El intercity avanzaba despacio por el puente que unía Venecia con el continente y poco después pasaba a la derecha del horror industrial de Marghera. Como el que no puede dejar de hurgarse con la lengua en la muela que le martiriza, Brunetti no podía apartar la mirada del bosque de grúas y chimeneas ni de la bruma infecta que cruzaba las aguas de la laguna en dirección a la isla de la que él venía.
Después de Mestre, áridos campos invernales sucedieron a la pesadilla industrial, pero no era mucho más risueño el panorama. Después de la devastadora sequía del verano, la mayoría de los campos seguían cubiertos de maíz, que no había sido recolectado porque estaba seco, ya que hubiera resultado muy caro regarlo.
El tren entró en la estación con sólo diez minutos de retraso, y Brunetti llegó a tiempo a la cita con el doctor. El consultorio estaba en un edificio moderno, no lejos de la universidad. A Brunetti, por ser veneciano, no se le ocurrió usar el ascensor, y subió a pie hasta el tercer piso. Cuando empujó la puerta, encontró la sala de espera desierta, salvo por una mujer con bata blanca que estaba sentada a una mesa.
– El doctor le recibirá enseguida -dijo ella, sin preguntarle quién era. ¿Tanto se notaba?, se dijo Brunetti una vez más.
El doctor Treponti era un hombre pequeño y pulcro con barbita oscura y ojos castaños, ligeramente agrandados por los gruesos cristales de las gafas. Tenía mejillas redondas y prietas de ardilla y barriguita de marsupial. No sonrió a Brunetti, pero le tendió la mano. Señaló un sillón situado al otro lado de la mesa, esperó a que su visitante se instalara en él antes de sentarse a su vez y entonces preguntó:
– ¿Qué desea saber?
Brunetti sacó del bolsillo interior una pequeña foto publicitaria del director de orquesta y la mostró al médico.
– ¿Es el hombre que vino a verle? ¿El que dice usted que era austriaco?
El doctor tomó la foto, la miró un momento y la devolvió a Brunetti.
– Sí; es él.
– ¿Por qué vino a verle, doctor?
– ¿No va a decirme quién es, por qué le interesa a la policía y si su nombre no es Hilmar Doerr?
Brunetti estaba asombrado de que una persona pudiera vivir en Italia y no haberse enterado de la muerte del maestro, pero sólo dijo:
– Se lo explicaré cuando usted me haya dicho todo lo que sabe de él, doctor. -Antes de que el otro pudiera protestar, agregó-: No quiero que lo que pueda usted decirme esté influido por esa información.
– No será un asunto político, ¿verdad? -preguntó el médico con la profunda desconfianza que sólo un italiano podría poner en la pregunta.
– No; no tiene nada que ver con la política. Le doy mi palabra.
Por muy discutible que el valor de tal prenda pareciera al doctor, éste accedió.
– Está bien. -Abrió la carpeta marrón que tenía encima de la mesa y dijo-: Mi enfermera le dará una copia de todo esto.
– Gracias, doctor.
– Como ya sabe, me dijo que se llamaba Hilmar Doerr, que era austriaco y que vivía en Venecia. Como no estaba inscrito en la seguridad sanitaria italiana, vino a ver me en calidad de paciente particular. No vi razón para no creerle. -Mientras hablaba, el médico fue mirando las anotaciones hechas en una hoja de papel milimetrado que tenía delante. Brunetti advirtió lo pulcras que eran, incluso vistas del revés.
»Me explicó que durante los últimos meses había experimentado una pérdida de oído y me pidió una revisión. Esto fue… -dijo el médico volviendo a la primera hoja-…el tres de noviembre.
»Hice las pruebas habituales y descubrí que, tal como él decía, se había producido una considerable pérdida de oído. -Adelantándose a la pregunta de Brunetti, precisó-: Calculé que aún tenía entre un sesenta y un setenta por ciento de la capacidad normal.
»Me sorprendió que dijera no haber notado ninguna anomalía hasta hacía un mes aproximadamente.
– ¿Eso podía ser normal en un hombre de su edad?
– Me dijo que tenía sesenta y dos años. ¿He de suponer que también eso es mentira? Si me dijera usted su edad, podría responder a su pregunta con más exactitud.
– Tenía setenta y cuatro años.
Al oír esto, el médico hizo una rectificación en la cubierta de la carpeta.
– No creo que eso cambiara nada -dijo-. Por lo menos, no significativamente. El daño había sido repentino y, por afectar tejido nervioso, era irreversible.
– ¿Está seguro, doctor?
El médico no se molestó en contestar.
– Dada la naturaleza de la afección, le pedí que volviera al cabo de dos semanas. Entonces repetí las pruebas y comprobé que el mal había avanzado.
– ¿En qué medida había avanzado?
– Yo diría que en otro diez por ciento -respondió el médico volviendo a mirar las cifras del gráfico-. Quizá más.
– ¿Pudo usted hacer algo para ayudarle?
– Le recomendé que usara uno de los nuevos audífonos. Confiaba en que pudiera servirle de ayuda, aunque no lo creía.
– ¿Y le sirvió?
– No lo sé.
– ¿Cómo?
– No ha vuelto a la consulta.
Brunetti hizo un cálculo. La segunda visita había tenido lugar cuando ya habían empezado los ensayos de la ópera.
– ¿Podría decirme algo más sobre ese nuevo audífono?
