Había oscurecido mientras él estaba en la casa. Era el súbito anochecer de principios del invierno, que acentuaba la desolación que envolvía la ciudad hasta la llegada de la primavera. Decidió no volver al despacho, para no tener que enfadarse si no había llegado todavía el informe del laboratorio. No sentía ningún interés por releer el dossier enviado por los alemanes. Mientras caminaba, pensó en lo poco que había averiguado acerca del muerto. No; en realidad, tenía mucha información, pero inconexa, formal, impersonal. Un genio, un misántropo, ídolo del mundo de la música, un hombre del que podía enamorarse una mujer a la que doblaba la edad, pero también un hombre de personalidad huidiza. Brunetti conocía algunos hechos, pero no tenía idea de la realidad. Siguió andando, mientras repasaba los medios que le habían permitido adquirir la información. Disponía de los recursos de la Interpol, contaba con la plena colaboración de la policía alemana y tenia autoridad suficiente para recurrir a todo el sistema policial de Italia. Pero, evidentemente, la forma más segura de conseguir información fiable sobre el hombre era acudir a la fuente infalible: el chismorreo.
Sería una exageración decir que Brunetti detestaba a los padres de Paola, los condes de Falier, pero también lo sería afirmar que los adoraba. Le intrigaban del mismo modo que una pareja de garzas reales intrigaría al que está acostumbrado a dar de comer a las palomas del parque. Pertenecían a una especie rara y elegante, y Brunetti, al cabo de casi dos décadas de conocerlos, reconocía que tenía sentimientos ambivalentes acerca de su inevitable extinción.
La estirpe del conde de Falier, que entre sus antepasados por línea materna, contaba dos dux , se remontaba al siglo X. Posados en las ramas de su árbol genealógico había varios cruzados, uno o dos cardenales, un compositor de segunda fila y el antiguo embajador de Italia en la corte del rey Zog de Albania. La madre de Paola era florentina, y su familia, que se había trasladado a Venecia poco después de venir ella al mundo, se preciaba de descender de los Médicis y, en esa especie de ajedrez genealógico que posee una extraña fascinación para la gente de su esfera, oponía a los dux de su marido, un papa y un magnate de la industria textil; al cardenal, un primo del Petrarca; al compositor, un famoso castrato (que, lamentablemente, no había dejado descendencia) y, al embajador, el banquero de Garibaldi.
El palazzo había pertenecido a los Falieri durante por lo menos tres siglos. Era un vasto caserón situado a orillas del Gran Canal prácticamente imposible de calentar en invierno y cuyo inminente desmoronamiento era demorado por los constantes cuidados de una legión de carpinteros, fontaneros y electricistas que secundaban entusiásticamente al conde de Falier en la perpetua batalla de los venecianos contra las fuerzas inexorables del tiempo, el agua y la contaminación.
Brunetti nunca se había detenido a contar las habitaciones del palazzo, y tenía escrúpulos en preguntar cuántas eran. Sus cuatro plantas estaban rodeadas de canales por tres lados y la parte trasera se apoyaba en el muro de una iglesia desconsagrada. Él sólo ponía los pies en casa de sus suegros en los días señalados: en Nochebuena, cuando iban a comer pescado e intercambiar regalos; en la onomástica del conde Orazio, fecha en la que comían faisán y volvían a hacer regalos, y en la fiesta del Redentor, en la que comían pasta fagioli y contemplaban los fuegos artificiales que se elevaban sobre la piazza San Marco. A sus hijos les encantaba visitar a los abuelos en estas ocasiones, y el comisario sabía que iban otras veces durante el año, ya solos, ya con su madre. Él quería creer que era por el palazzo y por las posibilidades de exploración que ofrecía, pero tenía la mortificante sospecha de que los chicos querían a sus abuelos y disfrutaban de su compañía, dos fenómenos que desconcertaban por completo a Brunetti.
El conde se dedicaba a las «finanzas». Durante los diecisiete años que Brunetti llevaba casado con Paola, ésta era la única descripción que había oído de las actividades de su suegro. No se decía «financiero» por la connotación laboral del término, que sugería funciones como la de contar dinero y acudir a un despacho. No; el conde operaba en «finanzas» del modo en que los De Beers operaban en «minas» y Von Thyssen en «aceros».
La condesa operaba en «sociedad», es decir, asistía a los estrenos de los cuatro grandes teatros de ópera de Italia, organizaba conciertos a beneficio de la Cruz Roja Italiana y todos los años, con motivo de los Carnavales, daba un baile de máscaras para cuatrocientas personas.
Brunetti, en su calidad de comisario de policía, ganaba poco más de tres millones de liras al mes, suma, calculaba, sólo ligeramente superior a lo que su suegro pagaba mensualmente por amarrar su barco delante del palazzo. Hacía una década, el conde había intentado convencer a Brunetti para que dejara la policía e iniciara una carrera en la banca bajo sus auspicios. Repetía constantemente que Brunetti no debería pasar la vida en compañía de evasores de impuestos, maridos que pegaban a la mujer, chulos, ladrones y pervertidos. Sus ofrecimientos cesaron bruscamente una Navidad en que, agotada la paciencia, Brunetti comentó que, si bien él y el conde parecían trabajar con la misma clase de personas, a él, por lo menos, le cabía el consuelo de arrestarlas, mientras que el conde se veía en la obligación de invitarlas a cenar.
