Como estaba cerca del teatro, Brunetti decidió ir directamente. Sólo se paró a tomar un sándwich y un vaso de cerveza, a pesar de que no tenía hambre, sino sólo aquella ligera comezón que sentía cuando llevaba muchas horas sin probar bocado.
En la puerta del escenario mostró su documento de identidad y preguntó si había llegado ya el signore Traverso. El portiere respondió que el signore Traverso había llegado hacía quince minutos y que esperaba al comisario en el bar. Allí encontró Brunetti a un hombre alto y cadavérico que tenía un aire con el primo dentista. La algarabía de la multitud que pasaba por allí, unos con traje de calle y otros ya vestidos para la representación, dificultaba la conversación, y Brunetti preguntó si no podrían ir a un lugar más tranquilo.
– Lo siento -dijo el músico-. Debí figurarme cómo estaría esto. Quizá, en algún camerino vacante… Supongo que no habrá inconveniente. -El hombre dejó dinero sobre la barra, agarró el estuche del violín y precedió a Brunetti hacia la parte trasera del teatro y por las escaleras que el comisario ya había subido la primera noche. Arriba salió a su encuentro una mujer gruesa con bata azul que les preguntó qué querían.
Traverso explicó a la mujer quién era Brunetti y qué necesitaban. Ella asintió y los condujo por el estrecho pasillo. Sacó del bolsillo un gran manojo de llaves, abrió una puerta y se hizo atrás para dejarles entrar. Dentro, ni asomo del hechizo del teatro: un cuartito con dos sillones y una mesita en medio, y una banqueta delante de un tocador. Se sentaron en los sillones, frente a frente.
– ¿Notó algo fuera de lo corriente durante los ensayos? -preguntó Brunetti. Como no quería dejar traslucir qué buscaba, dio a la pregunta un sentido general, y descubrió que era tan general que casi se perdía de vista.
– ¿Se refiere a la obra? ¿O al maestro?
– A cualquiera. A los dos.
– ¿La obra? Lo de siempre. Los decorados y el atrezo eran nuevos, pero el vestuario ya lo hemos usado dos veces. Desde luego, los cantantes son buenos, menos el tenor, a ése habría que fusilarlo. Pero no es culpa suya. Mala dirección del maestro. Ninguno de nosotros sabía por dónde tenía que ir. Por lo menos, al principio. A partir de la segunda semana, me parece que tocábamos de memoria. No sé si me entiende.
– ¿No podría ser más explícito?
– Era Wellauer. Como si hubiera envejecido de repente. Yo ya había tocado con él. Dos veces. El mejor director que he tenido. No hay otro como él, aunque son muchos los que lo imitan. La última vez, tocamos Cosí . La orquesta nunca había sonado tan bien. Qué diferencia de ahora. De repente, era un viejo. Como si no estuviera en lo que hacía. A veces, cuando atacábamos un crescendo , parecía despertar y señalaba con la batuta al que se retrasaba ni que fuera una octava de compás. Entonces daba gusto. Pero, por lo demás, un desastre. Y nadie decía nada. Era como si tácitamente hubiéramos acordado tocar la música tal como estaba escrita y seguir al concertino. Supongo que, mal que bien, eso funcionó. Por lo menos, el maestro parecía satisfecho. Pero no era como antes.
– ¿Cree que el maestro se daba cuenta?
– ¿Se refiere a lo mal que sonábamos?
– Sí.
– A la fuerza tenía que darse cuenta. No puedes ser el mejor director del mundo y no oír cómo suena tu orquesta. Pero daba la impresión de que, durante la mayor parte del tiempo, pensaba en otra cosa. Como si estuviera ausente y no prestara atención a lo que hacía.
– ¿Y la noche de la función? ¿Notó algo fuera de lo corriente?
– No. Estábamos muy ocupados tratando de mantener un equilibrio, para que la música no sonara tan mal como hubiera podido sonar.
– ¿No hubo nada? ¿No habló con nadie de un modo extraño?
– Aquella noche no habló con nadie. No le vimos hasta que apareció en el foso de la orquesta. -El hombre hizo una pausa, como si persiguiera un recuerdo-. Hubo algo, pero no sé si vale la pena mencionarlo.
– ¿Qué?
– Fue al final del segundo acto, inmediatamente después de la gran escena en la que Alfredo arroja el dinero a Violetta. No sé cómo se las arreglaron los cantantes para salir adelante. Nosotros íbamos cada cual por su lado. Bueno, al final, el público, que no sabe lo que es música, empezó a aplaudir, y el maestro se sonrió un poco de un modo curioso, como si alguien le hubiera contado un chiste. Y luego dejó la batuta. No la arrojó al podio como acostumbraba a hacer sino que la depositó con suavidad y volvió a sonreír. Luego, bajó del podio y se fue. Y ya no volví a verlo. En aquel momento, creí que sonreía porque el acto había terminado y quizá el resto sería fácil. Después, en el tercer acto, nos cambiaron al director. -Miró su reloj-. No sé si es esto lo que usted quería saber.
El hombre se agachó para coger su violín y Brunetti dijo:
– Una cosa más. ¿Lo notó el resto de la orquesta? No me refiero a la sonrisa, sino al cambio que se había producido en él.
