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El Mayor manchó con carboncillo su cara y la de Verge, y arrugó lo mejor que pudo la ropa de ambos.

Justo a tiempo, pues los gendarmes llegaban. El Mayor temblaba.

– ¿Qué…? -dijo el más grueso.

– ¿…trabajando? -completó el segundo.

– Así es, sí -respondió el Mayor, procurando poner acento de carbonero.

– ¡Qué bien huele vuestro carbón! -observó el más gordo.

– ¿Puede saberse qué es? -preguntó el otro gendarme-. Para mí que huele a puta -sentenció con una risilla cómplice.

– Es canforero mezclado con sándalo -explicó Verge.

– ¿Para la gonorrea? -dijo el gordo.

– ¡Ja, ja, ja! -le rió la gracia su companero.

– ¡Ja, ja, ja! -se la rieron también Verge y el Mayor, un poco tranquilizados.

– Habrá que indicar a Obras Públicas que desvien la carretera -concluyó el primer gendarme-. Ahí donde os habéis puesto, los coches deben molestaros mucho.

– Sí, habrá que avisarles -confirmó el segundo-. Los coches deben molestaros.

– Gracias por anticipado -alcanzó a decir el Mayor.

– ¡Hasta la vista! -gritaron los dos gendarmes comenzando a alejarse.

Verge y el Mayor les contestaron con un sonoro adiós y, en cuanto se encontraron solos, se pusieron a la tarea de demoler la falsa carbonera.

Cuando hubieron terminado, se encontraron con la desagradable sorpresa de constatar que el coche no estaba dentro.

– ¿Cómo puede ser? -se extrañó Verge.

– ¡Y qué sé yo! -dijo el Mayor-. Estoy a punto de perder los estribos.

– ¿Estás seguro de que era un Renault? -preguntó Verge.

– Sí -respondió el Mayor-. Y además ya había pensado en eso. Si fuera un Ford, el asunto tendría explicación. Pero estoy seguro de que era un Renault.

– ¿Pero un Renault de 1927?

– Sí -confirmó el Mayor.

– Entonces todo se explica -aseguró Verge-. Mira.

Dieron media vuelta y vieron al Renault paciendo al pie de un manzano.

– ¿Cómo habrá llegado hasta ahí? -dijo el Mayor.

– Ha cavado un túnel. El de mi padre hacía lo mismo cada vez que lo cubríamos de tierra.

– ¿Lo hacíais a menudo? -se interesó el Mayor.

– ¡Oh! De vez en cuando… Desde luego, no con demasiada frecuencia.

– ¡Ah! -se limitó a decir el Mayor, escamado.

– Se trataba de un Ford -explicó Verge.

Dejaron a su aire el automóvil y se ocuparon de quitar los escombros de la carretera. Casi habían terminado cuando Verge vio al Mayor aplastándose contra la hierba, el ojo fuera de la órbita, haciéndole señales de que guardara silencio.

– ¡Una gallina! -le susurró.

Se levantó bruscamente y volvió a caer todo lo largo que era en la cuneta llena de agua, justo en el punto donde se encontraba el ave. Esta se sumergió, dio algunas brazadas, salió a la superficie un poco más lejos, y se dio a la fuga cacareando desenfrenadamente. Y es que Da Rui también les enseñaba a bucear.

Justo en aquel instante llegó el mecánico.

El Mayor se sacudió, le tendió una mano mojada y le dijo:

– Soy el Mayor. Espero, por lo menos, que usted no sea un gendarme.

– Encantado -respondió el otro-. ¿Se trata del magneto?

– ¿Cómo lo sabe? -se extrañó el Mayor.

– Es la única pieza de recambio de la que no dispongo -dijo el mecánico-. Por eso lo digo.

– Pues no -continuó el Mayor-. Se trata del filtro del aceite.

– En ese caso podré instalarle un magneto nuevo -concluyó el mecanico-. He traído tres conmigo por si acaso… ¡Ja, ja, ja! Lo he engañado, ¿eh?

– Me quedo con los magnetos -dijo el Mayor-. Démelos.

– Dos de ellos no funcionan…

– No importa -le interrumpió el Mayor.

– Y el tercero está averiado…

– ¡Mejor aún! -aseguró el Mayor-. Pero en esas condiciones se los pagare a…

– Son mil quinientos -informó el mecánico-. Para montar uno tiene usted que…

– ¡Sé como se hace! -volvió a interrumpirle el Mayor-. ¿Te importa pagar, Joséphine?

La mujer hizo lo que le pedían. Después de pagar, todavía le quedaban mil francos.

– Gracias -le dijo el Mayor.

Y dando la espalda al mecánico, se fue a buscar el coche.

Cuando lo hubo traído, abrió el capó.

El magneto estaba repleto de hierba. Se la sacó valiéndose de la punta de un cuchillo.

– ¿Me llevan? -preguntó el mecánico.

– Con mucho gusto -respondió el Mayor-. Son mil francos, pagados por adelantado.

– ¡No es nada caro! -comentó el mecánico-. Aquí los tiene.

El Mayor se los embolsó distraídamente.

– ¡Adentro todos! -dijo.

Cuando estuvieron acomodados, el motor se puso en marcha, sin más, al primer intento. Hubo que ir a buscarlo y volverlo a colocar en su sitio. Esta vez, el Mayor no se olvidó de cerrar el capó antes de arrancar.

Al llegar junto al taller, el motor volvió a pararse en seco.

– Se trata, sin duda, del magneto -opinó el mecánico-. Le pondré uno de los míos.

Hizo la reparación.

– ¿Cuánto es? -preguntó el Mayor.

– ¡Por favor…! ¡No merece la pena ni mencionarlo!

