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– ¿Y cuál es tu opinión sobre Duhamel? -preguntó el camarero.

– ¿De verdad cree que funcionará? -se interesó el Mayor.

– A Duhamel se le alaba en exceso -contestó el Bisonnot.

– Seguro que sí-respondió Annie-. Con la carta de recomendación del periódico…

– En ese caso, iré mañana mismo -dijo el Mayor.

– Te voy a pasar un manuscrito mío para que me digas lo que te parece -dijo el camarero-. La acción discurre en la superficie de una cara velluda. Me parece que tú y yo tenemos los mismos gustos.

– ¿Cuánto le debemos, camarero? -preguntó Annie.

– No, déjalo, -se interpuso la Bisonne-. Me toca a mí.

– ¡Con permiso! -sentenció el Mayor.

Como no llevaba un céntimo encima, el camarero le prestó dinero para pagar, y, tras dejar una generosa propina, el Mayor sin darse cuenta se embolsó lo que sobraba.

4

– ¡Abro yo! -gritó el Bisonnot.

– ¡No marees! -replicó su padre-. De sobra sabes que eres demasiado pequeño para llegar hasta el cerrojo.

Preso de furor, aquél se lanzó al aire tomando impulso con los dos pies, y, tras saltar como un gato, quedó muy sorprendido al encontrarse sentado sobre el trasero viendo un gran destello verde.

Era el Mayor. Tenía un aspecto normal, a pesar de que su aplastado sombrero reverberaba con rebuscados y cambiantes reflejos: había comido pavo.

– ¿Y bien? -dijo el Bison.

– ¡Tengo el coche! Un Renault de 1927, modelo coach , con el maletero en la parte posterior.

– ¿Y el capó que se levanta por delante? -interrogó, inquieto, el Bison.

– Sí… -concedió el Mayor de mala gana-. Y con encendido mediante magneto, y freno esotérico en el tubo de escape.

– Se trata de un sistema muy antiguo -observo su interlocutor.

– Lo sé bien -dijo el Mayor.

– ¿Cuánto?

– Veinte mil.

– No es caro -estimó el Bison-. Pero la verdad es que tampoco es una ganga.

– No. Y, precisamente, deberás dejarme cinco mil francos para acabar de pagarlo.

– ¿Cuándo me los devolverás?

El Bison parecía no fiarse.

– El lunes por la tarde, sin falta -aseguró el Mayor.

– ¡Hum! -dijo el Bison-. No te tengo demasiada confianza.

– Lo entiendo -repuso el Mayor, y cogió los cinco mil francos sin dar las gracias.

– ¿Has pasado por la Prefectura?

– Ahora pensaba ir… Me cuesta mucho trabajo meterme en aquella guarida de aduaneros testarudos y escandalosos.

– Venga, venga, espabila -dijo el Bison empujándole hacia el descansillo- y apúrate un poco.

– ¡Hasta luego! -gritó el Mayor desde el piso de abajo.

Regresó dos horas después.

– Querido, la cosa no marcha todavía -dijo-. Es necesario que me firmes una declaración que certifique que dispones de la gasolina necesaria.

– ¡Me estás hartando! -se irritó el Bison-. ¡Estoy hasta las narices de tanto retraso! Hace ya una semana que me dieron las vacaciones, y te aseguro que no me hace ninguna gracia seguir aquí. Creo que haríamos mucho mejor tomando de una vez el tren todos juntos.

– Espera, espera. Considera que es mucho más agradable hacer el viaje en coche. Y para ir de compras una vez que estemos allí, también nos vendrá muy bien.

– Sin lugar a dudas -concedió el Bison-. Pero piensa tú que, a este paso, cuando lleguemos tendré que volverme porque mis vacaciones se habrán acabado. Eso contando con que no nos metan en chirona por el camino.

– Las cosas van a salir redondas a partir de ahora -aseguró el Mayor-. Fírmame ese papel. O lo conseguimos esta vez, o te prometo que me voy en tren con vosotros.

– Te acompañaré -dijo el Bison-. Pasaremos por mi oficina y se lo mandaré mecanografiar a mi secretaria.

Así lo hicieron. Tres cuartos de hora después entraban en la Prefectura y, por un tortuoso dédalo de pasillos, se dirigían hacia el despacho de Pistoletti.

Amable cincuentón quizá una pizca puntilloso, éste no les hizo esperar más de cinco minutos. Después de un breve cambio de impresiones, se levantó y les indicó que le siguieran. Consigo llevaba los formularios y los documentos justificativos cumplimentados por el Bison y el Mayor.

Atravesaron un estrecho pasadizo que, por el interior de un puente cubierto, unía el edificio en que estaban con el vecino. El corazón del Mayor giraba a toda velocidad sobre sí mismo, chirriando como una peonza de Nüremberg. En una galería abovedada, largas colas de gente esperaban ante las puertas de los despachos. La mayor parte de ellos echaban pestes; otros se disponían a morir. A los que caían durante la espera se les dejaba allí donde tocaban tierra, y se procedía a recogerlos por la tarde.

Pistoletti pasó por delante de todo el mundo. Pero se detuvo en seco al llegar adonde se dirigía y pareció muy contrariado de no ver ante sí a la persona que buscaba.

– Buenos días, señor Pistoletti -dijo el otro.

– Buenos días, señor -respondió Pistoletti-. Aquí tiene. Me gustaría que autorizase esta petición, que está en regla.

El individuo compulsó el legajo.

– ¡Muy bien! -dijo por fin-. Veo que el interesado reconoce disponer del carburante necesario. Por consiguiente, estaría fuera de lugar hacerle una asignación.

