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Brunetti, al ver cómo se divertía su interlocutor, estuvo tentado de decir a Antonia, para vengarse, que Padovani no se había comido todo el pescado sino que lo había escondido en la servilleta.

– Su reclusión duró casi tres años. Después tuvo una serie de, digamos, aventuras. La primera, con el tenor que actuaba con ella, un tenor bastante malo, pero, afortunadamente para Flavia, buena persona. Tan buena persona que no tardó en volver junto a su esposa. Luego, en rápida sucesión -fue contando con los dedos-, un barítono, otro tenor, un bailarín, o quizá fue el director, un médico que, al parecer, pasó inadvertido para la mayoría y, finalmente, oh prodigio, un contratenor. Luego, el desfile se interrumpió. -También se interrumpió Padovani, mientras Antonia le ponía delante el plato de la ensalada. Él la aliñó, con demasiado vinagre para el gusto de Brunetti-. Durante un año aproximadamente, no fue vista con nadie. Y entonces, de repente, entró en escena «la americana» y pareció conquistar a la divina Flavia. -Al advertir el interés de Brunetti, preguntó-: ¿La conoces?

– Sí.

– ¿Qué te parece?

– Me cae bien.

– A mí también -dijo Padovani-. Esa historia entre ella y Flavia no tiene sentido.

A Brunetti le resultaba violento demostrar su interés, y no animó a Padovani a extenderse en detalles. Pero no era necesario que le azuzara, porque el crítico prosiguió:

– Se conocieron hace tres años, durante la exposición de arte chino. Se las vio varias veces almorzar juntas y en el teatro, pero la americana tuvo que volver a China. De la voz de Padovani desapareció todo vestigio de ironía y malicia.

– He leído sus libros sobre arte chino, los dos que han sido traducidos al italiano y el opúsculo que ha publicado en inglés. Si no es la arqueóloga más importante que hoy existe en este campo, no tardará en serlo. No sé qué ha visto en Flavia, porque Flavia, aunque cante como los ángeles, es una bruja.

– Pero ¿y el amor? -preguntó Brunetti, para rectificar enseguida, lo mismo que Padovani: O la carne.

– Ese tipo de relaciones convienen a las personas como Flavia; no la distrae de su trabajo. Pero la otra tiene entre manos uno de los hallazgos arqueológicos más importantes de nuestro tiempo, y creo que posee el conocimiento y la habilidad suficientes para… -Padovani se interrumpió, levantó la copa de vino y la vació-. Perdona, no acostumbro a dejarme dominar por estos arrebatos. Debe de ser la influencia de la severa Antonia.

A pesar de saber que ello no tenía nada que ver con la investigación, Brunetti no pudo menos que preguntar:

– ¿Es la primera… hm… amante que ha tenido la Petrelli?

– No lo creo, pero las otras fueron aventuras pasajeras.

– ¿Y ésta? ¿Es diferente?

– ¿Para cuál de ellas?

– Las dos.

– Dado que ya hace tres años que dura, yo diría que sí, que se trata de algo serio. Para una y otra. -Padovani pinchó la última hoja de lechuga del fondo del cuenco de la ensalada-. Quizá he sido injusto con Flavia. Esta relación también le cuesta cara.

– ¿En qué sentido?

– Hay muchas cantantes lesbianas -explicó el periodista-. Es curioso, la mayoría son mezzosopranos. Pero esto no tiene nada que ver. Lo cierto es que se las tolera menos que a sus colegas masculinos que son gays . Por lo tanto, ninguna se atreve a manifestarse abiertamente y la mayoría son muy discretas y camuflan a la amante como secretaria o agente. Pero Flavia no puede camuflar a Brett. Y la gente habla, y estoy seguro de que hay miradas y cuchicheos cada vez que las dos entran juntas en algún sitio.

Brunetti no tuvo más que recordar el tono del portiere para darse cuenta de la verdad de aquellas palabras.