– Es muy pequeño y va montado en unas gafas que pueden llevar cristales normales o graduados. Funciona por el principio de… No sé qué importancia puede tener esto.
En lugar de explicárselo, Brunetti preguntó:
– ¿Cree que podía ayudarle en alguna medida?
– Eso es difícil de decir. Muchas cosas no las oímos con el oído. -Al ver el gesto de sorpresa de Brunetti, explicó-: Muchas cosas las leemos en los labios o las deducimos por el sentido de las palabras que oímos en realidad. La persona que lleva un audífono ha aceptado que tiene dificultad de audición y aguza los otros sentidos para captar las señales y mensajes que escapan al oído. Y, como ahora se ha dotado de audífono, cree que esto es lo que le ayuda, cuando en realidad lo que sucede es que los otros sentidos tratan de subsanar las deficiencias del oído.
– ¿Y eso sucedió en este caso?
– Como le digo, no puedo estar seguro. Cuando, durante la segunda visita, probó el audífono, me aseguró que oía mejor. Respondía a mis preguntas con más precisión, pero eso lo hacen todos, aunque no haya mejora. Yo estoy delante de ellos, les pregunto directamente, les miro, me miran. Durante las pruebas de audiometría, cuando los sonidos les llegan a través de los auriculares, sin señales visuales, casi nunca hay mejoría. Por lo menos, en casos como éste.
Brunetti reflexionó un momento y preguntó:
– Doctor, ha dicho usted que, en el segundo reconocimiento, advirtió una mayor pérdida de oído. ¿Sospecha cuál pudiera ser la causa de una pérdida tan repentina?
Por su sonrisa, era evidente que el médico esperaba esta pregunta. Juntó las manos encima de la mesa, con los dedos entrelazados, como un médico de serie de televisión.
– Podría influir la edad, aunque, tratándose de una pérdida tan repentina, no es probable. O una infección del oído, pero probablemente hubiera sentido dolor, o vértigo, y él dijo no haberlos sufrido. O, incluso, el uso continuado de diuréticos, pero no tomaba.
– ¿Le dijo usted todo esto, doctor?
– Naturalmente. Él parecía mucho más afectado de lo que es habitual en otros pacientes, y tenía derecho a toda la información que pudiera darle.
– Desde luego.
Apaciguado, el médico prosiguió:
– Otra de las posibilidades que apunté fue la de los antibióticos. Pareció muy interesado, por lo que le expliqué que las dosis hubieran tenido que ser muy fuertes.
– ¿Antibióticos?
– Sí. Uno de los efectos secundarios, no muy frecuente pero posible, es que pueden atacar el nervio auditivo. Pero, como le digo, la dosis tiene que ser masiva. Le pregunté si los tomaba, y me dijo que no. Así pues, excluidas todas estas posibilidades, sólo cabía atribuirlo a la edad. Como médico, no me satisfacía la explicación, ni me satisface. -Miró el calendario de sobremesa-. Si pudiera examinarlo ahora, con el tiempo transcurrido, por lo menos sería posible calibrar el deterioro. De haber continuado al ritmo que observé en el segundo reconocimiento, ahora la sordera sería casi total. A menos que me hubiera equivocado, desde luego, y se tratara de una infección que no vi y que no se apreciaba en las pruebas que le hice. -Cerró la carpeta-. ¿Existe la posibilidad de que venga a hacerse otro reconocimiento?
– Ese hombre ha muerto -dijo Brunetti llanamente.
No se advirtió nada en los ojos del médico.
– ¿Podría decirme la causa de la muerte? -preguntó y se apresuró a explicar-: Me gustaría conocerla, por si había algún tipo de infección que no supe detectar.
– Fue envenenado.
– Envenenado -repitió el médico, y agregó-: Ya entiendo, ya entiendo. -Meditó un momento y preguntó con una inseguridad insólita, reconociendo que la ventaja estaba ahora de parte de Brunetti-. ¿Podría decirme con qué veneno?
– Cianuro.
– Oh. -Parecía decepcionado.
– ¿Es importante, doctor?
– Con arsénico, hubiera habido una pérdida de oído como la que él parecía sufrir. Pero con cianuro, no. No, desde luego. -Con gesto pensativo, abrió la carpeta, hizo una breve anotación y trazó una gruesa línea horizontal debajo de lo que había escrito-. ¿Se hizo la autopsia? Creo que, en estos casos, es obligatorio.
– Sí.
– ¿Alguna observación sobre el oído?
– No creo que se indagara de modo especial.
– Lástima -dijo el médico, pero enseguida rectificó-. Pero probablemente no se hubiera apreciado nada. -Cerró los ojos, y a Brunetti le pareció verle repasar mentalmente libros de texto, deteniéndose aquí y allá a leer un pasaje con atención especial. Finalmente, abrió los ojos y miró al comisario-. No; no se hubiera apreciado nada.
Brunetti se levantó.
– Si tiene la amabilidad de decir a su enfermera que me dé una copia del expediente, no le robaré más tiempo, doctor.
– Sí, por supuesto -dijo el médico levantándose a su vez y siguiendo a Brunetti hasta la puerta. En la sala de espera dio la carpeta a la enfermera y le pidió que sacara una copia para el comisario, luego se volvió hacia una de las visitas que habían llegado mientras hablaba con Brunetti-: Signora Mosca, ya puede pasar. -Saludó a Brunetti con un movimiento de cabeza, entró en su despacho detrás de la mujer y cerró la puerta.