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También Iselle y Betriz se cerraron en su mutismo, tanto entonces como más tarde. Apenas si comentaron el zumbido de murmullos referentes al asesinato que circulaba por la corte, salvo para rechazar las invitaciones a visitar la ciudad y encontrar excusas para asegurarse de que Cazaril seguía con vida entre cuatro y cinco veces todas las noches.

La corte teorizaba sobre el misterio. Se aprobaron nuevos y más draconianos castigos para la escoria tan peligrosa y mezquina que eran los cortabolsas y los salteadores de caminos. Cazaril no dijo nada. La muerte de de Sanda no tenía misterio para él, aparte de cómo conseguir reunir las pruebas que incriminaran a los Jironal. Le daba vueltas y más vueltas en la cabeza, pero se sentía impotente. No se atrevía a iniciar el proceso hasta disponer de todos los pasos claros hasta el final, por miedo a despertar una mañana apartado del caso por culpa de una raja en la garganta.

A menos, decidió, que fuera falsamente acusado algún desdichado salteador o cortabolsas. En cuyo caso él… ¿qué? ¿Qué valor tenía ahora su palabra, después de la fallida calumnia acerca de sus cicatrices? La mayor parte de la corte se había dejado impresionar por el testimonio del cuervo… pero no toda. Era fácil distinguir a unos de otros, por el modo en que apartaban sus capas de Cazaril algunos caballeros, o la manera en que las damas rehuían el contacto con él. Pero la oficina del alguacil no presentó ningún campesino a modo de chivo expiatorio, y el jolgorio reavivado de la corte cubrió el desagradable incidente igual que cubre una costra una herida.

Asignaron un nuevo secretario a Teidez, escogido a dedo por el mayor de los de Jironal entre los miembros de la cancillería del roya. Era un tipo enjuto, a todas luces lacayo del canciller, y no hizo ademán de querer trabar amistad con Cazaril. Dondo de Jironal se hizo el público propósito de distraer al joven róseo de su pesar proporcionándole los más deleitosos pasatiempos. Deleitosos hasta qué punto, lo pudo comprobar Cazaril sin esfuerzo, sólo con fijarse en el desfile de rameras e individuos de mala catadura que entraban y salían de la cámara de Teidez bien entrada la noche. En cierta ocasión, Teidez entró a trompicones en la habitación de Cazaril, aparentemente incapaz de distinguir una puerta de otra, y vomitó a sus pies una escancia de vino tinto. Cazaril lo condujo, ciego y enfermo, hasta donde se encontraban sus sirvientes para que lo limpiaran.

El momento más conflictivo para Cazaril, no obstante, tuvo lugar la noche que captó un destello verde en la mano del capitán de la guardia de Teidez, el hombre que había cabalgado con ellos desde Baocia. El que antes de partir había jurado ante la madre y la abuela, solemnemente y con la rodilla en el suelo, que protegería a ambos jóvenes con su vida… Cazaril prendió la mano del capitán cuando se cruzaron, deteniéndolo en seco. Contempló la conocida gema biselada.

– Bonito anillo -dijo, al cabo.

El capitán apartó la mano, ceñudo.

– Lo mismo pienso yo.

– Espero que no pagarais demasiado por él. Me parece que la piedra es falsa.

– ¡Mi lord, es una esmeralda auténtica!

– Yo que vos, la llevaría a un especialista en piedras preciosas, y lo comprobaría. No deja de sorprenderme la cantidad de mentiras que están dispuestos a decir los hombres hoy en día con tal de sacar provecho.

El capitán se tapó una mano con la otra.

– El anillo es bueno.

– Comparado con lo que os ha costado, yo diría que es basura.

El capitán apretó los labios. Se encogió de hombros y se alejó.

Si esto es un asedio , pensó Cazaril, estamos en desventaja .