– ¿Has estado en su casa?

– ¡Qué claraboyas! -dijo Padovani, y los dos rieron.

– ¿Cómo lo conseguiría? -preguntó Brunetti, a quien habían denegado el permiso para instalar ventanas dobles.

– Desciende de una de esas antiguas familias americanas que robaron su dinero hace más de cien años y que, por lo tanto, son respetables. Un tío suyo le dejó en herencia ese apartamento que, según se dice, ganó en una partida de cartas hace cincuenta años. En cuanto a las claraboyas, trató de encontrar quien se las construyera, pero nadie quería mover ni un dedo sin el permiso. De modo que un día se subió al tejado, quitó las tejas, hizo los agujeros y puso los marcos.

– ¿Y nadie la vio? -En Venecia, basta con que levantes un martillo en el exterior de un edificio para que en todo el vecindario se descuelguen los teléfonos-. ¿Nadie llamó a la policía?

– Si alguien la vio allá arriba pensaría que estaba examinando el tejado. O reparando una gotera.

– ¿Y qué pasó luego?

– Cuando tuvo las claraboyas instaladas, llamó a la oficina de urbanismo, les dijo lo que había hecho y les pidió que enviaran a alguien, para que calculara el importe de la multa.

– ¿Eso hizo? -se admiró Brunetti, asombrado de que una extranjera hubiera podido encontrar una solución tan italiana.

– Y ellos fueron, al cabo de varios meses. Pero, al ver la extraordinaria calidad del trabajo, no quisieron creer que lo hubiera hecho ella sola, y le pidieron que les diera los nombres de sus «cómplices». Ella insistió en que no los tenía y ellos siguieron sin creerla. Finalmente, agarró el teléfono, marcó el número del despacho del alcalde y pidió que la pusieran con «Lucio». Eso, delante de los dos arquitectos de la oficina de urbanismo que la miraban, regla en mano. Intercambió unas frases con «Lucio» y pasó el teléfono a uno de ellos, diciendo que el alcalde quería decirle una cosa. -Padovani gesticulaba mucho y pasó un imaginario teléfono al otro lado de la mesa.

»Entonces el alcalde les dijo unas palabras, y ellos subieron al tejado y tomaron las medidas de las claraboyas, calcularon el importe de la multa y regresaron a su oficina con un cheque en el bolsillo.

Brunetti lanzó una carcajada tan sonora que los clientes de las otras mesas se volvieron a mirarlos.

– Espera, que ahora viene lo mejor -dijo Padovani-. Era un cheque al portador, y ella aún está esperando el recibo de la multa. Por otra parte, me han dicho que los planos que están en los archivos de la oficina del catastro han sido modificados e incluyen las claraboyas. -Ahora rieron los dos por esta victoria de la astucia sobre la autoridad.

– ¿De dónde sale todo ese dinero? -preguntó Brunetti.

– ¿Ah, quién sabe? ¿De dónde sale el dinero americano? De la siderurgia. Del ferrocarril. Ya sabes lo que ocurre allí. No importa si para conseguirlo has matado o has robado; si lo conservas más de cien años, eres un aristócrata.

– ¿Tan diferente es lo que pasa aquí?-preguntó Brunetti.

– Aquí, para ser aristócrata, tienes que haberlo conservado quinientos años. Y otra diferencia: en Italia, tienes que vestir bien. En Norteamérica, es difícil decir quiénes son los millonarios y quiénes los criados. -Al recordar las botas de Brett, Brunetti fue a protestar, pero nada podía detener a Padovani, que ya se había disparado otra vez-. Tienen una revista, ahora no recuerdo cómo se llama, que todos los años da la lista de los norteamericanos más ricos. Sólo dan los nombres y mencionan de dónde procede el dinero. Y es que seguramente no se atreven a poner la foto. Si alguna sale, es suficiente para hacerle creer a uno que realmente el dinero tiene que ser la raíz de todos los males o, por lo menos, del mal gusto. A las mujeres parece que las han puesto a secar encima del fuego. Y los hombres, Dios, ¿quién los viste? ¿Crees que comen plástico?

