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– Era lo menos que le debía, ¿no le parece? -preguntó con voz serena y razonable-. Le dije que sí, que se lo había hecho yo.

– ¿Y él qué dijo?

– Nada. Se fue. No de la casa, sólo de la habitación. A partir de entonces nos las arreglamos para no volver a vernos hasta el día de la prima .

– ¿No la amenazó? ¿No dijo que la denunciaría a la policía? ¿Que se lo haría pagar?

Ella parecía realmente sorprendida por la pregunta.

– ¿De qué hubiera servido? Si ha hablado con el médico, debe de saber que el daño es permanente. Ni la policía ni nadie podían devolverle el oído. En cuanto a hacérmelo pagar… -Se interrumpió para encender otro cigarrillo-. Eso sólo podía conseguirlo haciendo lo que hizo.

– ¿Y qué hizo? -preguntó Brunetti.

Ella le reprendió entonces abiertamente:

– Si sabe usted tanto como parece, también sabrá esto.

El comisario sostuvo la mirada de la mujer, con gesto inexpresivo.

– Tengo todavía dos preguntas para usted, signora. La primera es una pregunta sincera, que hago por ignorancia. La segunda es más simple, y ya creo saber la respuesta.

– Entonces empiece por la segunda.

– Se refiere a su marido. ¿Por qué iba a querer hacérselo pagar de esa manera?

– ¿Quiere decir haciendo que pareciera que lo había matado yo?

– Sí.

Él observaba sus esfuerzos por explicarse, veía cómo las palabras empezaban a formarse, para desvanecerse enseguida, olvidadas. Por fin, dijo en voz baja:

– Él se consideraba por encima de la ley, la ley que todos los demás debíamos acatar. Supongo que creía que su genio le daba este derecho. Y Dios sabe que todos le animábamos a creerlo así. Hicimos de él un dios de la música al que adorábamos de rodillas. -Se interrumpió y le miró-. Perdone, no estoy contestando su pregunta. Usted quiere saber si él era capaz de hacer que pareciera que yo era la responsable. Pero, ya ve -dijo levantando las manos hacia él, como si tratara de extraerle comprensión-, yo era realmente responsable. Él tenía derecho a hacerme eso. Hubiera sido menos horrible si yo le hubiese matado con mis propias manos; eso hubiera dejado la leyenda intacta. -Dejó de hablar, pero Brunetti no dijo nada.

»Estoy tratando de decirle cómo lo veía él. Yo lo conocía bien, sabía lo que sentía, lo que pensaba. -Hizo otra pausa y prosiguió con el intento de hacerle comprender-. Cuando murió, me di cuenta de cuál había sido su intención al pedirme que subiera al camerino; pero, aunque parezca extraño, entonces me pareció, y sigue pareciéndomelo ahora, que tenía derecho a hacerlo, a castigarme. En cierto modo, él era su música. Y yo, en lugar de matarlo a él, había matado su música. Había matado su genio. Lo comprendí durante los ensayos, cuando le veía mirar por encima de esas gafas, tratando de oír por el inútil audífono lo que estaba haciendo con la música. Y no lo oía. No lo oía. -Sacudió la cabeza ante algo que no comprendía-. Pero no hacía falta que me castigara él, señor Brunetti. Ya he sido castigada. He vivido en el infierno.

Juntó las manos en el regazo y prosiguió:

– La noche del estreno me dijo lo que iba a hacer. -Al ver la sorpresa de Brunetti, explicó-: No me lo dijo con palabras. Quiero decir que fue entonces cuando lo comprendí.

– ¿Fue cuando subió usted a los bastidores? -preguntó Brunetti.

– Sí.

– ¿Qué ocurrió?

– Al principio, cuando me vio en la puerta, no dijo nada. Sólo me miró. Pero entonces debió de ver a alguien en el pasillo detrás de mí y pensó que venían al camerino. -Inclinó la cabeza con gesto de cansancio-. No sé. Sólo dijo algo que parecía tener ensayado, lo que dice Tosca al ver el cadáver de Cavaradossi: «Finire cosí, finire cosí.» Entonces no comprendí qué quería decir con lo de «acabar así, acabar así», pero hubiera debido comprenderlo. Lo dice antes de matarse, pero no lo recordé. No en aquel momento. -Brunetti, sorprendido, vio que una sonrisa amplia, casi divertida, fulguraba un momento en su cara-. Muy propio de él ponerse dramático en el último minuto. O, mejor, melodramático. Y me sorprende que tomara sus últimas palabras de una ópera de Puccini. -Le miró muy seria-. Espero que esto no le parezca una incongruencia, pero yo hubiera creído que querría ser recordado citando una ópera de Mozart. O de Wagner. -El comisario, al observar que ella trataba de dominar un histerismo creciente, se levantó, fue a una vitrina situada entre las dos ventanas y le sirvió una copita de brandy. Se quedó un momento mirando el campanario de San Marco, luego volvió junto a la mujer y le dio la copa.

Ella, sin saber qué era, bebió un sorbo. El comisario volvió a la ventana y siguió contemplando el campanario. Cuando se hubo cerciorado de que el campanario seguía en su sitio, volvió a sentarse frente a ella.

– ¿Me dirá por qué lo hizo, signora ?

Ella lo miró con auténtica sorpresa.

– Si ha sido capaz de averiguar cómo lo hice también sabrá por qué.

Él movió la cabeza negativamente.

– No diré lo que pienso porque, si estoy equivocado, sería un ultraje para su memoria. -Antes de acabar de decirlo ya se había dado cuenta de que también sonaba a ópera de Puccini.

– Eso significa que ha comprendido, ¿verdad? -dijo ella inclinándose hacia adelante para dejar la copa, todavía llena, al lado del paquete de cigarrillos.

