Por la mañana, muy temprano, mucho antes de que Paola se despertara, Brunetti entró en la cocina y, sin saber muy bien lo que hacía, puso la cafetera al fuego. Volvió al cuarto de baño, se mojó la cara y se secó, rehuyendo la mirada del hombre del espejo. Antes del café, no se fiaba de nadie.
Entró otra vez en la cocina en el momento en que la cafetera empezaba a rebosar. Ni se molestó en jurar sino que la retiró del fogón e hizo girar la llave del gas de un manotazo. Llenó una taza, echó tres cucharadas de azúcar y, con el café en la mano, salió a la terraza, orientada al oeste, con la esperanza de que el frío de la mañana lo despejara si el café no lo conseguía.
Desmadejado y sin afeitar, contempló un horizonte en el que se divisaban las estribaciones de los Dolomitas. Debía de haber llovido mucho aquella noche, porque parecía que las montañas se habían acercado sigilosamente y ahora se perfilaban, como por arte de magia, en el aire frío y transparente. Seguro que, antes del anochecer, habrían liado los bártulos y vuelto a marcharse, empujadas por el humo que vomitaban sin cesar las fábricas del continente Y la bruma que brotaba de la laguna.
A la izquierda, las campanas de San Paolo llamaban a la misa de las seis y media. Más abajo de donde él estaba, en la casa de enfrente, se abrieron unas cortinas y en la ventana apareció un hombre desnudo, ajeno a la presencia de Brunetti, que lo miraba desde arriba. De repente, al hombre le crecieron otro par de manos, éstas, con las uñas rojas, que tiraban de él hacia atrás. El hombre sonrió, retrocedió y las cortinas volvieron a cerrarse.
El frío empezaba a hacer mella en Brunetti, que volvió a la cocina, donde le reconfortaron el calor y la presencia de Paola. Ahora estaba sentada a la mesa y tenía un aspecto mucho más plácido de lo que era lícito antes de las nueve de la mañana.
Ella le dio un alegre buenos días al que él respondió con un gruñido. Dejó la taza vacía en el fregadero y cogió otra, ésta aderezada con leche caliente, que Paola le había dejado preparada en la encimera. La primera había empezado a empujarlo hacia el mundo de los humanos y tal vez ésta acabara la tarea.
– ¿Era Michele quien llamó anoche?
– Hum. -Él se frotó la cara y bebió el café con leche. Ella atrajo hacia sí una revista que estaba en un extremo de la mesa, mientras bebía. Todavía no son las siete, y ya está mirando chaquetas de Giorgio Armani. Ella volvía las hojas. Él se rascó un hombro. Pasaba el tiempo.
– ¿Era Michele el que llamó anoche?
– Sí. -Paola se alegró de haberle sacado una palabra, y no un simple gruñido, y no preguntó más-. Me habló de Wellauer y Santina.
– ¿Cuánto tiempo hace de aquello?
– Más de cuarenta años. Fue después de la guerra. No; antes de la guerra. Casi cincuenta.
– ¿Qué ocurrió?
– Dejó embarazada a una hermana de la Santina, que murió al abortar.
– ¿Te contó ella algo de eso?
– Ni palabra.
– ¿Qué vas a hacer?
– Tendré que volver a hablar con ella.
– ¿Esta mañana?
– No; tengo que ir a la questura . Esta tarde. O mañana. -En ese momento se dio cuenta de lo cuesta arriba que se le hacía tener que volver a aquel lugar frío y sórdido.
– Cuando vayas, ponte los zapatos marrones. -Le protegerían del frío; pero nada podía protegerle, ni a él ni a nadie, de la sordidez.
– Sí, gracias -dijo-. ¿Te duchas tú primero? preguntó, recordando que ella tenía una clase a primera hora.
– No; entra tú. Yo terminaré esta taza y haré más café. Al pasar, el comisario se inclinó y dio a su mujer un beso en el pelo, sin comprender cómo se las ingeniaba para mostrarse amable y hasta cariñosa con el mostrenco gruñón que era su marido por la mañana. Aspiró el aroma floral del champú, observó en la sien finas vetas grises que no había visto hasta ahora y volvió a inclinarse para besar esas canas, estremeciéndose interiormente por la fragilidad de aquella mujer.
Cuando llegó al despacho, el comisario reunió todos los papeles e informes referentes a la muerte del maestro y se puso a releerlos, algunos, por segunda o tercera vez. Los informes de la policía alemana resultaban irritantes. Por lo exhaustivo de su atención a los detalles -se daba la lista de los objetos desaparecidos de la casa de Wellauer después de cada uno de los dos robos-, eran un monumento a la meticulosidad alemana. Y, por su casi total falta de información sobre las actividades personales o profesionales del maestro durante los años de la guerra, eran prueba de la habilidad, no menos germánica, para suprimir una verdad por el simple procedimiento de silenciarla. Brunetti reconocía que la táctica tenía un éxito notable; si no, que se lo preguntaran a cierto presidente de la República de Austria.
Wellauer había encontrado el cadáver de su segunda esposa. Poco antes de bajar al sótano a ahorcarse, la mujer llamó a una amiga para invitarla a tomar café. Esta asociación entre lo macabro y lo mundano impresionaba a Brunetti cada vez que leía el informe. La amiga se retrasó y no llegó sino después de que Wellauer encontrara el cadáver de su mujer y llamara a la policía. Por lo tanto, había tenido ocasión de destruir la carta que ella hubiera podido dejar.
