Литмир - Электронная Библиотека

LAS MURALLAS DEL SUR

1

Cubierto de deudas como desde hacía muchísimos años no lo había estado, el Mayor decidió comprar un automóvil para pasar las vacaciones más agradablemente.

Con la intención de asegurarse una immediata disponibilidad de fondos empezó por sablear a sus tres mejores amigos para costearse una curda de campeonato, pues su ojo de cristal estaba empezando a tender hacia el azul añil, y ello era síntoma de sed. La cosa le salió por tres mil francos, francos que sintió tanto menos, cuanto que en absoluto tenía la intención de devolverlos.

Dio así de entrada interés a la operación y se esforzó por complicarla todavía más, con intención de elevarla a la categoría de milagro pagano. Con ese fin se pagó una segunda borrachera con el dinero que le reportó la venta de su cinturón de castidad medieval, cinturón claveteado de clavo de especia y fabricado con cuero repujado hasta perderse de vista.

No le quedaba gran cosa, pero, con todo, aún eran demasiadas. Pagó la mensualidad del alquiler con el reloj, cambió sus pantalones por unos calzones coRTos, su camisa por una Lacoste y, astuto viejo, se puso a la búsqueda de alguna manera de gastar la calderilla que todavia le sobraba.

(En el curso de sus pesquisas tuvo la mala suerte de recibir una herencia, pero, por fortuna, rápidamente se enteró de que no podría disponer de ella antes de que pasaran varios meses, plazo que consideró más que suficiente.)

Le quedaban aún once francos y algunas provisiones. No podía ni pensar en irse en condiciones tales. Organizó, pues, en su casa, una juerga de medianas proporciones.

El sarao se celebró con toda felicidad y, al final del mismo, sólo tenía ya un paquetito de cien gramos de curry en polvo, ligeramente estropeado, con el que nadie había podido acabar. Contra sus previsiones, la muy apreciada sal de apio constituyó, en efecto, la base de la mayoría de los últimos cócteles servidos, despreciado como fue el curry previsto para tal uso.

(La insigne malaventura que parecía perseguir al Mayor quiso, no obstante, que una de las invitadas olvidase el bolso en su casa, con nada menos que quinientos francos dentro. Parecía que habría que volver a empezar, cuando al Mayor, iluminado por una de aquellas geniales inspiraciones que le caracterizaban, le asaltó el deseo de irse de vacaciones provisto de un salvoconducto obtenido por los cauces legales. Es preciso que señalemos, antes de continuar, que fue aquella pretensión inaudita la que le salvó.)

2

El Mayor irrumpió en casa de su amigo el Bison [8] cuando éste se sentaba a la mesa, entre sonoro entrechocar de mandíbulas, en compañía de su mujer y el Bisonnot. Se cocía, por una vez en la vida, un guiso de pasta hervida a cuya preparación la Bisonne se había dignado dedicar diez minutos. La familia entera se regocijaba con la idea de la consiguiente cuchipanda.

– ¡Almorzaré con vosotros! -dijo el Mayor, estremecido de gula, al ver hervir la pasta.

– ¡Cerdo! -le espetó el Bison-. Conque la has olido desde lejos, ¿eh?

– ¡Exactamente! -contestó el Mayor, sirviéndose en el reparto un gran vaso de vino del que se guardaba especialmente para sus visitas, y al que se dejaba que se picase un algo para que tomase cierto regusto añadido a su sabor original, tan agradable al paladar como todos sabemos.

El Bison saco un plato suplementario del aparador y lo colocó en la mesa, en el sitio que anteriormente había ocupado el Mayor. Éste se dejaba servir habitualmente y, contra la costumbre, no les cogía ojeriza a quienes de él se ocupaban.

– El asunto es el siguiente -dijo de repente-. ¿Dónde pensáis ir de vacaciones?

– A la orilla del mar -contestó el Bison-. Quiero conocerlo antes de morir.

– Me parece muy bien -concedió el Mayor-. Me compro un coche y os llevo a Saint-Jean-de-Luz.

– ¡Alto ahí! -le paró el Bison-. ¿Tienes tela?

– ¡Naturalmente que sí! -aseguró el Mayor-. Digamos que la tendré. No te preocupes por eso.

– ¿Y sitio para alojarte?

– ¡Naturalmente que también! -continuó el Mayor-. Mi abuela, que ya murió, tenía un apartamento, y mi padre lo conservó.

Tras algunos segundos de duda, pues no había entendido bien si el Mayor había usado o o a en el pronombre, el Bison optó por pensar que lo conservado era el apartamento, y no la abuela.

La pasta seguía creciendo en el agua hirviente, y ya iba por la tercera vez que la Bisonne separaba la cacerola del fuego para tirar el sobrante a la basura.

– De acuerdo -dijo finalmente el Bison-. Pero me imagino que dispondrás de gasolina. Porque ¿sabes? Suele resultar de utilidad cuando se trata de coches.

– Encontraré la necesaria -aseguró el Mayor-. Con un salvoconducto en regla se consiguen fácilmente bonos de gasolina.

– Sin duda -concedió el Bison-. ¿Pero conoces a alguien en la Prefectura que te pueda facilitar una autorización?

– No -reconoció el Mayor-. ¿Y vosotros? ¿Conocéis a alguien?

– Ahí es donde querías venir a parar ¿eh?

El Bison miraba a su interlocutor con un ojo entornado y reprobador.

– Os advierto -interfirió su esposa- que si no nos comemos pronto esa pasta, tendremos que cambiar de habitación. Dentro de un momento no cabremos aquí.

Sin necesidad de más advertencia, los cuatro se abalanzaron sobre el guiso, pensando, encantados, en los ascos que antaño hacían los alemanes ante la mantequilla de Normandía y las salchichas de tocino.