Así que aquella noche Brunetti se sentía un poco nervioso cuando preguntó a Paola si podrían asistir a la fiesta que daban sus padres la noche siguiente para celebrar la inauguración de una exposición de Impresionistas Franceses en el Palacio del Dux.
– ¿Y tu cómo te has enterado de la fiesta? -preguntó Paola con asombro.
– Lo he leído en el periódico.
– Una fiesta de mis padres, y te enteras por el periódico. -Esto parecía ofender el tradicionalista concepto de la familia de Paola.
– Sí. ¿Se lo preguntarás?
– Guido, generalmente, tengo que amenazarte para que cenes con ellos en Nochebuena y ahora te empeñas en ir a una de sus fiestas. ¿Por qué?
– Porque quiero hablar con la clase de gente que asiste a esa clase de cosas.
Paola, que estaba corrigiendo los ejercicios de sus alumnos cuando él entró, dejó el rotulador y le obsequió con la mirada que solía reservar para las más brutales agresiones al lenguaje. Aunque éstas no escaseaban en los ejercicios que tenía delante, no estaba acostumbrada a oírlas de labios de su marido. Le miró largamente y formuló una de las respuestas que él admiraba tanto como temía.
– Dudo que pudieran rehusar, habida cuenta de la elegancia de tu petición -dijo, tomó el rotulador y siguió corrigiendo.
Era tarde, y él comprendió que estaba cansada, por lo que se acercó al mostrador y se puso a preparar café.
– Sabes que si ahora tomas café no dormirás -dijo ella, adivinando lo que hacía por el ruido.
Él pasó por su lado, le revolvió el pelo y dijo:
– Ya buscaré con qué entretenerme.
Ella dio un gruñido, tachó una frase y preguntó:
– ¿Por qué quieres conocerlos?
– Para enterarme de cosas acerca de Wellauer. He leído que era un genio, que hizo una brillante carrera y que se casó tres veces, pero no tengo una idea clara de la clase de hombre que era.
– ¿Y piensas que la clase de gente -dijo ella subrayando la expresión- que asiste a las fiestas de mis padres lo sabrá?
– Me interesa su vida privada, y esa gente debe de estar al corriente de las cosas que yo quiero saber.
– Esas cosas puedes leerlas en STOP. -No dejaba de asombrarle que una persona que daba clases de literatura inglesa en la universidad estuviera tan versada en prensa amarilla.
– Paola, yo quiero averiguar cosas que sean verdad. STOP es una de esas revistas en las que puedes leer perfectamente que la madre Teresa ha abortado.
Su mujer gruñó y volvió la hoja, dejando un rastro de marcas azules de trazo nervioso.
Él abrió el frigorífico, sacó una botella de leche, vertió un poco en un perol y lo puso a calentar. Sabía por larga experiencia que ella se negaría a tomar café, por más leche que le echara, aduciendo que le impediría dormir. pero, cuando él se hubiera preparado su taza, ella se pondría a dar sorbos y acabaría por beber más de la mitad, y luego dormiría como un leño. Sacó del armario la bolsa de las galletas que compraban para los niños y atisbó en su interior, para ver cuántas quedaban.
Cuando el café hubo subido, lo echó en una taza, agregó la leche, le puso menos azúcar del que a él le gustaba y se sentó frente a Paola. Distraídamente, concentrada todavía en el ejercicio que tenía delante, ella alargó la mano y bebió un sorbo de café antes de que él pudiera probarlo. Cuando dejó la taza en la mesa, él la asió firmemente pero no la levantó. Ella volvió otra página, y quiso coger la taza otra vez, pero al ver que él no la soltaba lo miró.
– ¿Eh? -hizo.
– No, hasta que me prometas que llamarás a tu madre. Ella trató de quitarle la mano y, al no conseguirlo, le escribió en ella con el rotulador una palabra gruesa.
– Tendrás que llevar traje oscuro.
– Siempre llevo traje oscuro cuando voy a casa de tus padres.
– Y nunca pareces contento de llevarlo.
– De acuerdo -sonrió él-. Lo llevaré y pareceré contento. ¿Llamarás a tu madre?
– La llamaré -concedió ella-. Pero lo del traje oscuro es en serio.
– Sí, tesoro -lisonjeó el marido. Empujó la taza hacia ella, que tomó otro sorbo. Entonces sacó una galleta de la bolsa y la mojó en el café.
– Qué asco -dijo ella, y después sonrió.
– Un simple campesino -reconoció él, metiéndose la galleta en la boca.
Paola no solía hablar de lo que había sido su infancia en el palazzo , con una nanny inglesa y un montón de criados, pero Guido suponía que allí no le permitían mojar las galletas en la leche. Esto le parecía un grave fallo en su educación y había insistido en que a sus hijos les fuera permitido. Ella accedió, a regañadientes. Ni el chico ni la chica, Brunetti no se cansaba de observarlo, mostraban señales de grave decadencia moral ni física a causa de esta costumbre.
Por la manera en que su mujer garabateaba un apresurado comentario al pie de una página, el comisario comprendió que estaba a punto de agotar la paciencia.
– Estoy tan cansada de tanta zafiedad, Guido -dijo tapando el rotulador y arrojándolo sobre la mesa-. Preferiría tratar con asesinos. A ésos por lo menos puedes castigarlos.