– ¿Su hija, signora ?

Ella se mordió el labio superior y asintió casi imperceptiblemente. Cuando se soltó el labio, él vio las marcas blancas que habían dejado los dientes. La mujer alargó la mano hacia los cigarrillos, la retiró, se la oprimió con la otra y dijo en una voz tan tenue que él tuvo que inclinarse para oírla:

– Yo no tenía ni idea. -Sacudió la cabeza con repugnancia-. Alex no tiene afición por la música. Ni sabía quién era él cuando empezamos a salir. Cuando le dije que quería casarme pareció interesarse. Luego, cuando supo que tenía una granja y caballos, se interesó más todavía. Los caballos han sido siempre lo único que le ha gustado, como la heroína de un cuento inglés. Los caballos y los libros sobre caballos.

»Ella tenía once años cuando nos casamos. Se llevaban bien. Al principio, cuando supo quién era él, supongo que se lo dirían sus compañeras de clase, parecía intimidada, pero luego se le pasó. A Helmut le gustaban los niños. -Hizo una mueca ante la grotesca ironía de la frase.

»Y entonces. Y entonces. Y entonces -repitió, como si se hubiera atascado en los surcos del recuerdo-. Este verano tuve que ir a Budapest. A ver a mi madre, que está enferma. Helmut dijo que podía irme tranquila. Tomé un taxi y me fui al aeropuerto. Pero estaba cerrado. No recuerdo por qué. Una huelga. O problemas con los oficiales de la aduana. La causa no importa, ¿verdad?

– No, signora .

– Después de hacernos esperar más de una hora, nos dijeron que se habían suspendido todos los vuelos hasta la mañana siguiente. Tomé otro taxi y volví a casa. No era tarde, aún no eran las doce, por lo que no me pareció necesario avisar por teléfono de que volvía. Cuando entré, las luces estaban apagadas. Subí a las habitaciones. Alex siempre ha tenido el sueño inquieto, por lo que fui a su cuarto, a ver cómo estaba. A ver cómo estaba. -Le miró inexpresivamente.

»Cuando llegué a lo alto de la escalera, la oí. Creí que tenía una pesadilla. No era un grito, sólo un ruido. Como de un animal. Un ruido. Nada más. Entré en su cuarto. Él estaba allí. Estaba con ella.

»Ahora viene lo más extraño -dijo con calma, como si mostrara un puzzle al comisario, para saber qué le parecía-. No recuerdo lo que ocurrió entonces. No. Sé que él se fue, pero no recuerdo qué le dije ni qué me dijo él. Aquella noche dormí con Alex.

»Después, días después, él me dijo que Alex había tenido una pesadilla. -Ella rió con asco e incredulidad-. Es lo único que dijo. No hablamos de ello. Envié a Alex a casa de sus abuelos y a un colegio de allí. Y no volvimos a hablar de ello. Oh, qué modernos, qué civilizados. Dejamos de dormir juntos, desde luego, y de estar juntos. Y Alex se marchó.

– ¿Sus abuelos saben lo ocurrido?

Una rápida negativa.

– No. Les dije lo mismo que a todo el mundo, que no quería que perdiera clases cuando viniéramos a Venecia.

– ¿Cuándo lo decidió? ¿Hacer lo que hizo?

Ella se encogió de hombros.

– No lo sé. Sencillamente, un día la idea estaba ahí. Lo único que a él le importaba realmente, lo único que amaba realmente era la música, y decidí quitárselo. Entonces me pareció justo.

– ¿Ya no se lo parece?

Ella reflexionó un rato antes de contestar.

– Sí. Todavía me lo parece. Pero eso ya no tiene objeto. Para él nada de aquello tenía objeto. Ni objeto, ni mensaje, ni lección. No era más que maldad humana, con los estragos que causa.

La mujer preguntó entonces con súbito cansancio en la voz.

– ¿Y ahora, qué?

– No lo sé -respondió él con sinceridad-. ¿Tiene idea de dónde consiguió su marido el cianuro?

Ella se encogió de hombros, como si la pregunta le pareciera incongruente.

– Pudo ser en cualquier sitio. Tenía un amigo químico, o quizá se lo diera alguno de sus camaradas de los viejos tiempos. -Al ver la extrañeza de Brunetti, explicó-: La guerra. Entonces hizo amigos poderosos, y muchos son ahora hombres importantes.

– Entonces ¿son verdad los rumores?

– No lo sé. Antes de casarnos, me dijo que todo era mentira y le creí. Ahora ya no lo creo. -Lo dijo con amargura y, haciendo un esfuerzo, insistió en su primera explicación-: No sé dónde lo consiguió, pero estoy segura de que no supuso ninguna dificultad para él. -Reapareció la sonrisa triste-. Yo también pude tener acceso al veneno, desde luego. Él lo sabía.

– ¿Acceso? ¿Cómo?

– No vinimos juntos. Ya no deseábamos viajar juntos. Yo pasé dos días en Heidelberg, para visitar a mi primer marido. -El que enseñaba farmacología, recordó Brunetti.

– ¿Sabía el maestro que estaba usted allí?

Ella asintió.

– Mi primer marido y yo somos amigos y compartimos la propiedad de algunos bienes.

– ¿Le dijo lo ocurrido?

– Ni pensarlo -dijo ella, levantando la voz por primera vez.

– ¿Dónde se vieron?

– En la universidad. En su laboratorio. Está trabajando en una sustancia nueva para paliar los efectos del Parkinson. Me enseñó el laboratorio y almorzamos juntos.

– ¿Lo sabía el maestro?

Ella se encogió de hombros.

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