– No lo sé. Quizá se lo dije. Es probable. Se había hecho muy difícil encontrar tema de conversación. Éste era inofensivo y seguramente nos alegramos de poder aprovecharlo.
– ¿Usted y el maestro hablaron alguna vez de lo ocurrido?
Ella no pudo fingir que ignoraba a qué se refería; lo sabía.
– No.
– ¿Hablaron del futuro? ¿De lo que iban a hacer?
– Directamente, no.
– ¿Qué significa eso?
– Un día que yo entraba en el momento en que él salía hacia el ensayo, me dijo: «Espera hasta después de La Traviata .» Pensé que se refería a que entonces podríamos decidir qué hacíamos. Pero yo ya pensaba dejarle. Había escrito a dos hospitales, uno de Budapest y otro de Augsburgo y había pedido a mi primer marido que me ayudara a encontrar plaza en algún hospital.
Brunetti comprendió entonces que esto la comprometía. Demostraría que hacía planes para un futuro independiente antes de que él muriera. Ahora era viuda e inmensamente rica. Y, aunque se hiciera pública la información sobre la hija, había pruebas de que, camino de Venecia, había ido a ver al padre de la niña, que seguramente tenía acceso al veneno que había matado al maestro.
Ningún juez italiano condenaría a una mujer por lo que ella había hecho, si explicaba lo de la niña. Con las pruebas recogidas por Brunetti -el testimonio de la signora Santina sobre su hermana, las entrevistas con los médicos, incluso el suicidio de la segunda esposa cuando su hija tenía doce años- no había en Italia tribunal que la declarara culpable de asesinato. Pero todo ello dependería de la declaración de Alex, la niña espigada, enamorada de los caballos.
¿Y sin el testimonio de la niña? Se hablaría de la manifiesta frialdad entre el matrimonio, el acceso de la mujer al veneno, su insólita presencia en el camerino aquella noche. Todo ello la incriminaría. Si sólo se la acusaba de haberle puesto inyecciones con el propósito de destruirle el oído, no sería acusada de asesinato, pero, para que se aceptara este supuesto, habría que mencionar a la hija. Y Brunetti comprendía que esto era imposible.
– Antes de que ocurriera eso -empezó él, sin especificar, dejando que ella adivinara lo que quería decir con «eso»-, ¿su marido habló en algún momento de su edad? ¿Temía la decadencia física?
Ella reflexionó, visiblemente desconcertada por la pregunta.
– Sí; habíamos hablado de eso. No a menudo, una o dos veces. Una noche, cuando todos habíamos bebido más de la cuenta, nos pusimos a hablar de eso. Estábamos con Erich y Hedwig.
– ¿Qué dijo él?
– Fue Erich quien sacó el tema, si mal no recuerdo. Dijo que, si un día quedaba incapacitado para trabajar, no ya para operar sino incluso para seguir siendo él mismo, y no podía ejercer… como era médico, sabía lo que tenía que hacer para ahorrarse sufrimientos.
»Era muy tarde y todos estábamos cansados. Quizá eso hizo que la conversación fuera más seria de lo normal. Entonces Helmut dijo que le comprendía perfectamente y que él haría lo mismo.
– ¿Recordará esta conversación el doctor Steinbrunner?
– Creo que sí. Fue este mismo verano. La noche de nuestro aniversario.
– ¿Su marido nunca dijo nada más concreto que eso? -Antes de que ella pudiera responder, puntualizó-: Estando presentes otras personas.
– ¿Delante de testigos, quiere decir?
Él asintió.
– No que yo recuerde. Pero aquella noche la conversación era muy seria y todos comprendimos lo que había querido decir.
– ¿Lo recordarán sus amigos?
– Creo que sí. Aunque me parece que no me consideraban la esposa idónea para Helmut. -Al decir esto, levantó bruscamente la mirada hacia él con los ojos agrandados por el horror-. ¿Cree que ellos lo sabían?
Brunetti movió la cabeza negativamente, deseoso de convencerla de que no, no lo sabían, no podían saber eso de él y callárselo. Pero no podía estar seguro y, eludiendo el tema, preguntó:
– ¿Recuerda alguna otra ocasión en la que su marido aludiera a esta cuestión?
– Están las cartas que me escribió antes de que nos casáramos.
– ¿Qué decía?
– Bromeando para restar importancia a la diferencia de edad, dijo que yo nunca tendría que cargar con un marido decrépito e inútil, que ya se encargaría él de evitarlo.
– ¿Guarda esas cartas?
