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La mañana se le fue en un abrir y cerrar de ojos. Fascinado, no sabía bien hacia dónde pedalear. En el fondo de su yo experimentaba, sin lugar a dudas, el íntimo y oculto deseo de buscar un lobo para morderle, pero pensaba que no le resultaría demasiado fácil encontrar una víctima y, por otro lado, quería evitar dejarse influenciar en demasía por el contenido de los tratados. No ignoraba en absoluto que, con un poco de suerte, no le sería imposible acercarse a los animales del Jardin des Plantes, pero prefirió reservar tal posibilidad para un momento de mayor apremio. La flamante bicicleta absorbía en aquel momento toda su atención. Aquel artilugio niquelado le encandilaba, y, por otra parte, no dejaría de serle útil a la hora de regresar a su guarida.

A mediodía estacionó la máquina delante del hotel, ante la mirada un tanto reticente del portero. Pero su elegancia, y sobre todo aquellos ojos que semejaban carbúnculos, parecían privar a la gente de la capacidad de hacerle el mas mínimo reproche. Con el corazon exultante de alegría, se entretuvo en la búsqueda de un restaurante. Finalmente eligió uno tan discreto como de buena pinta. Las aglomeraciones le impresionaban todavía y, a pesar de la amplitud de su cultura general, temía que sus maneras pudiesen evidenciar un ligero provincianismo. Por eso pidió un sitio apartado y diligencia en el servicio.

Pero lo que Denis ignoraba era que precisamente en ese lugar de tan sosegado aspecto se celebraba, justo aquel día, la reunión mensual de los Aficionados al Pez de Agua Dulce Rambouilletiano. Cuando estaba a medio comer vio irrumpir de repente una comitiva de caballeros de resplandeciente tez y joviales maneras que, en un abrir y cerrar de ojos, ocuparon siete mesas de cuatro cubiertos cada una. Ante tan súbita invasión, Denis frunció el ceño. Mas, como se temía, el maître acabó por acercarse cortésmente a la suya.

– Lo siento mucho, señor -dijo aquel hombre lampiño y cabezón-, ¿pero podría hacernos el favor de compartir su mesa con la señorita?

Denis echó una ojeada a la zagala, desfrunciendo el ceño al mismo tiempo.

– Encantado -dijo incorporándose a medias.

– Gracias, caballero -gorjeó la criatura con voz musical. Voz de sierra musical, para ser más exactos.

– Si usted me lo agradece a mí -prosiguió Denis- ¿a quién deberé yo? Agradecérselo, se sobreentiende.

– A la clásica providencia, sin duda -opinó la monada.

Y a continuación dejó caer su bolso, que Denis recogió al vuelo.

– ¡Oh! -exclamó ella-. ¡Tiene usted unos reflejos extraordinarios!

– Sí… -confirmó Denis.

– Sus ojos son también bastante extraños -añadió la joven al cabo de cinco minutos-. Los veo parecidos a… a…

– ¡Ah! -comentó Denis.

– A granates -concluyó ella.

– Es la guerra… -musitó Denis.

– No le entiendo…

– Quería decir -explicó Denis-, que esperaba que le recordasen a rubíes. Pero al oír que sólo ha dicho granates, no he podido por menos que pensar en restricciones. Concepto que, por una relación de causa efecto, me ha llevado acto seguido al de guerra.

– ¿Estudió usted Ciencias Políticas? -preguntó la morenita.

– Le juro que no volveré a hacerlo.

– Le encuentro bastante fascinante -aseguró llanamente la señorita, que, entre nosotros, lo había dejado de ser muchas ya más veces de las que pudiera contar.

– De buena gana le devolvería el piropo, pero pasándolo al género femenino -expresóse Denis, madrigalesco.

Salieron juntos del restaurante. La lagarta confió al lobo convertido en hombre que, no lejos de allí, ocupaba una encantadora habitación en el Hotel del Pasapurés de Plata.

– ¿Por qué no viene a ver mi colección de grabados japoneses? -acabó susurrando al oído de Denis.

– ¿Sería prudente? -inquirió éste-. ¿Su marido, su hermano o algún otro de sus parientes no lo vería con inquietud?

– Digamos que soy un poco huérfana -gimió la pequeña, haciéndole cosquillas a una lágrima con la punta de su ahusado índice.

– Una verdadera lástima -comentó cortésmente su distinguido acompañante.

Al llegar al hotel creyó darse cuenta de que el recepcionista parecía llamativamente distraído. También constató que tanta felpa roja amortiguante hacía diferir notablemente ese establecimiento de aquel otro en el que él se había alojado. Pero en la escalera se distrajo contemplando primero las medias y luego las pantorrillas, inmediatamente adyacentes, de la señorita. En el afán de instruirse, la dejó tomar hasta seis escalones de ventaja. Y una vez que se creyó bastante instruido, apretó nuevamente el paso.

Por lo que tenía de cómica, la idea de fornicar con una mujer no dejaba de chocarle. Pero la evocación de Fausses-Reposes hizo desaparecer finalmente aquel elemento retardatario y, muy pronto se encontró en condiciones de poner en práctica con el tacto, los conocimientos que en el añorado bosque le entraran por la vista. Llegados a determinado punto plugo a la hermosa reconocerse, a gritos, satisfecha; y el artificio de tales afirmaciones, mediante las cuales aseguraba haber llegado a la cúspide, pasó inadvertido al entendimiento poco experimentado en ese terreno del bueno de Denis.