Seguía estando de pie delante del automóvil.

El Mayor desembragó y le atropelló, después prosiguieron viaje.

10

Siempre por carreteras secundarias, alcanzaron las latitudes de Poitiers, Angouleme y Chatellerault, y vagaron durante algún tiempo por la región de Bordeaux. El miedo al gendarme alargaba los agraciados rasgos del Mayor. Su humor empeoraba.

En Montmoreau les asaltó la angustia al divisar las barreras de un control de policía. Gracias a su telescopio, el Mayor pudo esquivarlo internándose por la N-709. A Ribérac llegaron sin pizca de gasolina.

– ¿Te quedan mil francos? -preguntó el Mayor a Joséphine.

– Sí -contestó ésta.

– Déjamelos.

El Mayor compró diez litros de carburante y, con los mil francos que había recuperado del mecánico, se pagó una tremenda comilona.

De Ribérac a Chalais el camino se hizo corto. Por Martron y Montlieu volvieron a salir a la N-10, y desde allí se dirigieron a Cavignac, donde Jean Verge tenía un primo.

11

Tumbados sobre un almiar de heno, el Mayor, Verge y Joséphine esperaban.

El primo de Verge quería, en efecto, confiarles un tonelillo para que lo llevaran a su hermano, residente en Biarritz, y justo en aquellos momentos se estaba procediendo a prensar el vino.

El Mayor mordisqueaba una brizna de paja meditando sobre el ya próximo final del viaje. Verge sobaba a Joséphine. Y Joséphine se dejaba sobar.

El Mayor intentaba también hacer un cómputo mental de su colección de magnetos, pues en Aubeterre, Martron y Montlieu habían cambiado los kilos de azúcar de Verge por unos cuantos magnetos, pero se confundía con los decimales.

De repente se sumió por completo en el almiar al ver aparecer una visera de cuero color carne de cocido, mas se trataba simplemente del cartero del lugar. Cuando volvió a salir a la luz, tenía dos ratones en los bolsillos y la cabeza llena de vástagos de heno.

De hecho, el coche no corría ningún peligro, encerrado como estaba en la cuadra del primo, pero lo que iba de viaje le había dejado ya como secuela una tan inevitable como refleja manera de comportarse.

Al Mayor le gustaba aquel género de vida vegetativa que llevaban en casa del pariente. De mañana comían apio, por la noche compota, y, entretanto, otras cosas, después de lo cual se acostaban a dormir. Verge sobaba a Joséphine, y Joséphine se dejaba sobar.

Cuando llevaban tres días con semejante régimen, se les anunció que el vino estaba ya preparado. Verge comenzaba a sentirse harto. Por el contrario, la moral del Mayor era exultante, y apenas si recordaba la existencia de cierta familia Bison que, en Saint-Jean-de-Luz, debía estar durmiendo al aire libre en espera de la llegada del Mayor y de las llaves del apartamento.

Tras hacer sitio en el maletero posterior del automóvil, colocó adecuadamente en él el barrilito de vino.

Cuando todos se hubieron despedido del pariente de Verge, el Renault cayó animosamente sobre Saint-André-de-Cubzac, giró a la izquierda hacia Libourne y, por un dédalo de carreteras secundarias, dejando atrás Branne, Targon y Langoiran, llegó hasta Hostens.

Había transcurrido exactamente una semana desde que salieran de la Rue Coer de Lion. En Saint-Jean-de-Luz, alojada desde hacía cinco días en una habitación encontrada por milagro, la familia Bison se imaginaba jubilosa al Mayor tras los sólidos barrotes de una prisión provincial.

En aquellos mismos instantes y representándose mentalmente, a su vez, tan desagradable escena, el Mayor pisó a fondo el acelerador, con lo que el Renault se encabritó y al magneto le dio por explotar.

Un taller se levantaba a unos cien metros.

– Dispongo de un magneto completamente nuevo -dijo el mecánico-. Se lo instalaré. Le costará tres mil francos -terminó anunciando.

Tres minutos exactamente empleó en la reparación.

– ¿No preferiría que le pagara con vino? -preguntó el Mayor.

– Gracias, pero no bebo más que coñac -respondió el mecánico.

– Escuche -dijo entonces el Mayor-, soy una persona honrada. Voy a dejarle en prenda mi documento de identidad y mi cartilla de racionamiento. El dinero se lo enviaré desde Saint-Jean-de-Luz. No llevo nada encima en este momento. Unos maleantes me han desplumado.

Seducido por las educadas maneras del Mayor, el mecánico se avino al arreglo.

– ¿Por casualidad no tendría un poco de gasolina para mi mechero? -preguntó el Mayor.

– Coja usted mismo del surtidor la que necesite -respondió el mecánico.

Y se metió en la oficina para guardar los papeles de su cliente.

Éste, entretanto, cogió veinticinco litros, que eran los que necesitaba, y volvió a dejarlo todo como si nada hubiera ocurrido.

Levantó los ojos… A lo lejos, por detrás del coche, se acercaban dos agentes en bicicleta.

Amenazaba tormenta.

– ¡Subid de prisa! -ordenó el Mayor.

El transmisor crujió. El Mayor arrancó lentamente y se lanzó a campo traviesa, en línea recta hacia Dax.

En el retrovisor, los gerdarmes no eran ya más que un punto, pero a pesar de los esfuerzos del Mayor aquel punto no desaparecía. De repente, ante los viajeros, apareció una colina. El automóvil la abordó como una tromba. Llovía a cántaros. Los relámpagos enviscaban el cielo con pegajosos resplandores.

La colina, creciendo paulatinamente, se convirtió en montaña.

– ¡Habrá que soltar lastre! -dijo Verge.

9
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