Aquella mañana, Paola le había dado el número de Padovani y le había dicho que el periodista pensaba regresar a Roma al día siguiente. Como Brunetti podía incluir el almuerzo en la cuenta de gastos, en concepto de «entrevista a un testigo», invitó a Padovani al Galleggiante, un restaurante que no hubiera podido pagar de su bolsillo. Quedaron en encontrarse allí a la una.
Llamó a la oficina de traducciones y pidió que subiera la persona encargada de los textos en alemán. Ésta era una mujer joven con la que se había cruzado más de una vez en la escalera y los pasillos del edificio. Brunetti dijo que tenía que llamar a Berlín y que necesitaría su ayuda si la otra persona no entendía el italiano ni el inglés.
Marcó el número que le había dado la signora Wellauer. A la cuarta señal, una voz de mujer dijo en tono cortante -siempre le parecía que los alemanes hablaban en tono cortante-: «Steinbrunner.» Brunetti pasó el teléfono a la traductora, y entendió lo suficiente como para deducir que el doctor estaba en el consultorio y que este número era el de su casa. Con un ademán, invitó a la traductora a hacer la llamada siguiente y escuchó a la mujer identificarse y explicar el motivo de la llamada. Ella levantó la mano para indicarle que aguardara y asintió. Luego le pasó el teléfono, y él pensó que había ocurrido un milagro y el doctor Steinbrunner había contestado al teléfono en italiano. Pero, en lugar de una voz humana, oyó una música dulzona que llegaba desde el otro lado de los Alpes, por cuenta de la ciudad de Venecia. Devolvió el teléfono a la mujer y observó cómo ella llevaba el compás con la mano mientras esperaban.
Al fin, ella se acercó más el teléfono al oído y dijo algo en alemán. Después estuvo hablando un momento y dijo a Brunetti:
– La recepcionista va a pasar la llamada. Dice que el doctor habla inglés. ¿Quiere hablar usted?
Él asintió, tomó el teléfono que ella le tendía y con una seña le pidió que se quedara.
– Espere a ver si el doctor es tan bueno con el inglés como usted con el alemán.
Antes de que terminara la frase, oyó una voz grave al otro extremo del hilo:
– Aquí el doctor Erich Steinbrunner. ¿Puedo saber con quién hablo?
Brunetti se presentó e indicó a la traductora que podía marcharse. Antes de alejarse, ella se inclinó sobre la mesa y puso a su alcance un bloc y un lápiz.
– ¿Qué desea de mí, comisario?
– He sido encargado de investigar la muerte del maestro Wellauer, y su viuda me ha dicho que era usted buen amigo suyo.
– Sí; mi esposa y yo fuimos amigos suyos durante muchos años. Su muerte nos ha apenado profundamente a ambos.
– No lo dudo, doctor.
– Queríamos asistir al funeral, pero mi esposa no puede viajar a causa de su delicado estado de salud y yo no quise dejarla.
– Estoy seguro de que la signora Wellauer se hará cargo -dijo el comisario, sorprendido por la universalidad de los tópicos.
– He hablado con Elizabeth -dijo el doctor-. Parece sobrellevarlo bastante bien.
Brunetti, impulsado por algo que creyó advertir en el tono de su interlocutor, dijo:
– Parecía un poco… no sé cómo expresarlo… un poco reacia a que le llamara, doctor. -En vista de que no había respuesta, agregó-: Quizá aún está muy reciente la desgracia para querer recordar tiempos felices.
– Es posible -dijo el médico. La sequedad del tono contradecía sus palabras.
– ¿Podría hacerle unas preguntas, doctor?
– Desde luego.
– Al examinar la agenda del maestro, he visto que durante los últimos meses de su vida les visitó frecuentemente a usted y a su esposa.
– Sí; cenamos juntos tres o cuatro veces.
– Pero en varias anotaciones sólo figura su nombre, doctor, y a hora muy temprana, lo que me hace pensar que se trataba de una visita de carácter profesional, es decir, que iba a verle como paciente y no como amigo. -Hizo entonces la pregunta que había estado demorando-: Doctor, si me permite, ¿es usted…? -Se interrumpió, porque no quería ofender a una posible eminencia preguntándole si era de medicina general, y dijo-: He olvidado cómo se dice en inglés. ¿Cuál es su especialidad, doctor?
– Garganta, nariz y oído. Sobre todo, garganta. De ahí viene mi amistad con Helmut, una amistad de muchos años. Muchos años. -Su voz se suavizó-. Aquí, en Alemania, se me conoce como «el médico de los cantantes». -¿Parecía sorprendido por tener que explicar esto a alguien?
– ¿Por eso iba a verle, porque alguno de sus cantantes tenía problemas de voz? ¿O los tenía él?
– No; no tenía problemas ni de voz ni de garganta. Un día me pidió que nos viéramos a la hora del desayuno, para hablarme de uno de sus cantantes.
– Pero después hay otras visitas matinales anotadas en la agenda.
– Sí: dos más. La primera vez, vino a que le hiciera un reconocimiento. A la semana siguiente, le di los resultados de las pruebas.
– ¿Puede decirme cuáles fueron los resultados?
– ¿Podría decirme antes por qué cree que pueda ser importante?
– El maestro parecía nervioso, preocupado. Me lo han dicho varias personas con las que he hablado aquí. Y trato de descubrir la causa de su preocupación, qué pudo influir en su estado de ánimo.