Apenas si comenzaba éste a salir de una especie de coma bastante distinto de todo cuanto hubiese conocido hasta entonces, cuando oyó sonar el despertador. Sofocado y pálido, se incorporó a medias en el lecho y quedó boquiabierto viendo cómo su compañera, con el culo al aire, dicho sea con todo respeto, registraba con diligencia el bolsillo interior de su americana.

– ¿Desea una foto mía? -dijo sin pensarlo dos veces, creyendo haber comprendido.

Se sintió halagado pero, por el sobresalto que empinó la bipartita semiesfera que ante sus narices tenía, al instante se dio cuenta del inmenso error de tan aventurada suposición.

– Esto… eh… sí, querido mío -acabó por decir la dulce ninfa, sin saber muy bien si se le estaba o no tomando la cabellera.

Denis volvió a fruncir el ceño. Se levantó, y fue a comprobar el contenido de su cartera.

– ¡Así que es usted una de esas hembras cuyas indecencias pueden leerse en la literatura del señor Mauriac! -explotó finalmente-. ¡Una prostituta, por decirlo de algún modo!

Se disponía ella a replicar, y en qué tono, que se cagaba en tal y en cual, que se lo montaba con su cuerpo serrano, y que no acostumbraba a tirarse a los pasmados por el gusto de hacerlo, cuando un cegador destello procedente de los ojos del lobo antropomorfizado le hizo tragarse todos y cada uno de los proyectados exabruptos. De las órbitas de Denis emanaban, en efecto, dos incesantes centellas rojas que, cebándose en los globos oculares de la morenita, la sumieron en muy curiosa confusión.

– ¡Haga el favor de cubrirse y de largarse en el acto! -sugirió Denis.

Y para aumentar el efecto, tuvo la inesperada idea de lanzar un aullido. Hasta entonces, nunca semejante inspiración se le había pasado por las mientes. Mas, a pesar de tal falta de experiencia, la cosa resonó de manera sobrecogedora.

Aterrorizada, la damisela se vistió sin decir ni pío, en menos tiempo del que necesita un reloj de péndulo para dar las doce campanadas. Una vez solo, Denis se echó a reír. Se sentía asaltado por una viciosa sensación bastante excitante.

– Debe ser el sabor de la venganza -aventuró en voz alta.

Volvió a poner donde correspondía cada uno de sus avíos, se lavó donde más lo necesitaba y salió a la calle. Había caído la noche, el bulevar resplandecía de manera maravillosa.

No había caminado ni dos metros, cuando tres individuos se le acercaron. Vestidos un poco llamativamente, con ternos demasiado claros, sombreros demasiado nuevos y zapatos demasiado lustrados, lo cercaron.

– ¿Podemos hablar con usted? -dijo el más delgado de todos, un aceitunado de recortado bigotillo.

– ¿De qué? -se asombró Denis.

– No te hagas el tonto -profirió uno de los otros dos, coloradote y grueso.

– Entremos ahí… -propuso el aceitunado según pasaban por delante de un bar.

Lleno de curiosidad, Denis entró. Hasta aquel momento, la aventura le parecía interesante.

– ¿Saben jugar al bridge? -pregunto a sus acompañantes.

– Pronto vas a necesitar uno [4] -sentenció el grueso coloradote sombríamente. Parecía irritado.

– Querido amigo -dijo el aceitunado una vez que hubieron tomado asiento-, acaba usted de comportarse de una manera muy poco correcta con una jovencita.

Denis comenzó a reír a mandíbula batiente.

– ¡Le hace gracia al muy rufián! -observó el colorado-. Ya veréis como dentro de poco le hace menos.

– Da la casualidad -prosiguió el flaco- de que los intereses de esa muchacha son también los nuestros.

Denis comprendió de repente.

– Ahora entiendo -dijo-. Ustedes son sus chulos.

Los tres se levantaron como movidos por un resorte.

– ¡No nos busques las vueltas! -amenazó el más grueso.

Denis los contemplaba.

– Noto que voy a encolerizarme -dijo finalmente con mucha calma-. Será la primera vez en mi vida, pero reconozco la sensación. Tal como ocurre en los libros.

Los tres individuos parecían desorientados.

– ¡Arreglado vas si piensas que nos asustas, gilipollas! -tronó el grueso.

Al tercero no le gustaba hablar. Cerrando el puño, tomó impulso. Cuando estaba a punto de alcanzar el mentón de Denis, éste se zafó, atrapó de una dentellada la muñeca del agresor y apretó. La cosa debió doler.

Una botella vino a aterrizar sobre la cabeza de Denis, que parpadeó y reculó.

– Te vamos a escabechar -dijo el aceitunado.

El bar se había quedado vacío. Denis saltó por encima de la mesa y del adversario gordo. Sorprendido, éste se quedó un instante aturdido, pero llegó a tener el reflejo de agarrar uno de los pies calzados de ante del solitario de Fausses-Reposes.

Siguió una breve refriega al final de la cual, Denis, con el cuello de la camisa desgarrado, se contempló en el espejo. Una cuchillada le adornaba la mejilla, y uno de sus ojos tendía al índigo. Prestamente, acomodó los tres cuerpos inertes bajo las banquetas. El corazón le latía con furia. Y, de repente, sus ojos fueron a fijarse en un reloj de pared. Las once.

«¡Por mis barbas», pensó, «es hora de marcharse!»

Se puso apresuradamente las gafas oscuras y corrió hacia su hotel. Sentía el alma pletórica de odio, pero la proximidad de su partida le apaciguó.

Pagó la cuenta, recogió el equipaje, montó en su bicicleta, y se puso a pedalear incansablemente como un verdadero Coppi.

[4] Juego de palabras. En inglés, bridge , además del juego de cartas, significa «puente». (N.del T.)


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