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CAPÍTULO XXIV

Brunetti tuvo que esperar en el embarcadero casi media hora y, cuando llegó el 5, estaba helado hasta los huesos. El tiempo no había cambiado y durante la travesía de la laguna hasta San Zaccaria, viajó encogido en la apenas caldeada cabina, contemplando las ventanillas blancas y húmedas. Al llegar a la questura , subió a su despacho, sin contestar a los que le saludaban. Cuando llegó al despacho, cerró la puerta pero conservó el abrigo puesto, para entrar en calor. Las imágenes se agolpaban en su cerebro. Veía a la anciana gritar en el húmedo pasillo, hecha una furia; veía a las tres hermanas, colocadas en forma de V, en artificial pose, y veía a la niña amortajada con el vestido de la primera comunión. Y veía la trama, veía la coherencia.

Por fin se quitó el abrigo y lo arrojó sobre el respaldo de una silla. Fue al escritorio y empezó a revolver entre los desordenados papeles. Apartó carpetas, hurgando hasta encontrar el informe de la autopsia, con sus tapas verdes.

En la segunda página vio lo que sabía que encontraría: Rizzardi mencionaba unas pequeñas marcas en un brazo y una nalga que describía como «señales de pequeñas hemorragias subcutáneas de causa desconocida».

Ninguno de los dos médicos con los que había hablado dijo haber administrado inyecciones a Wellauer. Pero un hombre casado con una doctora en medicina no tenía que pedir hora para recibir una inyección. Y tampoco tendría que pedir hora para hacerse visitar por esa doctora.

Volvió al montón de papeles, sacó el informe de la policía alemana y estuvo leyendo hasta que encontró la confirmación de un dato que le bailaba por la cabeza. El primer marido de Elizabeth Wellauer, el padre de Alexandra, además de enseñar en la Universidad de Heidelberg, era director del departamento de Farmacología. Ella había pasado a verlo al venir a Venecia.

– ¿Sí? -dijo Elizabeth Wellauer al abrir la puerta.

– De nuevo le pido perdón por la molestia, signora , pero tenemos nueva información y me gustaría hacerle varias preguntas más.

– ¿Sobre qué? -preguntó ella, sin hacer ademán de dejarle entrar.

– Los resultados de la autopsia de su marido -dijo él, seguro de que esto bastaría para franquearle la entrada. Con un movimiento brusco y desabrido, ella acabó de abrir la puerta y se hizo a un lado. En silencio, lo llevó hasta la habitación en la que habían mantenido las dos conversaciones anteriores y señaló la que el comisario empezaba a considerar su butaca. Él esperó mientras ella encendía un cigarrillo, un gesto ya tan habitual que casi ni se fijó.

– Cuando se hizo la autopsia -empezó él sin preámbulos-, el forense dijo haber encontrado en el cuerpo de su esposo pequeños hematomas causados por inyecciones. Así se menciona en el informe. -Hizo una pausa, para darle ocasión de ofrecer una explicación. En vista de que ésta no llegaba, prosiguió-: El doctor Rizzardi dijo que podían ser debidos a varias causas: analgésicos, vitaminas o antibióticos. Dijo también que, por la situación de las marcas, su esposo no pudo habérselas administrado por sí mismo. Era diestro, ¿verdad?

– Sí.

– Las señales del brazo también estaban en el lado derecho, por lo que él no pudo ponerse esas inyecciones. -Se permitió una mínima pausa-. Es decir, suponiendo que fueran inyecciones. -Otra pausa-. Signora , ¿puso usted esas inyecciones a su esposo? -No hubo respuesta-. ¿Ha comprendido mi pregunta? ¿Le puso usted esas inyecciones?

– Son vitaminas -respondió ella al fin.

– ¿Qué clase de vitaminas?

– B-doce.

– ¿Dónde las consiguió? ¿Se las facilitó su primer marido?

La pregunta la sorprendió visiblemente. Movió la cabeza a derecha e izquierda con vehemencia.

– No; él no tuvo nada que ver. Yo extendí la receta cuando aún estábamos en Berlín. Helmut se quejaba de cansancio y le propuse que tomara una tanda de inyecciones de vitamina B-doce. Ya las había tomado anteriormente y le habían ido bien.

– ¿Cuándo empezó a administrárselas?

– No lo recuerdo con exactitud. Hará unas seis semanas.

– ¿Notó mejora?

– ¿Cómo?

– Su esposo. ¿le fueron bien las inyecciones? ¿Tuvieron el efecto que usted deseaba?

Ella lo miró vivamente al oír la segunda pregunta, pero respondió con calma:

– No; no parecían hacerle ningún efecto, y decidí suspender su administración.

– ¿Eso lo decidió usted, signora , o su marido?

– ¿Qué importa? No le hacían efecto y dejó de tomarlas.

– Yo creo que importa, y mucho, de quién partiera la decisión. Y me parece que usted lo sabe.

– Lo decidió él.

– ¿Dónde le despacharon la receta? ¿Aquí, en Italia?

– No; no tengo licencia para ejercer aquí. Las compramos en Berlín, antes de venir.

– Ya. Entonces, en la farmacia estará registrada la venta.

– Sí, supongo; pero no recuerdo qué farmacia era.

– ¿Quiere decir que extendió usted la receta y eligió una farmacia al azar?

– Sí.

– ¿Cuánto tiempo ha vivido en Berlín?

– Diez años. ¿Qué importa eso?

– Importa, porque me parece extraño que una persona que ha vivido diez años en una ciudad no tenga una farmacia habitual. O que no la tuviera el maestro.

