EL PELIGRO DE LOS CLÁSICOS
El reloj electrónico de pared dio dos campanadas y me sobresalté, arrancándome con esfuerzo del torbellino de imágenes que se agolpaban en mi mente. Constaté además con cierta sorpresa que el corazón me empezaba a latir de manera un poco más rápida. Me sonrojé y cerré el libro apresuradamente. Se trataba de Tú y yo , un antiguo y polvoriento libraco de antes de las otras dos guerras, cuya lectura me había resistido a abordar hasta entonces porque conocÍa la audacia realista del tema. Sólo en ese momento me di cuenta de que mi turbación procedía tanto de la hora y del día en que estábamos, como del libro mismo. Era el viernes 27 de abril de 1982 y, como de costumbre, esperaba la llegada de la alumna Florence Lorre que hacía prácticas conmigo.
El descubrimiento me admiró más de lo que pueda decir. Me considero de mentalidad abierta, pero soy consciente de que no es al hombre a quien corresponde la iniciativa, y de que en toda ocasión debemos observar la reserva socialmente atribuida a nuestro sexo. Sin embargo, después de la extrañeza inicial, me puse a reflexionar y llegué hasta a encontrar excusas.
Es idea preconcebida imaginar a los científicos, y a las científicas en particular, con aspecto de autoridad y carentes de belleza. Las mujeres, sin duda alguna, y en mayor medida que los hombres, están dotadas para la investigación. Por otro lado, algunas profesiones en las que la apariencia externa tiene un papel selectivo, como la del actor, implican de por sí una relativamente elevada proporción de Venus. Sin embargo, si se profundiza la cuestión, podrá concluirse con bastante rapidez que una bella matemática no tiene por qué ser más difícil de encontrar que una actriz inteligente. Cierto que hay muchas más matemáticas que actrices. Pero, en cualquier caso, la suerte me favoreciÓ en el sorteo de asignación de internos y, a pesar de que aquel día ni el mas mínimo pensamiento turbador se había deslizado en mi mente, reconocí al instante -y con toda objetividad- el innegable encanto de mi discípula. Encanto que justificaba mi desasosiego de aquel momento.
Puntual por añadidura, llegó como de costumbre a las dos y cinco.
– Estás insoportablemente elegante -le dije, un poco sorprendido por mi propia osadía.
En efecto, traía un ceñido conjunto de tejido verde pálido con reflejos muarés, muy sencillo, sí, pero que seguramente procedía de una factoría de lujo.
– ¿De verdad te gusta, Bob?
– Sí, me gusta mucho.
No soy de los que encuentran el color fuera de lugar, incluso en un atuendo femenino tan clásico como un conjunto de laboratorio. Es más, aun a riesgo de escandalizar, confieso que una mujer con falda es algo que no me ofende.
– A mí me encanta -respondió Florence con acento zumbón.
Debo de tener por lo menos diez años más que ella, pero Florence asegura que parecemos de la misma edad. De ello deriva el que nuestras relaciones difieran un poco de las que se consideran normales entre profesor y discípulo. Le gusta tratarme como a un simple compañero. Cosa que me resulta un tanto embarazosa. Podría, claro está, afeitarme la barba y cortarme el pelo para parecer uno de aquellos antiguos sabios de 1940. Pero ella afirma que eso me daría un aspecto afcminado y que en absoluto contribuiría a que le inspirase más respeto.
– ¿Cómo va tu montaje? -me preguntó.
Hacía alusión a un problema electrónico harto espinoso confiado a mí cuidado por la Oficina Central y que acababa de resolver aquella misma mañana, de manera que me parecía bastante satisfactoria.
– Terminado -respondí.
– ¡Bravo! ¿Y funciona?
– Mañana lo comprobaré -dije-. Las tardes de los viernes, como sabes, las consagro a tu instrucción.
Pareció asaltarle alguna duda, y bajó los ojos. Nada me altera tanto como una mujer tímida, de lo cual ella era muy consciente.
– Bob… Quiero preguntarte una cosa.
Me sentí muy incómodo. Verdaderamente una mujer debería evitar esos melindres tan encantadores en presencia de un hombre.
Por fin continuó:
– ¿Puedes explicarme en qué estás trabajando?
Me llegó a mí el turno de dudar.
– Pero, Florence… se trata de trabajos ultraconfidenciales.
Apoyó la mano en mi brazo.
– Bob… Hasta el último de los hombres de la limpieza de este laboratorio sabe sobre esos secretos casi tanto como… como… como el mejor de los espías de Antares.
– Me… me extrañaría -dije muy preocupado.
Desde hacía semanas la radio nos venía fatigando con los obsesivos estribillos de La gran duquesa de Antares , la opereta planetaria de Francis López. A mí me produce náuseas esa musiquilla de baile de candil. Lo siento, pero no me gustan más que los clásicos: Schoenberg, Duke Ellington o Vincent Scotto.
– ¡Bob! Por favor, dímelo. Quiero saber lo que estás haciendo…
Otra pausa.
– Venga… ¿Qué te pasa, Florence? -dije por fin.
– Bob… te quiero mucho. Por eso tienes que decirme en qué estás trabajando. Deseo ayudarte.
