado el alféizar de su ventana esa mañana, fijándose en las plumas que le faltaban a su cola. El ave afianzó las garras en su hombro, y exclamó: "¡Caz! ¡Caz!"

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