La respuesta tardó un segundo más de lo normal.

– La tenía. Los dos la teníamos. Pero aquel día no estaba en casa cuando extendí la receta y entré en la primera farmacia que encontré.

– De todos modos, recordará dónde era. No hace tanto tiempo.

Ella miró por la ventana para concentrarse, para tratar de recordar. Se volvió hacia él y le dijo:

– Lo siento, pero no lo recuerdo.

– No importa -dijo él con indiferencia-. La policía de Berlín la encontrará. -Ella le miró entonces con sorpresa, o con algo más-. Y estoy seguro de que podrán averiguar de qué era la receta, qué clase de… -se interrumpió sólo un segundo antes de decir la última palabra-…vitamina.

Aunque ella tenía en el cenicero el cigarrillo encendido, alargó la mano hacia el paquete, pero modificó el movimiento y se puso a empujarlo con el dedo, dándole cada vez un cuarto de vuelta exactamente.

– ¿Lo dejamos ya? -preguntó con voz neutra-. Nunca me han gustado los juegos, y tampoco usted es muy bueno.

A lo largo de los años, Brunetti había presenciado esto más veces de las que podía contar: cómo una persona llegaba a un punto del que ya no podía pasar, el punto en el que, mal que le pesara, tenía que decir la verdad. Lo mismo que una ciudad sitiada: primero caían las defensas exteriores, venía la primera retirada, la primera concesión al enemigo. La batalla podía ser corta o larga, según el defensor, podía atascarse en este o en aquel parapeto, podía haber o no haber contraataque. Pero el primer movimiento era siempre el mismo, el abandono de la mentira, casi con alivio, que acabaría llevando a la apertura de las puertas a la verdad.

– No era una vitamina. Usted ya lo sabe, ¿verdad?

Él asintió.

– ¿Sabe qué era?

– Exactamente, no. Pero me parece que era un antibiótico. No sé cuál, ni creo que importe eso.

– No; no importa. -Lo miró con una leve sonrisa que le hacía los ojos tristes-. Netilmicina. Me parece que aquí, en Italia, se vende con ese nombre. La receta fue despachada en la farmacia Ritter, a tres manzanas de la entrada del zoo. No tendrán ninguna dificultad para encontrarla.

– ¿Qué le dijo que era a su marido?

– Lo mismo que a usted. B-doce.

– ¿Cuántas inyecciones le puso?

– Seis, a intervalos de seis días.

– ¿Cuándo empezó él a notar los efectos?

– Al cabo de unas semanas. Ya no hablábamos mucho, pero él todavía me veía como a su médico, por eso primero me consultó sobre su cansancio y después sobre el oído.

– ¿Y usted qué le dijo?

– Que podía ser la edad o, quizá, un efecto transitorio de la vitamina. Eso fue una estupidez, porque en casa tengo libros de medicina y él podía comprobar si le había dicho la verdad.

– ¿Lo comprobó?

– No. Se fiaba de mí. Yo era su médico, ¿comprende?

– ¿Cómo se enteró? ¿O cómo empezó a sospechar?

– Fue a ver a Erich. Pero esto ya lo sabe usted, o no estaría aquí ahora, haciéndome estas preguntas. Después, cuando llegamos a Venecia, empezó a usar las gafas con audífono, de lo que deduje que habría ido a ver a otro médico. Cuando le propuse otra inyección, se negó. Entonces ya lo sabía, pero no sé cómo se enteró. ¿Por el otro médico?

Él movió la cabeza afirmativamente.

Ella volvió a sonreír con tristeza.

– ¿Y qué ocurrió entonces, signora ?

– Llegamos aquí en pleno tratamiento. La última inyección se la puse en esta misma habitación. Quizá entonces ya lo sabía y se negaba a aceptarlo. -Cerró los ojos y se frotó los párpados con las manos-. Es difícil precisar cuándo lo descubrió todo.

– ¿Cuándo se dio usted cuenta de que lo sabía?

– Debe de hacer unas dos semanas. Me sorprende que tardara tanto, pero es que nos queríamos mucho. -Le miró a la cara al decirlo-. El sabía lo mucho que yo le quería, y no podía creer que le hiciera esto. -Sonrió con amargura-. A veces, cuando ya había empezado, tampoco yo podía creerlo, al recordar lo mucho que le había querido.

– ¿Cuándo supo usted que había descubierto de qué eran las inyecciones?

– Una noche, yo estaba aquí, leyendo. No le había acompañado al ensayo, como acostumbraba. Era penoso oír aquella música discordante, aquellas entradas a destiempo, y saber que yo era la causante, tan cierto como si le hubiera quitado la batuta de la mano y la hubiera sacudido en el aire a mi capricho. -Calló, como si escuchara las disonancias de aquellos ensayos.

»Yo estaba aquí, leyendo, o tratando de leer, cuando oí… -Levantó la mirada al pronunciar esta palabra y dijo, como la actriz que recita un aparte en el escenario-: Dios, y qué difícil es evitar esta palabra -y volvió a meterse en su papel-. Era temprano, había vuelto temprano del teatro. Le oí venir por el pasillo y abrir esa puerta. Todavía tenía puesto el abrigo y llevaba la partitura de La Traviata . Era una de sus óperas favoritas. Le encantaba dirigirla. Entró y se quedó ahí de pie, sí, ahí -señalaba un lugar en el que ya no había nadie-. Me miró y me preguntó: «Has sido tú, ¿verdad?» -Ella miraba la puerta, esperando volver a oír las palabras.

– ¿Y usted le contestó?

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