– Algunos lo notaron, los que ya habían tocado con él otras veces. Los demás, no lo sé. Hemos tenido tan malos directores que quizá no se den cuenta de la diferencia. O tal vez sea por mi padre. -Al advertir la extrañeza de Brunetti, explicó-: Mi padre tiene ochenta y siete años y siempre está mirándonos por encima de las gafas, como si sospechara que le escondemos algo y quisiera descubrir qué es. -Volvió a mirar el reloj-. Tengo que marcharme. Sólo faltan diez minutos para que se levante el telón.
– Muchas gracias por su ayuda -dijo Brunetti, aunque no sabía qué deducciones sacar de lo que acababa de decirle el músico.
– Yo diría que no son más que chismes sin importancia. Nada más. Pero me gustaría haberle sido útil.
– ¿Hay inconveniente en que me quede en el teatro durante la representación? -preguntó Brunetti.
– No, no. Sólo avise a Lucia al salir, para que pueda cerrar el camerino. -Y apresuradamente-: Tengo que irme.
– Gracias otra vez.
– No hay de qué. -Volvieron a estrecharse la mano y el músico se fue.
Brunetti se quedó en el camerino, pensando en aprovechar la ocasión para ver cuánta gente había entre bastidores durante la representación y durante los entreactos y si era fácil entrar en el camerino del director de la orquesta sin ser visto.
Esperó en el camerino un cuarto de hora, dando gracias por la oportunidad de estar solo en un lugar tranquilo. Poco a poco, el ruido que se filtraba a través de la puerta fue menguando, y dedujo que los cantantes habrían bajado al escenario. Pero aún se quedó un rato en el camerino, disfrutando del silencio.
Oyó la obertura que subía hasta él atravesando los muros y decidió que había llegado el momento de ir al camerino del director. Salió al pasillo y buscó con la mirada a la mujer que les había abierto la puerta, pero no la vio. Como tenía la responsabilidad de asegurarse de que el camerino quedaba cerrado, fue hasta el extremo del pasillo y miró por la escalera.
– ¿Signora Lucia? -llamó, pero no obtuvo respuesta. Golpeó con los nudillos la puerta del primer camerino, pero no le contestaron. Y tampoco en el segundo. En el tercero, una voz dijo: «Avanti!» y él empujó la puerta, dispuesto a avisar a la encargada de que ya podía cerrar el camerino.
»Signora Lucia -empezó, pero se interrumpió al ver a Brett Lynch recostada en una butaca, con un libro abierto en el regazo y una copa de vino tinto en la mano.
Ella se sorprendió tanto como él, pero se recuperó antes.
– Buenas noches, comisario, ¿puedo ayudarle en algo? -Dejó la copa en la mesa situada al lado de la butaca, cerró el libro y sonrió.
– Quería avisar a la signora Lucia de que ya puede cerrar el camerino -explicó él.
– Debe de estar abajo, mirando entre bastidores. Es una gran admiradora de Flavia. No se preocupe, cuando suba yo le diré que cierre.
– Muy amable. ¿Usted no mira la función?
– No -respondió ella y, al ver su gesto de extrañeza, preguntó-: ¿Le sorprende?
– No lo sé. Pero, si he preguntado, será que me sorprende.
Le agradó la amplia sonrisa de ella, tanto por lo inesperada como por la suavidad que imprimía en sus angulosas facciones.
– Si me promete no decírselo a Flavia, le confesaré que no me entusiasma Verdi, ni La Traviata .
– ¿Por qué no? -preguntó él, intrigado porque la secretaria y amiga (por el momento, no especificaría más) de la más famosa soprano verdiana del momento reconociera que no le gustaba Verdi.
– Siéntese, comisario -dijo ella, señalando la butaca de enfrente-. No pasa gran cosa hasta dentro de -miró el reloj- veinticuatro minutos.
Él se sentó en la otra butaca, después de hacerla girar ligeramente para poder mirar de frente a la mujer.
– ¿Por qué no le gusta Verdi?
– No es eso exactamente. Tiene cosas que me gustan. Otelo , por ejemplo. Pero no es mi siglo preferido.
– ¿Cuál es su siglo preferido? -preguntó él, aunque creía saber la respuesta. Rica, americana y moderna, tenía que preferir la música del siglo en el que vivía, el siglo que la había hecho posible.
– El dieciocho -dijo ella, sorprendiéndole-. Mozart y Haendel, pero, por desgracia para mí, Flavia no tiene predilección por sus obras.
– ¿No ha tratado de convertirla?
Ella tomó la copa, bebió un sorbo de vino y volvió a dejarla en la mesa.
– La he convertido a otras cosas, pero no creo poder inducirla a dejar a Verdi.
– Por fortuna para nosotros. Debe usted considerarse afortunada por las «otras cosas».
Ella volvió a sorprenderle con una breve carcajada y él se sorprendió a sí mismo al reírse con ella.
– Bueno, ya está -dijo la mujer-. Ya he confesado. Quizá ahora podamos hablar como seres humanos y no como personajes de novela barata.
– Por mi parte, encantado, signorina .
– Me llamo Brett, y sé que usted se llama Guido -dijo ella dando el primer paso hacia la familiaridad. Se levantó y fue a una pequeña pila situada en un rincón. Al lado de la pila había una botella de vino. La mujer sirvió otra copa, volvió con ella en una mano y la botella en la otra y dio la copa al comisario-. ¿Ha venido para hablar con Flavia otra vez?
– No era mi intención. Pero tendré que hablarle, antes o después.
– ¿Por qué?
– Para preguntarle qué hacía en el camerino de Wellauer después del primer acto. -Si esto la sorprendió, no lo demostró-. ¿Tiene usted idea de por qué fue?