Ahorró la respuesta a Brunetti la llegada de Antonia, que les preguntó si de postre tomarían fruta o pastel. Con cierto nerviosismo, los dos dijeron que prescindirían del postre, pero tomarían café. A ella no pareció gustarle la respuesta, pero retiró el servicio sin hacer comentarios.

– Volviendo a tu pregunta -dijo Padovani cuando la mujer se fue-, el dinero no sé de dónde sale, pero parece haber mucho. Su tío era muy generoso con los hospitales y las obras benéficas de la ciudad, y ella parece seguir la tradición, aunque la mayor parte de sus donativos están destinados a restauraciones.

– Entonces eso explica la ayuda de «Lucio».

– Desde luego.

– ¿Y qué sabes de su vida personal?

Padovani lo miró con extrañeza, porque hacía rato que se había dado cuenta de lo poco que esta conversación tenía que ver con la muerte de Wellauer. Pero ello no era razón para no decir lo que supiera. Al fin y al cabo, el mayor encanto del chismorreo es lo que tiene de superfluo.

– Muy poco. Nadie sabe nada con certeza. Al parecer, ha tenido casi siempre esta inclinación, pero prácticamente nada se sabe de su vida de antes de que viniera a vivir aquí.

– ¿Y eso fue cuándo?

– Hará unos siete años. Es decir, entonces fijó su domicilio, pero ya había vivido aquí, con su tío, cuando era niña.

– Eso explica que hable el veneciano.

Padovani se rió.

– Es extraño oír hablarlo a alguien que no sea de aquí, ¿eh?

– Sí.

En ese momento, Antonia trajo los cafés, y dos vasitos de grappa que, según les dijo, eran obsequio de la casa. Aunque a ninguno de los dos le apetecía el fuerte licor, hicieron como que bebían y lo elogiaron calurosamente. Ella se alejó, desconfiada, y Brunetti observó que se volvía a mirarlos antes de entrar en la cocina, como si esperase que se echaran la grappa en el zapato.

– ¿Qué más se sabe de su vida privada? -preguntó Brunetti, francamente interesado.

– La mantiene muy en secreto. Tengo un amigo en Nueva York que estudió con ella. En Harvard, por supuesto. Y, luego, en Yale. Al terminar los estudios, ella se fue a Taiwán y, después, al continente. Fue una de los primeros arqueólogos occidentales que llegó a China. En el ochenta y tres u ochenta y cuatro. Entonces ya había escrito su primer libro, que salió estando ella en Taiwán.

– ¿No es muy joven para haber hecho tanto?

– Sí, seguramente. Pero es muy, muy competente.

Pasó Antonia, que llevaba cafés a la mesa de al lado, y Brunetti le hizo una seña como si escribiera en el aire. La mujer asintió.

– Confío en que algo de esto te sirva -dijo Padovani con sinceridad.

– Yo también -respondió Brunetti, reacio a admitir que ello no era probable y también que las dos mujeres le interesaban.

– Si crees que puedo hacer algo más, no tienes más que llamarme -dijo Padovani, y agregó-: Podríamos volver a este sitio. Pero tráete a dos de tus policías más fornidos, para que me protejan de… Ah, signora Antonia -dijo con toda naturalidad a la mujer que traía la nota a Brunetti-. Hemos almorzado divinamente, y ya estoy deseando volver. -El resultado del halago dejó estupefacto a Brunetti. Por primera vez, Antonia les sonrió. Fue una radiante efusión de puro placer que reveló unos hoyuelos en las mejillas y unos dientes perfectos y resplandecientes. Brunetti envidió a Padovani aquella técnica; le resultaría preciosa para interrogar a sospechosos.

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