El tiempo se volvió frío y lluvioso, aumentó el caudal de los ríos, conforme la estación del Hijo tocaba a su fin. Durante el concierto posterior a la cena de una noche de aguacero, Orico se acercó a su hermana, y murmuró:

– Preséntate ante el trono con los tuyos mañana al mediodía, y asistid a la investidura de de Jironal. Luego haré un feliz anuncio ante toda la corte. Y ponte tus mejores galas. Ah, y las perlas… lord Dondo me comentó anoche que no te ve nunca con ellas encima.

– Creo que no me favorecen -repuso Iselle. Miró de soslayo a Cazaril, que estaba sentado en las proximidades, y luego se miró las manos, tensas sobre el regazo.

– Bobadas, ¿cómo no van a sentar bien las perlas a una doncella? -El roya se enderezó en su asiento para aplaudir la animada pieza que acababa de terminar.

Iselle no volvió a mencionar esta sugerencia hasta que Cazaril hubo escoltado a sus damiselas hasta la antecámara que le servía de despacho. Se disponía a darles las buenas noches y dirigirse, bostezando, directo a su cama, cuando la rósea espetó:

– No pienso ponerme las perlas de ese ladrón de lord Dondo. Se las regalaría a la Orden de la Diosa, pero juro que la diosa se sentiría insultada. Están manchadas. Cazaril, ¿qué puedo hacer con ellas?

– El Bastardo no es un dios remilgado. Dáselas al divino de su inclusa, para que las venda y recaude dinero para sus huérfanos.

Iselle sonrió.

– Eso sí que enojaría a lord Dondo. ¡Y ni siquiera podría protestar! Buena idea. Llévaselas a los huérfanos, con mis mejores deseos. Y en cuanto a mañana… me pondré la capa chaleco de terciopelo rojo encima del vestido de seda blanco, resulta adecuado para una fiesta, y el juego de granates que me regaló mamá. Nadie podrá recriminarme por llevar encima las joyas de mi madre.

Nan de Vrit intervino:

– Pero ¿a qué creéis que se refería vuestro hermano con lo de un feliz anuncio ? ¿No será que ya ha decidido con quién desposaros?

Iselle se quedó paralizada, parpadeando, antes de decir, tajante:

– No. No puede ser. Antes debe haber meses de negociaciones… embajadores, cartas, intercambios de regalos, tratados referentes a la dote… y mi consentimiento. Han de hacerme un retrato. Y yo he de recibir un retrato del hombre, quienquiera que resulte ser. Un retrato fiel y sincero, realizado por el artista de mi elección. Si mi príncipe está gordo, o es bizco, o está calvo, o tiene un labio leporino, sea, pero su retrato no puede engañarme.

Betriz torció el gesto imaginándose al pretendiente descrito por la rósea.

– Esperó que se fije en ti un lord apuesto, cuando llegue el momento.

Iselle suspiró.

– Estaría bien pero, a juzgar por la mayoría de los grandes señores que he visto, no es probable. Debería contentarme con que esté sano, creo, y dejar de incordiar a los dioses con plegarias imposibles. Que goce de buena salud, y que sea quintariano.

– Muy sensato -comentó Cazaril, que favorecía esta visión tan pragmática pensando que le facilitaría la vida en el futuro.

Betriz repuso, nerviosa:

– Este otoño ha habido un gran tráfico de delegados roknari en la corte.

– Mm. -Iselle tensó los labios.

– No hay muchos quintarianos de renombre entre los que elegir, entre los grandes señores -dijo Cazaril.

– El roya de Brajar ha vuelto a enviudar -apostilló Nan de Vrit, con la duda reflejada en su rictus.

Iselle agitó la mano.

– Cielos, no. Tiene cincuenta y siete años, y gota, y ya tiene un heredero hecho y derecho y casado. ¿Qué sentido tiene que yo críe un hijo partidario de su tío Orico, o de su tío Teidez, si diera la casualidad, si no gobierna en sus tierras?