El Mayor no cesaba de beber tintorro tras tintorro. Y es que no disponer más que de un ojo, le constreñía a hacer lo posible para llegar a ver doble cuanto antes, y así no perderse bocado.

El postre consistía en rebanadas de pan cuidadosamente reblandecido y aderezado con dos hojas de gelatina rosa perfumada al orégano de Cheramy, a la manera de Jules Gouffé [9] . El Mayor repitió dos veces, y al final no quedó nada.

– ¿A través de su periódico, no podría Annie recomendarnos en la Prefectura? -dijo de repente la Bisonne-. Porque has de saber que no opondré a que viajemos contigo si no dispones de autorizaciÓn.

– ¡Excelente idea! -exclamó el Mayor-. Y por lo demás, tranquila. Los polis me gustan tan poco como a ti. Cada vez que veo un agente se me hace un nudo en el intestino delgado.

– En cualquier caso será necesario hacer las cosas de prisa -advirtió el Bison-. Mis vacaciones empiezan dentro de tres semanas.

– ¡Perfecto! -aseguró el Mayor, pensando que así le daría tiempo a gastar los quinientos francos.

Bebió un último trago de tinto, cogió un cigarrillo del paquete de la Bisonne, eructó violentamente, y se puso en pie.

– Voy a ver si veo coches -anunció al irse.

3

– Escuche -dijo Annie-. Voy a ponerlo en contacto con Pistoletti, el individuo que en la Prefectura se ocupa de las autorizaciones para el periódico. Ya vera cómo todo sale bien. Se trata de una persona muy agradable.

– De acuerdo -dijo el Mayor-. Así todo se arreglará. Se arreglará, sin duda alguna. Pistoletti es un hombre admirable.

Sentados en la terraza del Café Duflor, esperaban a la Bisonne y a su hijo, que llegaban con un poco de retraso.

– Creo que trae un certificado médico referente al niño -continuó el Mayor-. Ello nos ayudará a conseguir el salvoconducto. Según tengo entendido, hoy mismo iba a sacarlo.

– ¿Ah, sí?-dijo Annie-. ¿Y qué es lo que certifica?

– Que no puede soportar viajes en tren -contestó el Mayor, limpiando su monóculo de cristal ahumado.

– ¡Ahí llegan! -advirtió Annie.

La Bisonne corría detrás del Bisonnot, que acababa de soltársele de la mano. La criatura corrió en línea recta durante unos quince metros y acabó encontrándose con un velador del Café Les Deux Mâghos [10] , velador con mesada de mármol un instante antes del choque, y con mesada hecha pedazos un instante después.

El Mayor se levantó e intentó separar a la criatura del velador. Un camarero se llegó hasta ellos y comenzó a protestar.

– Permítame que le diga -argumentó el Mayor- que he tenido ocasión de verlo todo. Ha sido el velador el que ha empezado. No insista en sus lamentaciones, o me veré en la obligación de detenerle.

Palabras sobre las cuales mostró su falsificada documentación del Cuerpo de Seguridad, ante lo que el camarero se desmayó. Entonces el Mayor le quitó el reloj y, tirando de la mano del niño, se reunió con Annie y con la Bisonne.

– Deberías cuidar mejor de tu hijo -dijo a ésta.

– No me des la lata. Traigo el certificado. Este niño es raquítico y no puede soportar un viaje en ferrocarril.

Dicho lo cual, obsequió a su hijo con un estremecedor sopapo que dejó sumido al infante en una especie de plácida hilaridad.

– Felizmente para la Red de Ferrocarriles… -comentó el Mayor.

– ¿Acaso quieres insinuar que tú nunca te has cargado una mesa de terraza? -repuso, amenazadora, la Bisonne.

– ¡A su edad, desde luego no! -aseguró el Mayor.

– ¡No me extraña! ¡Siempre fuiste un poco retrasado!

– ¡Está bien! -cortó el Mayor-. No vamos a discutir ahora. Dame el certificado.

– Déjemelo ver -intervino Annie.

– El doctor no nos ha puesto ninguna pega -informó la Bisonne-. Como todo el mundo puede ver, este niño padece de raquitismo… ¡Quieres dejar esa silla de una vez!

El Bisonnot acababa de coger el respaldo de la silla de un cliente vecino, y silla y cliente dieron en tierra, arrastrando en su caída algunas copas en medio de cierto alboroto.

Eclipsándose discretamente, el Mayor compuso la figura de estar meando contra un árbol. Por su parte, Annie intentaba poner cara de quien no conoce a nadie.

– ¿Quién ha sido? -preguntó el camarero.

– El Mayor -acusó el Bisonnot.

– ¿Seguro? -insistió el camarero con aire incrédulo-. ¿No habrá sido el niño, señora?

– Está usted loco -respondió ésta-. No tiene más que tres años y medio.

– Mientras que Mauriac está chocho -concluyó el niño.

– Eso es una gran verdad -concedió el camarero, y a continuación se sentó a la mesa para discutir con él de literatura.

Tranquilizado, el Mayor regresó y volvió a sentarse entre las dos mujeres.

– Así pues -comenzó Annie-, ahora sólo se trata de ir a ver a Pistoletti…

[8] Bisonte: se trata del propio Boris Vian, que gustaba de firmar Bison Ravi (Bisonte Embelesado), anagrama de su nombre. El Mayor (Le Major) es Jacques Loustalot, gran amigo y compañero de correrías nocturnas de Vian. (N. del T.).


[9] Poeta y gastrónomo francés (1775-1845). (N. del T.)


[10] En realidad se refiere al Café de Flore y al Café des Deux Magots en el Boulevard Saint-Michel de París. (N. del T.).


6
{"b":"81596","o":1}