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EL MIRÓN

1

Aquel año parecía que los visitantes habituales hubieran desertado de Vallyeuse para pasarse a estaciones más frecuentadas. La nieve de la estrecha senda que constituye la única vía de acceso desde el pueblo permanecía sin hollar y los postigos del hotel, si se puede conferir tal título al minusculo chalé de madera bermeja que domina el Salto del Elfo, parecían encolados a las ventanas.

En invierno Vallyeuse semejaba sumirse en un sueño letárgico. Nunca se había podido convertir aquel lugar aislado en una estación de moda: no seducía. Algunos cartelones publicitarios, vestigios de determinadas tentativas de alcanzar esplendor, mancillaron durante un tiempo la bronca y magnífica perspectiva del Circo de las Tres Hermanas. Pero la embestida solapada e infatigable de los rigurosos vientos y de esa lluvia que a la larga desmenuza hasta las rocas más compactas, acabaron por convertirlos de nuevo en planchas que se recubrieron de musgo y se integraron en la salvaje decoración del valle. Por otra parte, la altitud del lugar debía desanimar a los más encallecidos. Y en cuanto a los demás, Vallyeuse no ofrecía la fácil comodidad de los remontes automáticos, los teleféricos y los albergues de lujo construidos con vista al desvalijamiento sistemático de las carteras. La misma aldehuela de Vallyeuse, en un abrigado rincón de la montaña, mostraba medio dispersas sus cuatro o cinco casas a seis kilómetros del chalé. Tan abrigado que los viajeros que paraban en el hotel bien podían considerarse perdidos en territorio extranjero en los confines del mundo y, en llegando quedaban muy sorprendidos al constatar que el hotelero hablaba, después de todo, su mismo idioma. Hablaba… si es que se puede decir que hablase, pues aquel hombre taciturno, de rostro curtido por largas incursiones sobre la nieve, apenas si pronunciaba tres palabras en todo el día. Su manera de recibir era, por otro lado, tan reservada, su falta de entusiasmo tan perceptible para aquellos a quienes les daba por alojarse en su establecimiento, que la soledad y la tranquilidad del lugar se explicaban muy fácilmente. Sólo los verdaderos fanáticos podían conformarse con una recepción tan poco brillante. Aunque también es verdad que las vertiginosas pendientes, recompensas reservadas para los perseverantes, que se hubieran podido creer calculadas a propósito para favorecer la velocidad, justificaban tan inexplicable tesón, colmando con su nieve perfecta a los audaces que decidían aventurarse hasta lugar tan alejado de los albergues de moda.

Jean divisó el hotel desde lo alto de la escarpada pendiente que acababa de coronar resollando bajo los efectos conjugados de los esquíes, de la pesada maleta y de la altitud. En efecto, se trataba de lo que le habían prometido: paisaje incomparable, soledumbre y un aire acerado que azotaba de manera salvaje a pesar de un sol esplendoroso que reverberaba por todas partes. Hizo alto y se secó la frente. Despreocupado del viento, iba desnudo hasta la cintura y, expuesta a los alegres rayos de la ardiente esfera, su piel se bronceaba. Viendo cercano el objetivo, apretó el paso. Los zapatos se le hundían profundamente en la nieve, imprimiendo en ellas las dentelladas de sus suelas de caucho. En el fondo de las huellas, la sombra adquiría una tonalidad azul vaporoso de agüilla macilenta. Una chispeante alegría se adueñó de él. La alegría que se siente en contacto con la indiscutible pureza, la alegría de todo aquel blanco, de aquel cielo más azul que los cielos del Mediterráneo, de aquellos abetos recubiertos de lentejuelas de azúcar, y del chalé de madera bermeja que se adivinaba cálido y confortable, con una gran chimenea de piedra blanca en la que los troncos debían arder, sin humo, entre llamas anaranjadas y densas.

Jean se detuvo a algunos metros del hotel. Tras desatar las mangas del grueso suéter que llevaba anudado a la cintura, se lo volvió a poner antes de entrar. A continuación apoyó los esquíes contra la pared del edificio y dejó junto a ellos la maleta. Hecho lo cual, franqueó de tres zancadas los escalones de madera que daban acceso al chalé a través de una especie de balcón que rodeaba su estructura a un metro del suelo…

Sin llamar, levantó el pestillo de hierro y pasó al interior.

Dentro el ambiente era oscuro. Las ventanas, lo suficientemente pequeñas como para atemperar los efectos del frío, apenas si dejaban penetrar en la habitación la luz suficiente para arrancar de paso rutilante brillo a las piezas de cobre que decoraban las paredes. Paulatinamente se hacía uno, sin embargo, a la casi total penumbra. Pero no quedaba más remedio que parpadear cada vez que se miraba hacia fuera, a causa del deslumbramiento producido por la reverberación del sol sobre el plateado velo de nieve. Y después costaba trabajo volver a acostumbrarse a la atmósfera un tanto misteriosa del establecimiento.

Un agradable calorcillo reinaba en su interior. Un torpor insidioso se adueñaba de uno invitándole a arrellanarse en alguno de aquellos aparatosos sillones de crujiente mimbre, coger alguno de los libros que guarnecían los estantes situados a media pared, y adormecerse poco a poco entre los crujidos del barnizado abeto cárdeno de que estaba revestida la estancia entera. Conquistado por el ambiente de aquel piso bajo de tan macizas vigas, Jean se relajó.