Ella inclinó la cabeza y dijo en voz baja:
– Sí; guardo todas sus cartas y todo lo que me dio.
– Todavía no comprendo cómo pudo usted hacer eso -dijo él, no horrorizado ni escandalizado sino sólo perplejo.
– Yo tampoco lo comprendo. He pensado tanto en ello que probablemente he inventado nuevas razones y justificaciones. ¿Para castigarle? O quizá para hacer de él un inválido que dependiera de mí por completo. O quizá sabía que eso le induciría a hacer lo que hizo. No lo sé y no creo que llegue a saberlo. -Cuando él pensaba que había terminado de hablar, ella agregó con voz glacial-: Pero me alegro de haberlo hecho, y volvería a hacerlo.
Entonces él desvió la mirada. Como no era abogado, Brunetti no tenía idea de la índole del delito. ¿Agresión? ¿Robo? ¿Está penado el robo del oído? ¿Y es más grave el delito si para la víctima el sentido del oído es más importante que para otras personas?
– ¿Cree que la hizo subir al camerino para que pareciera que lo había matado usted?
– No lo sé. Es posible. Él creía en la justicia. Pero hubiera podido comprometerme mucho más. Desde aquella noche, no hago más que darle vueltas. Quizá prefirió esta ambigüedad para que yo no pudiera estar segura de lo que pretendía. O también porque de este modo él no sería responsable de lo que pudiera ocurrirme. -Sonrió ligeramente-. Era un hombre muy complejo.
Brunetti se inclinó hacia adelante y le puso la mano en el brazo:
– Signora , escuche atentamente todo lo que se ha dicho durante esta entrevista -dijo, tomando una decisión, pensando en Chiara-: Usted me ha dicho que su esposo le había manifestado el temor que le causaba su creciente sordera.
Sorprendida, ella fue a protestar:
– Pero…
El la atajó antes de que pudiera decir más:
– Le habló de su miedo a la sordera. Le contó que había consultado a su amigo Erich en Alemania y a otro médico en Padua, y que ambos le habían dicho que se quedaría sordo. Que ello explica su cambio de actitud, su evidente depresión. Y usted me ha dicho que temía que se hubiera quitado la vida al comprender que su carrera había terminado, que no podría volver a dirigir una orquesta. -Su voz denotaba el cansancio que sentía.
Cuando ella fue a protestar, él dijo tan sólo:
– La única persona que tendría que sufrir si se dijera la verdad sería la única inocente.
Este razonamiento la redujo al silencio.
– ¿Qué debo hacer?
Él no sabía cómo aconsejarla, porque nunca había ayudado a un criminal a inventar una coartada ni a ocultar pruebas de un delito.
– Lo importante es lo que me dijo usted acerca de su sordera. A partir de ahí, las cosas vendrán rodadas. -Ella le miraba atónita y él le habló como a una niña torpe que se negara a entender una lección-: Usted me contó esto la segunda vez que hablamos, la mañana en que vine a visitarla. Me dijo que su marido tenía graves trastornos en el oído y que había consultado a su amigo Erich. -Ella fue a protestar otra vez, y él la hubiera sacudido de buena gana, por obtusa-. También le dijo que había ido a consultar a otro médico. Todo esto estará en el informe de nuestra entrevista.
– ¿Por qué hace usted esto? -preguntó ella al fin.
Él desestimó la pregunta con un ademán.
– ¿Por qué hace usted esto? -repitió.
– Porque usted no lo mató.
– ¿Y lo que le hice?
– No se la puede castigar por ello sin castigar todavía más a su hija.
Ella hizo una mueca de dolor ante esta verdad.
– ¿Qué más tengo que hacer? -preguntó, ya obediente.
– Aún no estoy seguro. Sólo recuerde que hablamos de esto la primera mañana que vine a verla.
Ella fue a decir algo y se contuvo.
– ¿Qué?
– Nada, nada.
Él se levantó bruscamente. Estaba incómodo, aquí sentado, maquinando.
– Eso es todo entonces. Supongo que tendrá que declarar en la investigación.
– ¿Estará usted?
– Sí. Para entonces ya habré presentado mi informe y dado mi opinión.
– ¿Y cuál será su opinión?
– Será la verdad, signora .
– Yo ya no sé cuál es la verdad -dijo ella. Ahora su voz era firme.
– Diré al procuratore que de mi investigación se desprende que su marido se suicidó al descubrir que iba a quedarse sordo. Y así fue.
– Así fue -repitió ella como un eco.
La dejó sentada en la habitación en la que había puesto a su marido la última inyección.