Aquella mañana había salido muy temprano. Pensaba acercarse hasta la pista de Trois-Soeurs, cuyo grandioso paisaje se divisaba en el horizonte. Solo en la montaña, progresaba de cresta en cresta, para volver a bajar después de cada elevación de terreno entre inmóviles abetos cargados de algodón en rama. Un declive particularmente pronunciado le tentó. Se deslizó por él escuchando silbar el viento en sus oídos. Doblado sobre los esquíes, procurando llevar todo su peso hacia delante, descendía dejando detrás de sí una doble huella, derecha como un hilo de telaraña. Un poco engrudada, la nieve lo frenaba de vez en cuando.
Nada más franqueada una altura, cayó en la cuenta de que no podría continuar. Detrás de ella, en efecto, se abría una barranquera, el lecho de un arroyo seguramente, erizada de robustos troncos de jóvenes abetos. Habría sido preciso girar a la izquierda, pero iba demasiado de prisa. Además, también era imprudente lanzarse a tal velocidad por una pista que le resultaba por completo desconocida. Por instinto se cargó sobre el esquí derecho intentando salir del paso. Pero la pendiente que desembocaba en la hondonada estaba tan poblada de abetos y era tan pronunciada, que derrapó ligeramente. En pleno intento de estabilización chocó con una rama demasiado sobresaliente, hizo un esfuerzo desesperado para evitar el tronco del siguiente abeto, y acabó por caer sin conocimiento de resultas del encontronazo.
Cuando volvió en sí, Jean se dio cuenta de que la proyectada excursión terminaba en aquel punto. Sus dos espátulas estaban rotas, y los esquíes inutilizables. Además, en uno de los tobillos sentía un dolor espantoso. Destrabó las placas de metal de las correas de sujección e intentó, mal que bien, encordelarse el tobillo. Encontró los bastones a unos diez metros del árbol y, renqueante, emprendió el camino de regreso. Tenía para cinco o seis horas.
Caminaba entornando los ojos para atenuar el ardor de la reverberación que le cegaba. Se apoyaba en los bastones para evitar forzar el tobillo, y avanzaba con mucha lentitud. Cada cien metros se veía forzado a detenerse para recobrar el aliento.
Alcanzó por fin la parte superior de una cresta franqueada dos horas antes de una simple arremetida, y se detuvo atraído por un movimiento todavía bastante lejano. A sus pies, en la parte de abajo de la elevación, tres siluetas oscuras se deslizaban sobre esquíes siguiendo la línea de la vaguada.
Sin saber muy bien por qué, Jean se agachó. A vuelo de pájaro habría unos doscientos metros entre él y ellas, pues no se trataba sino de sus tres compañeras de hotel. A continuación, giró sobre sí mismo, siguiéndolas con la mirada. Las muchachas se deslizaban al otro lado de los abetos, y una pequeña elevación del terreno vino a ocultarlas un instante. No reaparecieron. Poco a poco, Jean se dirigió hacia donde debían estar.
No se había preparado para la sorpresa que le esperaba cuando su prudente cabeza dominó por fin el lugar en que retozaban. Se agazapó todo lo que pudo en el burdo y frío alfombrado para evitar que le vieran. Leni, Luce y Laurence estaban desnudas sobre la nieve. Luce y Laurence rodeaban a su compañera y, de vez en cuando, se agachaban cogiendo a puñados el polvo congelado con el que friccionaban el cuerpo de Leni, orgullosa estatua de oro en mitad del desierto blanco. Jean sintió una especie de ardor recorriéndole las venas. Las tres jóvenes jugaban, danzaban, corrían ligeras como animales y, en ocasiones, se enlazaban en breves lides. Parecía como si tales ocupaciones las fuesen enervando progresivamente. De repente, Luce alcanzó a Laurence por detrás, la hizo tambalearse y caer cuan larga era. Leni se hincó de rodillas junto a Laurence, y Jean la vio recorrer rápidamente con los labios el cuerpo de la morena, que permanecía inmóvil. Extendida a su otro costado, Luce la lamía ahora a su vez. Al cabo de un instante, Jean no pudo distinguir más que un embrollo de cuerpos que sus alucinados ojos apenas si alcanzaban a descomponer. Jadeando, volvió la cabeza. Pero, incapaz de resistir, muy poco después volvió a contemplar ávidamente el espectáculo que se desarrollaba ante él.
¿Durante cuanto tiempo las estuvo mirando? Un pequeño copo de nieve que le cayó sobre la mano le hizo estremecerse. El cielo se había nublado de repente. Las tres muchachas separándose corrieron hacia donde tenían sus atavíos. Consciente de lo peligroso de su posición, Jean contuvo el aliento e intentó recular. Al hacer por mover la pierna accidentada, el dolor del tobillo fue tan intenso que, contra su voluntad, dejó escapar un gemido.
Como corzas alarmadas, Luce y Leni volvieron la cabeza en su dirección olfateando el aire. Sus desordenados cabellos y sus gestos armoniosos les daban el aspecto de bacantes. A grandes zancadas se acercaron hasta él. Jean se puso en pie gesticulando de dolor.
Al reconocerle, palidecieron. Los oscuros labios de Leni se contrajeron dejando escapar una injuria. Jean intentó justificarse.
– Ha sido por casualidad -dijo-. No lo he buscado voluntariamente.
– Demasiadas casualidades ya -dijo Luce.
El brazo de Leni se bamboleó, y su pequeño puño vino a golpear a Jean en mitad de la boca. Un labio se le reventó, y por el mentón comenzo a correrle sangre caliente.
– Me he torcido el tobillo -dijo Jean- y los esquíes se me rompieron. Si alguna de ustedes quisiera prestarme uno, podría regresar al hotel sin más ayuda.
Luce había traído consigo un bastón de esquí con aparatosa empuñadura de cuero. Su mano se fue deslizando imperceptiblemente hasta el aro de aluminio. Balanceó la empuñadura en el aire y asestó un brutal golpe con todas su fuerzas sobre la sien de Jean. Este cayó de rodillas, machacado, y se desplomó en la nieve. Llegó Laurence. Rápidamente, sin ponerse de acuerdo de antemano, entre las tres desnudaron el inerte cuerpo. Plantando en aspa los dos bastones del caído, lo ataron a ellos por las muñecas y después le enderezaron. El cuerpo quedó de rodillas con la cabeza caída hacia delante. Una gran gota roja había manado de la ventana izquierda de su nariz, viniendo a confundirse con la sangre del labio. Luce y Leni amontonaban ahora nieve a grandes puñados alrededor del cuerpo de Jean.
Cuando el muñeco de nieve quedó terminado, grandes copos caían apretados formando una tupida cortina. El rostro de Jean estaba disfrazado bajo un grueso apéndice nasal de nieve. Para mayor escarnio, Leni tocó la grotesca forma con un bonete de lana negra. En la boca le pusieron una boquilla de oro. Hecho lo cual y bajo el blanco turbión, las tres mujeres reemprendieron el camino hacia Vallyeuse.
(1951)