Se levantó bruscamente, tirando al suelo la ropa que la envolvía.
– Fuera de mi casa, cerdo. Cerdo.
Brunetti saltó para esquivarla, tropezó con la pata de la silla y corrió por el pasillo delante de ella. La mujer mantenía la mano levantada y él huía de una ira desatada. Mientras él descorría los cerrojos con dedos torpes, ella se paró, jadeando. Desde el patio se la oía chillar y maldecirlos a él, a Wellauer y al mundo. Sin dejar de gritar, cerró y aseguró la puerta. Él se paró en medio de la niebla, estremecido por el arrebato que había provocado. Aspiró profundamente, para tranquilizarse, para olvidar aquel primer instante en el que había tenido verdadero miedo de aquella mujer, miedo de la fuerza del recuerdo, que la había catapultado hacia él.