Tras un estrépito de pasos en el piso superior, una sonora caída en la escalera y algunas risotadas, tres muchachas con indumentaria de esquí pasaron como una tromba por delante de él, tan de prisa que apenas si tuvo tiempo de mirarlas. Bajo las capuchas de sus negros anoraks, los ojos les brillaban con idéntico y saludable lustre. Su piel, puesta a punto de caramelo por efecto de los rayos de sol, suscitaba deseos de morder. Con ceñidos pantalones tan negros como los anoraks, las tres parecían flexibles y fuertes como jóvenes animales en libertad. Desaparecieron por la puerta, que volvió a cerrarse con tanta celeridad como había sido abierta, no obstante lo cual dejó en los ojos de Jean la impronta cegadora de la nieve inundada de sol.

Jean meneó la cabeza y volvió la mirada hacia la escalera, no se oía más ruido que el del agua que hervía, en algún sitio, sobre un fogón.

– ¿Hay alguien?

Su voz resonó en las paredes, pero nadie contestó. Sin extrañarse, repitió la pregunta.

Unos pasos tranquilos respondieron en esta ocasion a su llamada. Alguien bajaba por la escalera. Rubio, de estatura más bien elevada, en la cuarentena, el hombre tenía la tez serrana y una mirada de un azul demasiado claro, resaltaba de manera sorprendente.

– ¡Hola! -dijo Jean-. ¿Tiene habitación para mí?

– ¿Y por qué no? -contestó el hombre.

– ¿Cuál es el precio? -preguntó Jean.

– No tiene importancia.

– Es que no tengo demasiado dinero…

– Tampoco yo… -dijo el hombre-. En caso contrario no estaría aquí. ¿Seiscientos francos por día?

– Me parece demasiado barato… -protestó Jean.

– ¡Oh! -dijo el otro-. No se preocupe. Tampoco estará demasiado bien… Mi nombre es Gilbert.

– El mío Jean.

Se estrecharon la mano.

– Suba y escoja -dijo Gilbert-. Están todas libres, menos la cinco y la seis.

– ¿Las tres chicas que han bajado? -preguntó Jean.

– Exactamente -respondió Gilbert.

Jean salió al cxterior a recoger su maleta. La encontró abollada, como si alguien calzado con zapatos guarnecidos de hierro le hubiera dado un puntapié. El cuero estaba, en efecto, desollado y rugoso. Encongiéndose de hombros, la cogió y volvió a subir los carcomidos peldaños. Aspiró de nuevo el aroma a barniz y a cera del chalé, y oyó otra vez el bullir del agua. Se sentía como en casa. Feliz, coronó de cuatro zancadas el tramo de escaleras que llevaba hasta el piso de arriba.

2

En seguida aprendió sus nombres: Leni, Laurence y Luce. Leni era la más rubia, una alta austríaca de menudas caderas y busto provocativo. Su recta nariz parecía prolongarle la frente y su cara, un algo roma, con la boca esquiva y los pómulos salientes, más de rusa que de alemana. Laurence, morena con los ojos diamantinos y con ojeras, y Luce, sofisticada hasta la punta de las uñas, resultaban también, cada una en su género, criaturas tentadoras. Cosa extraña, las tres parecían construidas a partir de un mismo modelo de joven Diana. Musculosas, tenían un aspecto un poco amarimachado que quedaba desmentido cuando uno se demoraba en la contemplación de sus bustos de fascinadores torneados, cuyos aguzados pezones entesaban el ligero tejido de sus anoraks de seda negra. Entre Jean y ellas fue, de entrada, la guerra. Sin que supiera por qué, desde el primer día se habían negado a admitirle, y habían decidido hacerle imposible la existencia. Abiertamente desatentas y desdeñosas, le atormentaban cerrándose a todas sus tentativas, llegando a hacerle feos ante atenciones tan sencillas como la de ofrecerles en la mesa pan o pasarles el salero. Incómodo los primeros días, Jean no pudo obtener de Gilbert ninguna explicación al respecto. Gilbert vivía como un anacoreta en un gabinete de trabajo situado en el principal, del que no salía más que para interminables correrías por la montaña. Una pareja de ancianos montañeses se ocupaba del mantenimiento del chalé y de sus habitantes. Salvo aquellas siete personas, los días transcurrían sin que se viese un alma.

Fuera de las horas de comer, las veía muy raramente. Acostumbraban a levantarse temprano y, equipadas con prontitud, salían a la montaña armadas con sus esquíes y sus bastones. Al atardecer regresaban con las mejillas sonrosadas y brillantes, muertas de cansancio y, antes de subir a sus habitaciones, pasaban una hora untando sus esquíes con mejunjes complicados, ásperos como ellas, hasta dejarlos preparados para las rampas del día siguiente. Un tanto vejado por su actitud, Jean no insistía ya, y las evitaba en la medida de lo posible. Se ponía en camino por su lado, escogiendo por regla general una dirección de partida opuesta a la tomada por ellas. Las pendientes eran bastante numerosas, y había muchas posibilidades de elección. Solo, escalaba al sesgo los acopados flancos de la montaña para volver a bajarlos, un poco más tarde, entre sedosos chorros de nieve y el delicado restregar de las estrechas láminas de nogal, virando y deslizándose a lo largo de las vertiginosas caídas, para llegar al hotel embriagado de aire, con el corazón latiéndole desaforadamente, feliz y agotado. Estaba en el establecimiento desde hacía ya ocho días, y, recuperada la forma, comenzaba a hacer progresos, controlando cada uno de sus movimientos, cada golpe de bastón, cuidando el estilo y endureciendo progresivamente los músculos. El tiempo pasaba apacible y rápidamente. Eran las vacaciones.

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