Así fue. Durante años leemos en las novelas la descripción de las emociones que se experimentan al escuchar la primera declaración. Y por fin, me sucedía. A mí. Era mucho más turbador, más delicioso, que cuanto hubiera podido imaginar. Miré a Florence, contemplé sus ojos claros y sus pelirrojos cabellos cortados a cepillo, a la moda del año 82. Creo positivamente que hubiera podido tomarme en sus brazos sin que me resistiera. Yo que me había reído tantas veces al escuchar historias de amor… Mi corazon capitulaba y sentía que me temblaban las manos. Tragué saliva con esfuerzo.
– Florence… a un hombre no le está permitido dejarse decir cosas como ésa. Hablemos de otro tema, por favor se lo pido.
Se acercó a mí, y antes de que pudiera hacer nada, me rodeó con los brazos y me besó. Sentí que el suelo se hundía bajo mis pies y, sin saber cómo, me encontré sentado en una silla. Experimentaba en aquel instante una sensación de embeleso tan inexplicable como imprevista. Me avergoncé de mi propia perversidad, y constaté con creciente estupor que Florence acababa de sentarse en mis rodillas. La lengua se me destrabó de golpe.
– Es indecente, Florence. Levántate. Si entra alguien… quedaré deshonrado. Levántate, por favor.
– ¿Me hablarás de tus experimentos?
– Yo… eee…
Era preciso ceder.
– Todo. Te lo contaré todo. Pero hazme el favor de levantarte.
– Estaba segura de que serias amable -dijo poniéndose de pie.
– En cualquier caso -repliqué- has abusado de la situación. Reconócelo.
La voz me temblaba. Florence me dio afectuosos golpecitos en el hombro.
– Venga, querido Bob. Sé más moderno.
Me apresuré a internarme en el terreno de la tecnica.
– ¿Te acuerdas de los primeros cerebros electrónicos? -le pregunté.
– ¿Los de 1950?
– Un poco antes -precisé-. Se trataba de máquinas de calcular, bastante ingeniosas por otra parte. Recordarás que muy pronto empezó a dotárselas de válvulas especiales que les permitían almacenar conocimientos utilizables. Las válvulas de memoria ¿recuerdas?
– En la escuela primaria enseñan eso -dijo Florence.
– Recordarás que ese tipo de aparatos se perfeccionó mas o menos hacia 1964, cuando Rossler descubrió que, convenientemente instalado en un baño nutritivo y bajo determinadas condiciones, un cerebro humano real podía realizar las mismas funciones ocupando un volumen mucho menor…
– Sí, y también sé que ese procedimiento resultó a su vez sustituido, en el 68, por el ultrainterruptor de Brenn y Renaud -dijo Florence.
– De acuerdo -respondí-. Poco a poco se fueron conjugando esas diversas máquinas con todo tipo de ejecutores posibles, «ejecutores» ellos mismos derivados de los mil y un instrumentos elaborados por el hombre a lo largo de todas las épocas, con intención de llegar a la categoría de los aparatos llamados robots. Una característica ha permanecido como definitoria de este último tipo de máquinas. ¿Puedes decirme cuál?
El profesor volvía a imponerse en mí.
– Tienes unos ojos muy bonitos -contestó Florence-. Son amarillo verdosos con una especie de destello sobre el iris…
Me arredré.
– ¡Florence! ¿Me estabas escuchando?
– Te escuchaba, claro que sí. La característica común a todas esas máquinas estriba en que no operan sino sobre datos suministrados por los usuarios a sus operadores internos. Una máquina a la cual no se le plantea un problema determinado es incapaz de iniciativa.
– ¿Y por qué no se ha intentado dotarlas de conciencia y de razonamiento? Pues porque se ha constatado que bastaba proveerlas de determinadas funciones reflejas elementales, para que adquiriesen peores manías que las de los antiguos sabios. Por ejemplo, cómprese en un bazar una pequeña tortuga electrónica de juguete, y podrán conocerse las peculiaridades de las primeras máquinas electroreflejas: irritables, caprichosas… dotadas, en suma, de carácter. Se perdió, pues, bastante pronto todo interés en esa especie de autómatas únicamente creados para disponer de una sencilla ilustración práctica de determinadas funciones mentales, pero de demasiado problemático aprovechamiento.
– Querido y viejo Bob -dijo Florence-. Adoro oírte hablar. Eres un pesado ¿sabes? Todo eso me lo sé desde undécimo.
– Y tú… tú eres insoportable -dije a mi vez poniéndome serio.
No dejaba de mirarme. Sin duda alguna estaba riéndose de mí. Vergüenza me da reconocerlo, pero sentía muchos deseos de que volviera a besarme. Para ocultar mi confusión, seguí hablando sin respiro.
– Cada vez con más afán, se viene procurando últimamente dotar a dichas máquinas de circuitos reflejos útiles capaces de actuar sobre los más diversos ejecutores. Pero todavía no se había intentado suministrar a ninguna de ellas una cultura general. Para decir la verdad ni siquiera se había considerado necesario. Ahora bien, se da la circunstancia de que el montaje que me ha encomendado la Oficina Central debe permitir a la máquina retener en su órgano de memoria un numero de conceptos extremadamente elevado. De hecho, el modelo que puedes ver aquí está destinado a adquirir el conjunto de conocimientos del gran manual enciclopédico Larousse de 1978, en dieciséis volúmenes. Se trata de un modelo casi puramente intelectual, aunque posee sencillos ejecutores que le permiten desplazarse por sus propios medios, así como coger objetos para identificarlos y explicarlos llegado el caso.