– Hum… -musitó Pistoletti-. Como usted… mejor dicho, como su predecesor me aconsejó, solicité del señor Mayor ese testimonio para… para… para que no se dudase en hacerle una asignación de gasolina.

– ¿Eh? -dijo el otro.

Y a continuación escribió sobre el papel: «Denegada la asignación, dado que el demandante asegura disponer del carburante necesario».

– ¡Gracias! -dijo Pistoletti, volviendo a salir con los papeles.

Una vez fuera, se rascó el cráneo y dejó caer algunos jirones sanguinolentos sobre el suelo. Un agente que pasaba en aquel momento por allí resbaló al pisarlos y estuvo a punto de caer. El Mayor sonrió malévolamente, pero volvió a ponerse serio al ver la cara de circunstancias de su valedor.

– ¿La cosa no va bien? -le preguntó el Bison a éste.

– Bueno, bueno… -se limitó a decir Pistoletti-. Vayamos ahora a ver a Ciabricot… Todo se complica… El funcionario que acabo de ver no es el mismo de antes, y el que está ahora parece de una opinión completamente distinta a la del anterior. En fin… Puede salir bien todavía… Pero que conste que el otro me había dicho que, con este papel, el asunto marcharía sobre ruedas.

– Vamos, vamos de una vez, en cualquier caso -le animó el Bison.

Seguido por sus dos acólitos, Pistoletti llegó hasta el extremo del pasillo, y volvió a pasar otra vez por delante de las narices del primero de la cola. El Mayor y su amigo tomaron asiento en un banco circular que abrazaba la basa de una de las columnas que sostenían la bóveda. Multiplicaron cuatro y medio por cuatro y medio hasta mil veces para ayudarse a pasar el rato. Quince minutos mas tarde, Pistoletti volvía a salir del despacho. Su rostro no expresaba ni fu ni fa.

– Escuchen -les dijo-. Primero escribió «concedido» sobre la petición. A continuación puso la fecha, dijo «vale», y me preguntó: «¿Para ir adónde?». Se lo dije. Entonces volvió a mirar el papel, se palpó el hígado y exclamó: «¡Demasiado lejos!». Y se dedicó a borrar todo lo que acababa de poner… Es que tiene el hígado en muy malas condiciones ¿saben?

– Entonces -preguntó el Bison- ¿la petición queda denegada?

– Sí… -respondió Pistoletti.

– ¿Y usted cree -prosiguió el Bison mientras un espeso vapor comenzaba a salirle por las junturas de las suelas de los zapatos- que si le diésemos diez mil francos a ese tal Ciabricot, no se nos concedería?

– ¿Qué pasa? -encareció el Mayor-. ¿Es que ni siquiera está permitido llevar en coche a un niño que no puede aguantar los viajes en ferrocarril?

– En definitiva, ¿qué es lo que solicitamos? -continuó su amigo-. ¡Nada! Gasolina desde luego no, puesto que decimos que tenemos… Lo único que pedimos es una firma en la parte de abajo de un papel para poder sacar el coche, quedando sobreentendido que, con respecto al carburante, nos las arreglaremos en el mercado negro… ¿Y entonces?

– Entonces -acabó el Mayor- es que son unos pijoteros.

– Escuchen… -se aventuró a decir Pistoletti.

– ¡Unos pijoteros y unos cerdos! -tronó el Bison.

– Podrán volver a intentarlo dentro de unos días… -sugirió Pistoletti intimidado.

– Tranquilo; no tenemos nada contra usted -aseguró el Mayor-. Al fin y al cabo no es culpa suya si Ciabricot sufre del hígado.

Palabras a pesar de las cuales, ambos amigos aprovecharon un recodo del pasillo para prensar a Pistoletti en emparedado, abandonando el cadáver en un rincón.

– ¿Qué hacemos ahora? -preguntó el Bison en el momento de salir.

– A mí me importa un rábano -respondió el Mayor-. Me voy sin salvoconducto.

– No creo que debas hacerlo -le advirtió el Bison-. Bueno, yo voy a sacar billetes a la estación. No quiero tener que vérmelas con la poli.

– Espera hasta esta tarde -le pidió el Mayor-. Se me ha ocurrido otra posibilidad. Tampoco yo quiero nada con esa gentuza. Me producen un efecto suprafísico.

– Está bien -accedió el Bison-. Telefonéame.

5

– ¡Lo tengo! -gritó la voz del Mayor a través del auricular.

– ¿Cómo? ¿Lo has conseguido? -se interesó el Bison.

Apenas si podía creerlo.

– No, pero lo conseguiré. He vuelto a ir al poco rato con una chica, una amiga de Verge, aquel a quien conociste en mi casa. Ella tiene algunas amistades en la Prefectura. Ha pasado por casa de Ciabricot, y no ha hecho falta nada más. Me han prometido que me lo darán.

– ¿Cuándo te lo darán?

– El miércoles a las cinco.

– Bueno, vale -concluyó el Bison-. Esperemos que así sea.

6

El miércoles a las cinco, se le informó al Mayor que el ansiado momento sería al día siguiente a las once. El jueves, a las once, le sugirieron que volviera a pasar por la tarde. Por la tarde le dijeron que se despachaban quince salvoconductos por día, y que el suyo hacía el número dieciséis. Y como no parecía dispuesto a soltar dinero, se quedó sin el salvoconducto.

Amigos de los empleados llegaban a cada momento, y los empleados apenas si daban abasto a librarles autorizaciones de compromiso. Incluso llegaron a rogar al Mayor que les ayudase a rellenar sus formularios. Mas éste se negó y se marchó, no sin olvidar sobre una mesa una granada con el seguro quitado, el ruido de cuya detonación le devolvió la tranquilidad de espíritu en el momento en que salía de la Prefectura.

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