Литмир - Электронная Библиотека

CAPÍTULO V

Brunetti decidió ir a casa andando, para disfrutar de las estrellas y de las calles solitarias. Se paró delante del hotel, calculando distancias. El plano de la ciudad que cada veneciano tiene impreso en la mente le indicaba que el camino más corto era por el puente de Rialto. Cortando por campo San Fantin y un laberinto de callejuelas, saldría al puente. No se cruzó con nadie y tenía la extraña sensación de encontrarse solo en la ciudad dormida. En San Luca, pasó por delante de la farmacia, uno de los pocos lugares que estaban abiertos toda la noche, además de la estación, donde dormían los sin hogar y los locos.

Ya estaba al borde del agua, con el puente a la derecha. Qué típicamente veneciano: visto desde lejos, parecía altivo e ingrávido, pero al acercarte lo veías firmemente asentado en el barro de la ciudad.

Al otro lado del puente, cruzó el mercado, ahora desierto. Generalmente, pasar por aquí era un calvario, porque tenías que abrirte paso a empujones y codazos. La calle estaba abarrotada de rebaños de turistas que se apretujaban entre los puestos de verduras a un lado y las tiendas de souvenirs de la peor especie al otro; pero ahora tenía toda la calle para sí y podía caminar a su aire. Delante de él, en el centro de la calzada, una pareja se abrazaba pegándose por las caderas, ciegos a la belleza que los envolvía, pero, quizá, inspirados por ella.

A la altura del reloj, dobló hacia la izquierda, contento de estar casi en casa. Al cabo de cinco minutos, llegaba a Biancat, la floristería, su tienda favorita, cuyos escaparates ofrecían todos los días a la ciudad una explosión de belleza. Esta noche, a través del húmedo cristal, resplandecían rosas amarillas en grandes cubos y, detrás, se adivinaba una nube de pálido jazmín. Pasó deprisa por delante del segundo escaparate, lleno de misteriosas orquídeas, una flor que siempre le había parecido un poco caníbal.

Abrió la puerta del palazzo en el que vivía, dándose ánimo, como hacía siempre que llegaba fatigado, para subir los noventa y cuatro escalones que lo separaban de su apartamento del cuarto piso. El anterior propietario había construido ilegalmente aquel apartamento hacía más de treinta años, por el simple procedimiento de agregar un piso al edificio, sin preocuparse de solicitar permiso alguno. Esta circunstancia fue silenciada cuando, hacía diez años, Brunetti compró el apartamento, y desde entonces vivía en el perpetuo temor de recibir un requerimiento para que legalizara lo evidente. Temblaba ante la sobrehumana tarea de conseguir los permisos que acreditaran la existencia del apartamento y su derecho a habitarlo. La circunstancia de que él estuviera viviendo entre aquellas paredes sería lo de menos. Los sobornos serían ruinosos.

Abrió la puerta, percibiendo con agrado el calor y la grata mezcla de olores que él asociaba con el apartamento: a lavanda, a cera, a aromas de la cocina; era un ambiente que, de un modo que no acertaba a explicar, sugería una cordura que neutralizaba la diaria dosis de locura que conllevaba su trabajo.

– ¿Eres tú, Guido? -gritó Paola desde la sala. Le hubiera gustado saber a quién más podía esperar su mujer a las dos de la mañana, pero se reservó la pregunta.

– Sí -contestó quitándose los zapatos y el abrigo, y empezando a reconocer en ese momento lo cansado que estaba.

– ¿Quieres una tisana? -Ella salió al recibidor y le dio un beso en la mejilla.

Él asintió, sin tratar de ocultarle el cansancio. La siguió hasta la cocina y se sentó mientras su mujer ponía el agua a hervir. Paola sacó de un armario una bolsa de hierbas, la olió y preguntó:

– ¿Verbena?

– Bueno -respondió él. Estaba tan cansado que le era indiferente.

Ella echó un puñado de hojas secas en la tetera de terracota que había sido de la abuela de su marido, se acercó a éste por detrás y le dio un beso en la coronilla, donde empezaba a clarearle el pelo.

– ¿Qué sucede?

– En La Fenice han envenenado al director de orquesta.

– ¿A Wellauer?

– Sí.

Ella le puso las manos en los hombros y se los oprimió ligeramente de un modo reconfortante. No hacía falta hablar; los dos sabían el guirigay que armaría la prensa, que reclamaría con creciente perentoriedad que se descubriera al culpable. Tanto él como Paola hubieran podido recitar ya los editoriales que aparecerían por la mañana y que se escribían en este momento.

Del cacharro que estaba en el fuego salió un chorro de vapor y Paola cruzó hacia el fogón y echó el agua en la mellada tetera. Como siempre, la sola presencia de su mujer era un bálsamo para el espíritu del comisario; le agradaba observar la serena eficacia con que ella se movía y hacía las cosas. Paola tenía la tez clara y el pelo cobrizo que se ve en muchos retratos de las venecianas del siglo XVII. No era una belleza según los cánones; tenía la nariz un poco larga y el mentón más que un poco enérgico. Pero a él le gustaban las dos cosas.

– ¿Alguna idea? -preguntó ella, llevando a la mesa la tetera y dos tazas. Se sentó frente a él, sirvió la aromática tisana, fue otra vez al armario y volvió con un gran tarro de miel.

– Aún es pronto -dijo él, echando una cucharada de miel en la taza. Removió el líquido y siguió hablando al ritmo que marcaba el tintineo de la cucharilla-. Tenemos a una esposa joven, a una soprano que ha mentido al decir que no había visto a solas al maestro esta noche y a un director gay que discutió con la víctima poco antes de su muerte.

– ¿Por qué no vendes el guión? Parece una serie de la tele.

– Y tenemos a un genio envenenado -agregó él.

– Sí; además eso. -Paola tomó un sorbo de tisana y sopló para enfriarla-. ¿Cómo de joven, la esposa?

– Podría ser su hija. Treinta años de diferencia, diría yo.

– OK -dijo ella, utilizando uno de los americanismos a los que tan aficionada era-. Yo digo que ha sido la esposa.

A pesar de que le había pedido más de una vez que no lo hiciera, ella se obstinaba en elegir a un sospechoso al principio de cada investigación en la que él trabajaba, y siempre se equivocaba, porque siempre optaba por la elección más obvia. Una vez, sin poder contener la irritación, Brunetti le preguntó por qué insistía en hacer eso y ella le explicó que, después de haber escrito su tesina sobre Henry James, se consideraba con derecho a optar por la obviedad en la vida real, ya que en sus novelas nunca la había encontrado. Brunetti no había podido conseguir que dejara de elegir a su sospechoso y, menos, que lo eligiera con un poco de sutileza.

– Lo que significa -dijo él, sin dejar de remover con la cucharilla- que resultará que ha sido alguien del coro.

– O el mayordomo.

– Hum -convino él, y bebió tisana. Permanecieron en amigable silencio hasta que se terminaron la tisana. Él puso las tazas en el fregadero y la tetera, en la encimera, en zona segura.

11
{"b":"81630","o":1}