– Está el nieto de Brajar -dijo Cazaril.

– ¡Pero si tiene siete años! Tendría que esperar otros siete…

Lo que no sería necesariamente algo malo , pensó Cazaril.

– Ahora es demasiado pronto, pero eso es demasiado tarde. Puede pasar de todo en siete años. La gente muere, los países van a la guerra…

– Cierto -dijo Nan de Vrit-, vuestro padre el roya Ias prometió vuestra mano a un príncipe roknari cuando contabais dos años de edad, pero el pobre muchacho murió poco después por culpa de unas fiebres, de modo que todo se quedó en nada. De lo contrario, hace dos años que os hubierais trasladado a su principado.

Bromeando, Betriz propuso:

– También el Zorro de Ibra es viudo.

Iselle se atragantó.

– ¡Pero si tiene más de setenta años!

– Sí, pero no está gordo. Y supongo que no tendrías que soportarlo mucho más tiempo.

– Ja. Seguro que viviría otros veinte años sólo para fastidiarme… creo que se le da bien. Y su Heredero también está casado. Me parece que su segundo hijo es el único róseo del país casi con los mismos años que yo, y no es el heredero.

– Este año no se os ofrecerá ningún ibrano, rósea -dijo Cazaril-. El Zorro está sumamente enfadado con Orico por su torpe mediación en la guerra en Ibra del Sur.

– Sí, pero… dicen que todos los nobles ibranos se entrenan como oficiales navales -dijo Iselle, adoptando una expresión introspectiva.

– Bueno, ¿y de qué le sirve eso a Orico? -rezongó Nan de Vrit-. Chalion no tiene ni un metro de costa.

– Para nuestro pesar -murmuró Iselle.

– Cuando Gotorget estaba en nuestro poder -dijo Cazaril, con amargura-, y reteníamos sus pasos, tuvimos una ocasión inmejorable para apoderarnos del puerto de Visping. Ahora hemos perdido esa ventaja… en fin, da igual. Mi intuición, rósea, me dice que seréis prometida a un lord de Darthaca. Así que más nos vale repasar esas declinaciones la semana que viene, ¿eh?

Iselle torció el gesto, pero suspiró su asentimiento. Cazaril sonrió y se despidió con una reverencia. Si Iselle no iba a contraer matrimonio con un roya regente, a él no le importaría que fuera con un lord fronterizo darthaco, reflexionó mientras bajaba las escaleras. Al menos el señor de alguna de las provincias septentrionales más cálidas. Tanto el poder como la distancia le vendrían bien a Iselle para protegerse de las… dificultades, de la corte de Chalion. Y cuanto antes, mejor.

¿Para ella, o para ti?

Para ambos .

Por mucho que Nan de Vrit se tapara los ojos con las manos e hiciera mohines, a Cazaril le parecía que Iselle lucía cándida y radiante con sus ropas carmíneas, arropada por la cascada ambarina que se derramaba sobre su espalda hasta rozarle el talle. Haciendo caso a la sugerencia, vestía una túnica roja con brocados que había pertenecido al difunto provincar y su capa chaleco de lana blanca. También Betriz exhibía su rojo favorito; Nan, arguyendo que tanto brillo le dañaba la vista, había optado por un sobrio blanco y negro. Los rojos chocaban un tanto, pero sin duda desafiaban la lluvia.

Todos corrieron sobre los adoquines mojados camino de la gran barbacana de Ias. Los cuervos de la Torre de Fonsa se habían posado todos en lugar resguardado… no, todos no. Cazaril se agachó para esquivar el vuelo rasante de cierto pajarraco al que le faltaban dos plumas de la cola, que surcó la neblina como una exhalación, graznando, ¡Caz! ¡Caz! Con cuidado de que no le adornara la capa blanca con alguna hez, lo espantó. El ave ascendió en círculos a la pizarra arruinada del tejado, lamentándose.

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